- No, abuela.
Un
niño de unos cuatro años mira como el director del colegio cierra la
cancela. Puede ser septiembre y algo más de las nueve. La cancela es
verde y mucho más pequeña que las tapias del colegio. Es como si alguien
hubiera querido proteger la escuela de algún mal, pero no hubiera
tenido presupuesto para colocar una cancela acorde a las nuevas tapias.
La
abuela Dolores, que sabe de las ganas de su nieto por descubrir lo que
se encierra en la escuela, lo mira desde su hamaca, y se sonríe mientras
remienda de memoria unos calcetines. Antonio con las manos metidas en
los bolsillos de un pantalón corto con tirantas, mira fijamente el
ritual de cada día. Don Francisco, con la cabeza gacha y aire cansado,
flanquea con dos pasos cortos la puerta, primero cierra una hoja de la
cancela, luego la otra y finalmente se agacha para echar el cerrojo. Un
gemido metálico pone fin al sueño de Antonio. Don Francisco, con la
vista perdida, se pierde de la de nuestro infante mientras la algarabía
se va extinguiendo dando paso al orden y concierto de los dictados.
Antonio, todavía sin moverse del umbral, levanta un poco la cabeza y
aguanta la mirada al señor de bigotitos que lo mira sin pestañear desde
un azulejo en la fachada. Es el dueño de este y de todos los colegios,
le dijo la abuela hace tiempo, y se llama como el director. Antonio se
sacude la mirada congelada del señor importante y de un respingo, se
gira y corre hacia el comedor. A los pies de su abuela lo espera una
sillita de aneas.
- Abuela, ¿por qué yo no puedo entrar en la escuela?
- Porque eres muy pequeño todavía, le explica en un tono cansino.
-
Yo no soy pequeño, yo quiero entrar en la escuela, replica Antonio
mientras ensilla a un vaquero de plástico azul eléctrico en un caballo
negro demasiado pequeño.
A
fuerzas de observar cada día el mismo ritual, ese mismo curso Antonio
se hace amigo del director. Un día la insistencia del pequeño se ve
recompensada con una visita al despacho de Don Francisco. Allí hay
muchas cosas: libros, papeles, carpetas de colores, tijeras, sellos y
sobres, una máquina de escribir y hasta unos pasos de Semana Santa en
miniatura. En una esquina de la mesa del despacho, el objeto más deseado
por todos los niños: la campana. Antonio no quiere tocarla como ansía
el resto. Después de la campana todo el mundo sale corriendo y la
escuela se queda vacía.
-
Don Francisco, ¿el año que viene puedo entrar ya en la escuela?,
pregunta Antonio mientras garabatea en un papel sucio sentado en el filo
de la silla de las visitas y alzando los hombros en una postura
imposible.
- No Antonio, el siguiente.
- ¿De verdad?
- De verdad de la buena.
Los
dos años pasaron a fuerza de decenas de preguntas sin respuesta, a base
de cientos de leches migadas, después de miles de carreras tras los
gatos de la abuela y de incontables donaciones de rodilla al cemento de
la acera. Pero el día llegó y Antonio cruzó la cancela verde con su
carpeta a la espalda, y pasó de largo por delante de la puerta del
despacho de Don Francisco. Hoy ya no viene de visita, hoy viene para
quedarse hasta que algún niño afortunado toque la campana. Los olores
del colegio ya le eran familiares pero ahora puede llegar hasta donde
nunca había llegado, hasta cualquier rincón de la escuela. La abuela ya
se volvía de espaldas al colegio cuando el pequeño la busca con la
mirada. Ella a su vez se busca con la mano derecha la toca negra del
hombro por el que siempre se le escurre, el zurdo. Una clase, una mesa,
una silla, un lugar en el mundo.
Un
tiempo después, no es nada fácil cuantificar en los cajones antiguos de
la memoria, Antonio ya hojea su cartilla Palau. Doña Pilar, una maestra
mayor y enlutada, le enseña a leer. La a de araña, la e de elefante, la
i de iglesia, la o de ojo, la u de uva... El mi mamá me mi mima le
aburre. Doña Pilar anota en la esquinita de la página que Antonio sabe
leer una cruz al terminar la ansiada sesión de lectura diaria. Un día,
una página, una marca de grafito. Pero Doña Pilar no viene desde hace
unos días a clase. La ausencia de la maestra se traduce en más
aburrimiento y la ansiedad por avanzar le hace pergeñar un plan
infalible. Pondrá una cruz en la página de la ga, gue, gui, go, gu y así
podremos pasar directamente a la siguiente. Doña Esperanza viene un
rato a dar de leer y no se dará ni cuenta. Así es. Al día siguiente tres
cruces torpemente escritas delatan al pícaro aprendiz de lector.
- Antonio, ¿seguro que esta página ya la hemos leído?
- Claro señorita, mira la cruz.
- Bueno, venga. Entonces, ¿cuál te toca hoy?
- La xa-xe-xi-xo-xu.
Maestra
y alumno se sonríen. Ella tranquila, el nervioso porque se la juega.
Teme haber sido demasiado atrevido. Teme no ser capaz de leer esta hoja
tan difícil y tener que repetirla mañana. Cuando la termina, suspira y
una felicidad enorme le inunda su cuerpecillo. Ya no queda casi nada.
Antes de que llegue el verano estrenará otra cartilla, la de los
mayores.
Años
más tarde, en una de esas visitas a Puente y Pellón en busca de ropa a
crédito de un ditero, Antonio y su madre se cruzan con una señora
enlutada. Antonio la reconoce por su perfume y le tira a su madre de la
mano.
- ¿Qué quieres, miarma?
- Es la señorita Pilar.
- ¿Seguro?
- Claro mamá.
Hoy, tres décadas después puedo afirmarlo como maestro que soy: el olor de quien te enseña a leer, nunca se olvida.
Antonio González García
Profesor de Física y Química
Antonio González García
Profesor de Física y Química
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