martes, 5 de noviembre de 2013

Antonio González

Fotografía de onio72 bajo CC BY.


- Antonio, ¡no te bajes del umbral!
- No, abuela.
Un niño de unos cuatro años mira como el director del colegio cierra la cancela. Puede ser septiembre y algo más de las nueve. La cancela es verde y mucho más pequeña que las tapias del colegio. Es como si alguien hubiera querido proteger la escuela de algún mal, pero no hubiera tenido presupuesto para colocar una cancela acorde a las nuevas tapias.
La abuela Dolores, que sabe de las ganas de su nieto por descubrir lo que se encierra en la escuela, lo mira desde su hamaca, y se sonríe mientras remienda de memoria unos calcetines. Antonio con las manos metidas en los bolsillos de un pantalón corto con tirantas, mira fijamente el ritual de cada día. Don Francisco, con la cabeza gacha y aire cansado, flanquea con dos pasos cortos la puerta, primero cierra una hoja de la cancela, luego la otra y finalmente se agacha para echar el cerrojo. Un gemido metálico pone fin al sueño de Antonio. Don Francisco, con la vista perdida, se pierde de la de nuestro infante mientras la algarabía se va extinguiendo dando paso al orden y concierto de los dictados. Antonio, todavía sin moverse del umbral, levanta un poco la cabeza y aguanta la mirada al señor de bigotitos que lo mira sin pestañear desde un azulejo en la fachada. Es el dueño de este y de todos los colegios, le dijo la abuela hace tiempo, y se llama como el director. Antonio se sacude la mirada congelada del señor importante y de un respingo, se gira y corre hacia el comedor. A los pies de su abuela lo espera una sillita de aneas.
- Abuela, ¿por qué yo no puedo entrar en la escuela?
- Porque eres muy pequeño todavía, le explica en un tono cansino.
- Yo no soy pequeño, yo quiero entrar en la escuela, replica Antonio mientras ensilla a un vaquero de plástico azul eléctrico en un caballo negro demasiado pequeño.
A fuerzas de observar cada día el mismo ritual, ese mismo curso Antonio se hace amigo del director. Un día la insistencia del pequeño se ve recompensada con una visita al despacho de Don Francisco. Allí hay muchas cosas: libros, papeles, carpetas de colores, tijeras, sellos y sobres, una máquina de escribir y hasta unos pasos de Semana Santa en miniatura. En una esquina de la mesa del despacho, el objeto más deseado por todos los niños: la campana. Antonio no quiere tocarla como ansía el resto. Después de la campana todo el mundo sale corriendo y la escuela se queda vacía.
- Don Francisco, ¿el año que viene puedo entrar ya en la escuela?, pregunta Antonio mientras garabatea en un papel sucio sentado en el filo de la silla de las visitas y alzando los hombros en una postura imposible.
- No Antonio, el siguiente.
- ¿De verdad?
- De verdad de la buena.
Los dos años pasaron a fuerza de decenas de preguntas sin respuesta, a base de cientos de leches migadas, después de miles de carreras tras los gatos de la abuela y de incontables donaciones de rodilla al cemento de la acera. Pero el día llegó y Antonio cruzó la cancela verde con su carpeta a la espalda, y pasó de largo por delante de la puerta del despacho de Don Francisco. Hoy ya no viene de visita, hoy viene para quedarse hasta que algún niño afortunado toque la campana. Los olores del colegio ya le eran familiares pero ahora puede llegar hasta donde nunca había llegado, hasta cualquier rincón de la escuela. La abuela ya se volvía de espaldas al colegio cuando el pequeño la busca con la mirada. Ella a su vez se busca con la mano derecha la toca negra del hombro por el que siempre se le escurre, el zurdo. Una clase, una mesa, una silla, un lugar en el mundo.
Un tiempo después, no es nada fácil cuantificar en los cajones antiguos de la memoria, Antonio ya hojea su cartilla Palau. Doña Pilar, una maestra mayor y enlutada, le enseña a leer. La a de araña, la e de elefante, la i de iglesia, la o de ojo, la u de uva... El mi mamá me mi mima le aburre. Doña Pilar anota en la esquinita de la página que Antonio sabe leer una cruz al terminar la ansiada sesión de lectura diaria. Un día, una página, una marca de grafito. Pero Doña Pilar no viene desde hace unos días a clase. La ausencia de la maestra se traduce en más aburrimiento y la ansiedad por avanzar le hace pergeñar un plan infalible. Pondrá una cruz en la página de la ga, gue, gui, go, gu y así podremos pasar directamente a la siguiente. Doña Esperanza viene un rato a dar de leer y no se dará ni cuenta. Así es. Al día siguiente tres cruces torpemente escritas delatan al pícaro aprendiz de lector.
- Antonio, ¿seguro que esta página ya la hemos leído?
- Claro señorita, mira la cruz.
- Bueno, venga. Entonces, ¿cuál te toca hoy?
- La xa-xe-xi-xo-xu.
Maestra y alumno se sonríen. Ella tranquila, el nervioso porque se la juega. Teme haber sido demasiado atrevido. Teme no ser capaz de leer esta hoja tan difícil y tener que repetirla mañana. Cuando la termina, suspira y una felicidad enorme le inunda su cuerpecillo. Ya no queda casi nada. Antes de que llegue el verano estrenará otra cartilla, la de los mayores.
Años más tarde, en una de esas visitas a Puente y Pellón en busca de ropa a crédito de un ditero, Antonio y su madre se cruzan con una señora enlutada. Antonio la reconoce por su perfume y le tira a su madre de la mano.
- ¿Qué quieres, miarma?
- Es la señorita Pilar.
- ¿Seguro?
- Claro mamá.
Hoy, tres décadas después puedo afirmarlo como maestro que soy: el olor de quien te enseña a leer, nunca se olvida.

Antonio González García 
Profesor de Física y Química


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