domingo, 20 de septiembre de 2015

María Ángeles Merino Moya



Me escribe María Ángeles que ha conocido esta mi bitácora a través de la inspiradora de la misma, mi querida amiga Carmen Ugarte, para ofrecerme tres entradas de su blog "La arañita campeña" donde cuenta su historia de cómo aprendió a leer o cómo ella lo califica: su aventura lectora. Todo un placer y un disfrute leer no solo su relato sino todas las reflexiones que hace sobre la lectura desde el punto de vista de lectora empedernida y de docente.

"El placer de la lectura", primeras aventuras.

"El placer de la lectura", siguen las aventuras.

"El placer de la lectura". También en clase. ¿Competitividad?

 

María Ángeles Merino.
Maestra.

 

viernes, 22 de mayo de 2015

David F. Cañaveral


No existe mejor evasión, compañía y complicidad que la que brinda un libro. Leer es el acto más mágico que el humano normal y corriente puede realizar, ya sea leer en papel o en pantalla, mediante letras o imágenes y sonidos.

Recuerdo cómo aprendí a leer. De hecho, recuerdo haber aprendido dos veces, porque una cosa es aprender a leer y otra aprender a LEER.

La primera vez es aquella en la que aprendes a unir las letras y formar palabras, frases, párrafos, historias… Y eso, juntar letras, fue exactamente lo que me enseñaron a hacer. Fue obra de mi maestra de preescolar, Charo. Ella dibujó una serie de ilustraciones, una para cada letra, en la que convertía cada grafía en un personaje. La Q, por ejemplo, era una abuelita que requería que la U la acompañara para poder caminar. Charo logró que aquellas desconocidas se convirtieran pronto en nuestras amigas. Y, de pronto, surgió la inmensidad del mundo: todo aquello que aún estaba por leer y descubrir. De repente, era como tener superpoderes. Ahora sí que eras de los mayores.

La segunda vez es aquella en la que no solo eres capaz de juntar las letras y leer todo lo que te rodea, sino la vez que descubres el universo que puede esconderse en el interior de esas palabras y frases, dentro de las páginas de un libro. Esta es la más apasionante. Recuerdo el día que mi padre llegó a casa y me regaló un libro de la serie blanca de “El barco de vapor”. La idea de leer aquel libro, en principio, se me antojó costosa. Pero no fue sino el comienzo de algo extraordinario, de la capacidad de soñar en vigilia. Devoré libros y libros de aquella colección y de otras. Recuerdo a mi madre aconsejándome qué leer a continuación. Ella siempre me ha recordado la importancia de leer.

Y de esta manera tan aparentemente sencilla como asombrosa, descubrí la lectura.

Con el tiempo, he comprendido que, de no haber tenido quien me animara a amar las letras, jamás hubiera llegado a la escritura. Ahora, no solo leo; también escribo. Y las historias, las mías y las de otros, son siempre mi mejor evasión, compañía y complicidad.

Hace tiempo que ya no soy capaz de recordar… ¿cómo era la vida antes de leer?

David F. Cañaveral.
Escritor.



martes, 19 de mayo de 2015

Julia Mora Herrera

La verdad es que no sé cuándo aprendí a leer ni cuales fueron mis primeras lecturas pero sí que recuerdo un año escrito en la pizarra, 1993. A partir de esa imagen se suceden en mi memoria los recuerdos de mi etapa escolar: el globo amarillo de papel charol colgando sobre mi mesa, la tonalidad verde que invadía la clase, los que fueron mis compañeros durante años, aquellos a los que no volví a ver... Al mismo tiempo rememoro los archivadores de nuestras fichas y tareas, cada uno tenía un dibujo concreto que nos identificaba. El mío era una luna. No sé si fue casualidad o no pero desde pequeña más de una maestra me decía _ y no quiero señalar _ que siempre andaba por esos lares.

