A los seis años, cuando comencé a ir a la escuela obligatoria, sabía leer un texto fácil en castellano. Había aprendido aquel arte en la escuela de párvulos de mi pequeño lugar catalán, donde nadie hablaba nunca en castellano. A tan tierna edad yo, como todos mis compañeros, ya era diglósico.
Sabía leer, pero, por "falta de uso", no entendía el significado de muchas de las palabras castellanas que leía. A la fuerza iba a tener que aprender yo el significado del castellano si no quería quedarme rezagado en la escuela, sobre todo al comenzar el bachillerato. No recuerdo haber oído quejas por la situación de diglosia en la que chicos y mayores vivíamos. Esto no significa, en modo alguno, que no las hubiera.
La maestra de mi escuela de párvulos era una dulcísima señora de cabellos blancos que nunca alzaba la voz. Nos enseñó a leer en castellano dándonos las instrucciones en catalán. Aquella maestra, que debía de conocer la obra de María Montessori, nos hacía jugar, sentados en el suelo, con un rompecabezas-silabario. Si no recuerdo mal, había piezas con letras sencillas y con sílabas. No recuerdo en modo alguno qué procedimiento seguía la maestra para enseñaros a asociar las sílabas escritas con sus correspondientes sonidos en el habla y a asociar estos sonidos con sus correspondientes referentes materiales o conceptuales, casi siempre desconocidos para nosotros por pertenecer a una lengua que no conocíamos. Acaso tradujera en catalán las palabras castellanas que no podíamos entender.
Sé ciertamente que también usábamos un silabario con dibujos. Debía de ser una obra antigua, acaso de comienzos del siglo XX, porque los dibujos eran grabados pobretones en blanco y negro. Y sé que usábamos este silabario porque la maestra ponía a los más adelantados en la lectura a "enseñar" en un pupitre de dos plazas a los menos avispados.
Me viene ahora a la mente una de esas sesiones de enseñanza. La maestra me había puesto de "maestro" a un compañero que no conseguía pronunciar el sonido representado por la "r" sencilla entre vocales. Estábamos en una página con un "faro" y un "toro". El compañero repetía, impertérrito, "fado" y "todo". Y yo, tozudito que soy, dale que dale, le repetía "faro" y "toro". Se cansaba y me cansaba. Me parece que al final le dije "faro, fado" y "toro, todo" y que él me espetó (en catalán): "¿Por qué repites las palabras?" [Nota: puede que lo contado en estos últimos renglones sea fruto de un recuerdo inventado involuntariamente].
Jordi Minguell
Periodista jubilado y maestro en sueños.
Periodista jubilado y maestro en sueños.
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