sábado, 8 de julio de 2017

Alberto García-Teresa


 

Dice Javier Lostalé que, “quien lee, vive más”. Me gustaría precisar que “vive más intensamente”. O, mejor, “está preparado para vivir más intensamente”. Porque mucho se ha reflexionado sobre la capacidad de la literatura y del ensayo de agudizar nuestra mirada del mundo, de afinar nuestros sentidos, de ayudar a comprender la sociedad, su funcionamiento y a quienes la habitan; de ser estímulo. Sin embargo, me sigue perturbando la concepción de la literatura como mero entretenimiento. Es indudable el placer que nos causa el sentirnos atrapadas/os por una historia, por las correrías de sus personajes. Pero me preocupa que esa experiencia nos desplace, en vez de situarnos en un lugar de percepción y apreciación profundizada, y que se reduzca a evasión y termine obedeciendo o colaborando con lógicas de distracción y adormecimiento.

En cualquier caso, mi comienzo en la lectura, sin duda, vino de la mano de esa inmersión en historias y mundos fascinantes y absorbentes. Nada de extraordinario tiene mi peripecia con la lectura. Desde pequeñito leí con fervor, alimentado por dos fuentes que considero fundamentales socialmente. Por un lado, la biblioteca familiar que había en casa de mis abuelas/os paternas/os: entre los doce hermanas/os, fueron acumulando dos estanterías de novelas juveniles y de aventuras (sobre todo, aquellas historias de Los Cinco, Los Hollister, Guillermo y Julio Verne de la editorial Molino) que me surtieron durante años hasta el punto de precipitar la escritura de mi primera “novela”, cuando tenía once años, sobre una aventura de una pandilla al mismo estilo.


La otra fuente ha sido una librería de mi barrio (un barrio obrero de la periferia de la capital), en la que adquiría, sobre todo, volúmenes de las series de Elige tu propia aventura, Lince y Amy (Resuelve al misterio), La máquina del tiempo, Planea tu fuga... La labor de esos libro-juegos me parece encomiable como animación a la lectura aún hoy. Es una lástima que los intentos en la actualidad de recuperar el formato, hasta lo que sé, no hayan conseguido la popularidad y la implantación que aquellas series obtuvieron en su momento.

Temprano llegó también mi afición por los cómics. Ahí se fue fraguando el magma, a base de material de fantasía y ciencia ficción para que, durante la preadolescencia, fueron cayendo esos hitos que jalonaron el género en narrativa, y que me marcaron profundamente: El señor de los anillos con once años (en una lectura tan alejada de la que pude hacer más tarde a los veintitantos, que siempre guardo como ejemplo del valor de las relecturas y del acompañamiento que las grandes obras nos van dando en distintos momentos de nuestra vida), H.P. Lovecraft con doce o trece (ídem), Isaac Asimov (que, por el contrario, hay que reconocerlo, resiste mal las relecturas en la madurez)… 


A la poesía, que ha sido el motor de buena parte de mi vida desde mi juventud, llegué en el instituto. Miguel Hernández y Juan Ramón Jiménez (con distintas facetas de su obra a lo largo de los años, en su caso), por distintas razones, entraron muy pronto a formar parte de mi propio cuerpo, y ahí siguen alojados, alimentándome continuamente. Por tanto, poesía y ficción especulativa y fantástica fueron mi sustento (lector y vital) al que se sumaron ensayos de política, sociología y de teoría literaria.

Sin embargo, desde el inicio de mi tercera década en la vida, he ido perdido el interés por las tramas de la narrativa. Sí que presto mucha atención a la construcción del aparato narrativo pero, en el fondo, me desentiendo de si el asesino es el terrateniente o el jefe de policía. Salvo títulos concretos y el género del microrrelato (síntesis de movimiento y sugestión), la verdad es que me duele reconocer que no me interesa la narrativa (y mira que tengo centenares de estupendas novelas por leer en casa todavía…). Que lea ahora menos de una decena de novelas al año (frente al centenar largo de poemarios y libros de ensayo, teniendo en cuenta que hace años devoraba más de cincuenta novelas) creo que resulta significativo.

Pero, ¿qué habría sido y es mi vida sin libros, sin literatura? Sin lugar a dudas, algo radicalmente distinto, pues la lectura me ha configurado por completo. Afortunadamente.



Alberto García-Teresa
Filología Hispánica, poeta, microrrelatista y crítico literario. Trabaja en una biblioteca municipal.