Aunque no recuerde con certeza cuándo aprendí a leer sí que recuerdo cuando empecé a escribir, y también, quién me incentivó: la señorita Mayti. Ella fue nuestra profesora durante toda la Primaria y nosotros, para siempre, sus enanitos del bosque. Recuerdo que me dio un cuadernillo más bonito de lo normal para que volcara en él mi imaginación. Así surgieron mis primeras poesías sobre la luna, las estrellas, los planetas, las estaciones del año y las flores. Mayti me ayudaba a pulirlas y a corregir la ortografía y, además, me animaba a presentarlas a concursos y a recitárselas a los niños de las otras clases y ¡ahí iba yo! sin tan siquiera plantearme lo que significaba el miedo escénico. Eso debe de ser una de tantas cosas inútiles que se adquieren con la edad.

A día de hoy, y a pesar de haber crecido, aún sigo visitando ese satélite protagonista de mis relatos infantiles. Mi mente sigue siendo tan inquieta e inoportuna como cuando era niña, hasta tal punto que me interrumpe incluso en este momento. Sin previo aviso, viaja hacia otra época y me advierte de que mi historia no es tan interesante como la de otras muchas personas, las personas que no aprendieron a leer.

Precisamente por recogerse en este blog retales de recuerdos sobre cómo aprendimos a leer pienso que entre sus páginas merecen un hueco las personas que por circunstancias de la vida fueron privadas de esta capacidad tan maravillosa. Aquellos niños que tuvieron que crecer de golpe y dejar atrás los cuentos de final feliz. Al igual que yo ellos también tienen grabado un año, 1936.

Cuando estalló la guerra civil mi abuelo tenía siete años y sólo llevaba un mes en la escuela. No pudo seguir asistiendo porque tuvo que huir del pueblo con su familia y posteriormente comenzar a trabajar en el campo. Su maestro era un guardia civil y según él toda la gente de su edad “que sabe” es  porque asistió a sus clases. En ese escaso mes estudió la Cartilla, el libro para aprender las letras, y el Catón, el libro de lecturas, pero no tuvo tiempo de llegar al siguiente nivel, la Raya”.
A pesar de haber estado tan poco tiempo en la escuela mi abuelo tiene grabado un fragmento del Catón que me gustaría compartir con vosotros: “Caminaba una vez un viejo por un sendero a paso lento pero certero, y al pasar por la orilla del río vio a un niño que braceaba fuertemente…”

Su segunda toma de contacto con la lectura no fue hasta trece años después. Poco antes de irse a la mili estuvo dando clases con un profesor particular durante tres meses para poder escribir cartas a su familia desde su destino. Además, aprendió a hacer cuentas y a copiar manuscritos porque, según él, las letras de antes no eran como las de ahora, eran más revueltas, bonitas y complicadas. Gracias a esas clases consiguió desenvolverse por sí solo y hasta hoy en día sigue practicando por su cuenta.
Mi abuela tampoco tuvo la suerte de ir a la escuela. A veces se escapaba por las mañanas para asistir a clase pero al poco la recogía su madre porque tenía que quedarse al cuidado de sus hermanos y de la casa mientras ella se iba a trabajar. A ratos interrumpidos aprendió las letras con la Cartilla y a restar.
Recuerda que tanto las niñas mayores como las pequeñas estudiaban juntas en la misma clase pero, sobre todo, la sensación que le invadía cuando podía ir a la escuela. Aquello le parecía lo mejor que existía, y lo que más le gustaba era el camino de vuelta a casa con sus amigas.
Guarda un especial cariño a su maestra Rosario. Era muy buena y sentía mucha pena al ver la situación en la que se encontraban ella y su familia. También era su vecina, por eso, a veces se la llevaba de casa a clase y, además, fue quién confeccionó su vestido de comunión.
Uno de los motivos por los que mi abuela ansiaba ir a la escuela era la preocupación que le asediaba al tener que ir a algún sitio y no saber lo que estaba escrito en los letreros, no saber por dónde ir. Por eso, cuando encontraba cualquier papel con texto ella intentaba juntar las letras con el fin de descifrar sus palabras. También aprovechaba cuando iba al cementerio el día de Todos los Santos para leer los nombres de las lápidas. Y así… es como ella “aprendió” a leer.
En el transcurso de estas líneas se adivina el fuerte contraste entre mi experiencia y la de mis abuelos. Al mismo tiempo tomo conciencia de la suerte que he tenido de haber crecido entre libros y con unos padres, familiares y profesores maravillosos que siempre me han ayudado. Por eso, me asombran las personas, que como mis abuelos, han suplido la falta de posibilidades con fuerza de voluntad. Gracias a esa actitud ante la vida han desarrollado una mente crítica que no se adquiere con estudios ni se aprende en los libros y es por todo esto que se han convertido en las personas que más admiro. Me alegra muchísimo poder dedicarles estas palabras.


