miércoles, 20 de noviembre de 2013

Engracia Santos


En Topas, un pequeño pueblo de la provincia de Salamanca de alrededor de mil habitantes, la mayoría de los cuales malviven de la agricultura, propia o a jornal. Naturalmente, unos cuantos viven con holgura porque tienen tierras suficientes para ello, y alguno tiene hasta una dehesa, pero no hay que contar con él más que el día de la romería, que va hasta la ermita de su propiedad, y en ocasiones para las caridades de navidad al estilo de Los santos Inocentes de Delibes. 

Debía ser el año 1954 porque mi madre siempre ha dicho que como doña Juana, la única maestra en aquel momento, era su vecina y la quería mucho, me admitió antes de cumplir los 6 años. Por espacio en el aula no había problemas. Como todavía no se había construido la escuela de niñas, la clase se impartía en el salón parroquial, un espacio rectangular largo y estrecho, mal iluminado por tres ventanas verticales. Allí cabíamos las alrededor de 60 niñas del pueblo en edad escolar, de 6 a 14 años. La escuela era, claro está, unitaria de niñas. Cuando se construyó el edificio, creo que al año siguiente, pasó a ser graduada de niñas, al lado de la graduada de niños, pero sin relación ninguna con ella. A partir de entonces tendríamos dos clases: doña Juana se quedó con la de las mayores y las pequeñas pasamos a manos de la nueva y también estupenda maestra: doña Consuelo. El material con el que acudíamos a la escuela no tenía nada que ver con el actual: consistía en la cartilla, una pizarra del tamaño aproximado de una cuartilla incluyendo su marco de madera, un pizarrín y un trapo para borrar que se llevaba atado para que no borráramos con la mano. Una vez que sabíamos escribir con soltura pasábamos a usar el cuaderno de dos rayas y el lápiz.

El respeto a la maestra, como a los padres, tenía a veces más que ver con el miedo que con otra cosa, porque los castigos físicos no estaban mal vistos y no eran raros, aunque no pasaran de una bofetada o unos azotes. Todas, y todos, teníamos claro que más valía que en casa no se enteraran de que  en clase nos habían reñido, castigado o dado una torta: recibirías el doble.
 
Asistir a clase era una posibilidad que se iba al garete cuando había algo que hacer en casa o en el campo. La de veces que le escuché a mi abuela aquello de que el oficio del niño es poco pero el que lo pierde es un loco. Sólo cuando la razón era hacer los dulces para las fiestas del pueblo no me importaba faltar a clase. Pero a veces se consideraba imprescindible.

Siempre me he preguntado cómo se las apañaban los maestros y maestras de entonces para atender a toda aquella chiquillería tan dispar. Recuerdo el runrún de la clase, bajito, porque cuando hablaba la maestra se la oía, pero permanente, como el de una colmena. Cada grupo hacía tareas diferentes, y había ratos en que alguna de las mayores daba de leer a las que estábamos aprendiendo. Las cosas se hacían sin prisa, cuando ya sabías leer una página de la cartilla pasabas a la siguiente. Si alguien en casa leía contigo, o tenías mucha facilidad, aprendías antes. Si no era el caso, tardabas más.

La vida de las niñas y los niños no era fácil entonces, como tampoco lo era la de los adultos. Comodidades, ninguna, ni siquiera agua corriente, ni luz eléctrica, con todo lo que ello implica. La comida escaseaba en muchas casas, la nuestra entre ellas. En aquellos inviernos tan fríos que se helaba el agua del caorzo hasta el punto de que los muchachos lo recorrían en toda su longitud patinando bajo los árboles, la única fuente de calor en el aula, aparte del que nosotras generábamos, era un brasero de cisco bajo la mesa de la maestra. Había días en que no podíamos escribir porque las manos se nos entumecían de frío.

Pero a luz de un candil y al amor de la lumbre, en mi casa, en las largas noches de invierno, se producía un milagro: se escuchaban historias fantásticas, terribles, bonitas… que no tenían nada que ver con la vida que vivíamos, en las que los protagonistas pasaban muchas penalidades pero terminaban siendo felices. Mi padre leía en voz alta y los demás escuchábamos embobados, las manos ocupadas si había faena: desgranar maíz, seleccionar las alubias, coser o hacer punto. Los pocos libros que había en la vecindad circulaban de casa en casa: se prestaban (como el pan, pero esa es otra historia). Y si se acababan, se volvían a leer.
 
Si leyendo se podían conocer historias y enterarse de las partes que una se perdía cuando uno de los más pequeños lloraba (mi familia aumentaba cada dos años) y había que ir a mecerlo hasta que se dormía. ¿cómo no querer leer? Yo creo que me gusta la lectura desde antes de ser lectora gracias a esa costumbre familiar que se perdió cuando llegaron las comodidades y hubo otras formas de entretenimiento.
 
Engracia Santos 
Maestra jubilada

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