Julia Mora Herrera.
Publicista y diseñadora.


sábado, 9 de mayo de 2015

Cecilia De Marchi Moyano



Mil y una noches

Aprendí a leer sola –o algo así– a los cuatro años. Por una parte, mis padres amaban la lectura y la casa siempre estuvo llena de estantes y libros. Además, cuando mi hermana Mariela estaba en la escuela, yo escuchaba a mi madre enseñar y repetir letras y palabras.

El nuestro fue amor a primera vista. Los libros me hicieron sentir siempre acogida y protegida, y retada: cada libro es un universo en expansión.

La segunda vez que aprendí a leer fue a los treinta años.

A los 22 fui atacada por un compañero de la universidad. No era la primera vez que sufría una agresión sexual. En mi país ser mujer es peligroso.

En cierto modo, perdí el sentido. Aunque sí podía reconocer letras y juntarlas, pronunciar estos sonidos era igual que mirar en el vacío. No lograba aferrar el significado de las palabras. Me tomó mucho tiempo, años, lograr que estos dibujitos me volvieran a contar.

Quien me enseñó a leer de nuevo fue mi hija. Ella me pedía cada noche que le contara un cuento, y noche a noche, cuento a cuento, me hizo volver a descifrar las cajas chinas que se encuentran en cada palabra. Como en las mil y una noches, mi pequeña Sherezada me logró liberar de un verdugo terrible: mi propia mente.

Ahora mismo no solo logro hilvanar palabras y significados, sino que también voy contándome. Ahora mismo, los libros han vuelto a ser lo que eran: lugares solitarios y concurridos, monstruosos y acogedores, memoria colectiva y creación privada. Han vuelto a ser universos en expansión.

Cecilia De Marchi Moyano

Escritora y correctora de estilo. 



jueves, 7 de mayo de 2015

Manuel Jesús Fernández Naranjo



“Recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidarse es difícil para quien tiene corazón.”  (Gabriel García Márquez).

No tengo un recuerdo muy claro de cómo aprendí a leer ni de quién me enseñó. Sí tengo un vago recuerdo de mi madre y mi padre prestándome atención cuando empezaba a “leer” ciertas cosas como etiquetas, carteles, cajas de juguetes… Mi familia no era lectora, no había mucha tradición. Sólo la prensa, algunas revistas y poco más.

Sobre todo me acuerdo de la miguilla de doña Paquita, como le llamábamos los que íbamos y cómo se le conocía en el barrio. Era una casa cercana en la que coincidíamos muchos de los niños del barrio y a la que fui hasta los 7 años. Llevábamos nuestra pequeña silla que dejábamos en la casa de la maestra y nos sentábamos en una habitación en filas de tres sillas enfrentadas con un pasillo central y la pequeña pizarra estaba en una de las paredes frontales.

Posiblemente allí aprendí a leer y a escribir porque cuando entré en el colegio directamente fui a 2º de EGB. Y ya era capaz de leer los nombres de los cromos de los equipos de fútbol, sobre todo del Barcelona y del Sevilla que eran los que más me gustaban.

Mis primeras lecturas fueron los tebeos de mi hermano, que tiene seis años más que yo, las aventuras de Astérix y los cuentos de Mortadelo.  Por aquella época escribí dos pequeñas obritas artesanales: una, La revelación (rebelión) de los Cuervos, sobre una revuelta de una tribu india frente a los “comboys” (cowboys) y La historia del ciclismo porque en aquella época me apasionaba la pugna entre Eddi Merkc y Luis Ocaña.

También me acuerdo de hojear la revista Selecciones del Reader´s Digest de la que mi padre era socio y que el primer libro que me leí fue El Triángulo de las Bermudas de Charles Berlitz. Después vinieron las lecturas escolares y mi empeño
en 2º de BUP por leerme todas las novelas ejemplares de Cervantes, .

A partir de ahí, el vuelo. Libros de historia, para estudiar y disfrutar, novelas clásicas y recientes. De todos ellos, mis libros preferidos quizás sean Bomarzo de Manuel Mújica Laínez y La conjura de los necios de John Kennedy Tool.

Pero mi recuerdo más especial es el placer de leer junto a mi compañera en el patio de su casa o en la plaza de Peñaflor, oliendo a azahar. 

Por eso, lo que me quedan son más sensaciones que recuerdos concretos. El placer de la lectura más que la lectura en sí. El acto más que el libro. El corazón más que la memoria.


Manuel Jesús Fernández Naranjo
Maestro. 



viernes, 24 de abril de 2015

Esperanza Rubio Frías



Me vienen recuerdos muy vagos sobre mis primeros años escolares. Un uniforme negro con un cuello blanco, duro y bastante molesto que yo me quitaba y mi madre se empeñaba en colocarme de nuevo. Toda esta lucha merecía la pena porque cuando me dejaban en clase, veía los ojos verdes y tiernos de mi señorita Encarnita que, con mucho mimo, me acariciaba el pelo y me llevaba hasta mi silla. La evoco y me siento bien. Era una chica joven, de piel morena, pelo muy negro y unos grandes y verdes ojos en los que yo me cobijaba del susto que me daban aquellas señoras grandes y serias que portaban en sus cabezas una especie de sombreros blancos y muy tiesos con unas alas, que a mí se me antojaban las alas de un avión: las monjas.

Creo que fue la señorita Encarnita la que me enseñó a leer porque me recuerdo leyendo una cartilla, que ella sostenía en sus manos, en la que yo leía las sílabas inversas:  al, el, ... Por cierto, me confundía y  ello me angustiaba mucho (al recordar estos detalles, me doy cuenta de lo exigente que he sido siempre conmigo misma).

Una vez que descubrí la lectura, no hubo quien me detuviera. Iba con mi madre por la calle leyendo todos  los letreros que se me ponían por delante. Otra cosa que recuerdo es que me gustaba ponerme enferma porque mi padre me compraba cuentos para que no me aburriera y permaneciera en la cama como me indicaba el médico. El sábado era el mejor día de la semana ya que mi padre nos traía unos cuentos de tamaño muy pequeño, parecidos a los de Calleja, pero no tengo ni idea de dónde salían. Me encantaba leerlos.

La lectura para mí ha sido una actividad muy importante y placentera a lo  largo de mi vida y, quizás, también, un refugio. El primer libro que leí, después de todos aquellos cuentos, fue El diario de Ana Frank (lo conseguimos juntando los puntos "valispar" que daban por comprar en los almacenes); después llegó a mis manos Edad prohibida y  cientos de libros más. Me gusta la historia novelada y la poesía, pero leo todo lo que cae en mis manos si la sinopsis me resulta interesante.

Pienso que un buen libro hace grande a la persona que lo lee. No entendería mi vida sin un libro. 
 
Desde este blog de Mayti quiero dar las gracias a todas aquellas personas que me hicieron descubrir el maravilloso mundo de la lectura y, también,  a aquellas  que escriben y comparten con nosotros sus creaciones. 

¡Ah!,  igualmente agradezco a aquellos doctores y doctoras que me dan cita y me hacen esperar en sus consultas muchísimo tiempo porque lo aprovecho para leer un libro.

Esperanza Rubio Frías
Maestra de Primaria



lunes, 6 de abril de 2015

María José Martí


Aquel lugar debe ser un parvulario o una guardería, está a ras de la calle y tiene grandes ventanas por las que observo la mitad de los coches que pasan o se detienen en el semáforo, ya que llevo un parche en un ojo y por esa extraña anomalía únicamente veo la mitad de las cosas... pero me mondo de risa con los poemas de Gloria Fuertes aunque los lea con un sólo ojo:

"Doña Pito Piturra tiene unos guantes;
 Doña Pito Piturra, muy elegantes.
 Doña Pito Piturra tiene un sombrero;
 Doña Pito Piturra, con un plumero."

"¡Venga, niños, todos a una: A, E, I, O, U!"

La maestra tiene una voz muy bonita, me enseña a escribir, a sumar y restar, y además, es rubia, simpática y tanto se parece a Valentina, -la chica de Los Chiripitiflaúticos-, que así se ha grabado para siempre en mi recuerdo, como si las dos hubieran sido sólo una. A mi lado se sienta Paloma, mi amiguita del alma, comedora de mocos y pegamento seco, y dos o tres filas más atrás están los malvados gemelos rubios que nos enseñan la pilila cada vez que la cuidadora nos deja solos.

Un año después comienzo la etapa escolar. Mi colegio se llama Santa Bárbara. Es un edificio antiguo con muchas aulas y estancias. Tiene una torre de vigía, una capilla subterránea y una fachada enlucida de color crema con balcones de madera. Se entra por un portón muy viejo directamente a un amplio zaguán: hay bancos oscuros y un escalón que divide el zaguán en dos estancias diferentes.
En la parte más profunda hay un piano: enfrente, otro portón que da al jardín, -un jardín enorme, lleno de telarañas y arañas de colorines-. A la derecha, el aula del primer curso, grande, fría, sin calefacción, donde la profesora Pilar Blas Ponz nos hacía leer en voz alta las aventuras de los protagonistas de un libro que ya no recuerdo. Sé que eran una pandilla de niños que llevaban a un mono llamado Pepe, y que sobre el marco de la pizarra, dominando todos los ángulos, la mirada de José Antonio Primo de Rivera (fundador de la Falange) parecía seguir con interés profesional nuestras lecturas infantiles.

A las profesoras las llamábamos Señora o Señorita, y la nuestra, doña Pilar, era señorita: nos hacía leer y copiar muchos textos de aquel libro, y siempre, para deber, nos mandaba redacciones, muchísimas redacciones...
 

En mi casa la lectura no era plato de primera, pero teníamos un tocadiscos y muchos discos de música y de cuentos. Parecerá extraño, y sin embargo, aquellos singles de vinilo también me enseñaron a leer. Eran rojos e iban acompañados del texto por escrito con ilustraciones a color, de manera que a medida que escuchabas la historia podías leer lo que las voces decían y los dibujos te ayudaban a imaginar. Recuerdo la voz del viejo Geppetto; la de Pepito Grillo, la de Pinocho; la de las tres hadas madrinas de la Bella Durmiente, regalándole a la princesa Sol en su bautizo los dones de belleza, bondad... las narraciones estaban tan bien hechas, ambientadas, llenas de matices, que me hacían creer que me encontraba dentro del cuento, tal vez en el vientre de la ballena que se tragó a Pinocho y a su papá, o quien sabe: en un reino donde todo el mundo dormía por cien años bajo el hechizo de una bruja malvada...

A los siete u ocho años me aficioné a la lectura con los cuentos troquelados de Ferrandis y de Toray: mis favoritos fueron El Gigante Egoísta o la ejemplarizante "petrificación" de El Rey Midas.  Aquellos cuentos costaban doce pesetas. Los Reyes los dejaban sobre la mesa del comedor de nuestra casa, entre otros regalos: El flautista de Hamellin, El gato con botas, Los zapatitos rojos, Barba Azul, Gulliver, Simbad... Las portadas de cartón iban recortadas igual que sus páginas, siguiendo el contorno de los personajes; hasta recuerdo sus colores y sus rostros vivos y alegres.

Habían también unos cuadernillos cuadrados con pocas páginas y muchas ilustraciones. Eran fábulas, y se llamaban: “6 Fábulas de..” Iriarte, Fedro, Esopo, La Fontaine, (no recuerdo ahora algún otro autor), pero de éstos, aún he podido conservar tres o cuatro entre mis pequeños tesoros: La liebre y la tortuga, El jilguero y el cisne, el Astrónomo, El grajo presumido, Las mujeres y el secreto, etc...

¡Todos tenían sus moralejas, y por cierto, qué sentencias! Por ejemplo: "Muchos se jactan de hacer maravillas y fracasan en las circunstancias más ordinarias de la vida". O,  "Quien por avaricia busca poseer más de lo que tiene, se queda a menudo sin nada..." Yo no sé si en aquel entonces entendía algo de aquello, ni siquiera si leía al final de los cuentos las moralejas, aunque ahora me resultan tan, -no sé como decirlo-, ¿moralizantes? ¿educativas?

Ya entrando en la adolescencia, descubrí los libros que mi hermana guardaba en nuestra estantería. Eran las Joyas Literarias Juveniles. Me enamoré de ellas de la mano de Miguel Strogoff. Después me interné en las riberas del Missisipi con La cabaña del Tío Tom, y a continuación salté a las caballerescas tierras inglesas de Un yanki en la corte del rey Arturo, que fue, sin lugar a dudas, quien me aproximó a la posibilidad de viajar en el tiempo, convirtiéndose ésta, desde entonces, en mi mayor afición.

Tal vez una parte de mí se quedó en aquellos primeros relatos inocentes, en los discos de Movieplay, en las fábulas, en los cuentos troquelados, en Valentina, en los Chiripitiflaúticos o en la señorita Pilar, que fue mi maestra hasta tercero. Puede que mi afición a escribir se la deba a todos ellos: a la magia de la niñez, aunque racionalmente sé que no existe tal cosa: pero pensar... qué hermoso sería creer que sí la hubo, que la hay ahora, también. Porque en el fondo, ¿qué es escribir, sino andar por el fino estambre interior, libar su polen y nombrarlo al mismo tiempo?

Como en los discos de cuentos, escuchar y entender las letras de la vida con sus luces y sus sombras: leer  en el caleidoscopio de ese otro libro que nos habla desde el irreemplazable mundo de los sentimientos, siempre, siempre orientado hacia la luz.


María José Martí
Paisajista y Escritora aficionada.





sábado, 14 de marzo de 2015

Ana Medrano Basanta



No recuerdo en que momento aprendí a leer. Para ser sincera ni siquiera me acuerdo de haber aprendido o de las cartillas que utilizábamos para tal fin… Pero puedo asegurar que crecí leyendo.
De niña y adolescente leía todo lo que caía en mis manos, de “Las aventuras de los cinco” saltaba a las novelas que había heredado de mi madre: los cuentos de la Condesa de Segur o las novelas de Louise Marie Alcott; de las obras completas de Lope de Vega pasaba a las biografías -que me apasionaban- de Madame Curie, Marco Polo o Isabel la Católica; de los tebeos del Pato Donald y los golfos “apandadores” a los cómics del Jabato o del Capitán Trueno de mi hermano mayor…
Sin embargo hay dos acontecimientos mágicos relacionados con la lectura que no tienen que ver con todo lo leído pero que supusieron un antes y un después en mi corta vida:
El primero, un día que, con siete años, me colé en el despacho de mi padre y desobedeciendo todas las recomendaciones recibidas me puse sus gafas. Unas gafas de montura dorada, bastante delicada, que me parecían una joya maravillosa y que teníamos prohibido tocar. Lo que descubrí me termino de convencer de lo extraordinarias que eran: ¡Con ellas de lejos se podían leer los lomos de los libros! Aguanté el chaparrón que me cayó cuando mi madre me vio aparecer en la cocina luciendo las dichosas gafas, aunque la evidencia de que su hija pequeña era miope perdida (cosa que corroboró el oftalmólogo unos días después) contribuyó a que me librara del castigo.
El segundo, también por aquel entonces, el momento en que me di cuenta que el texto escrito dentro de los “bocadillos” que aparecían en las viñetas de los cómics o tebeos se correspondía con lo que hablaban los personajes. Hasta ese instante yo primero examinaba los dibujos y después leía los textos. Y ese día, en un segundo… ¡todo cambió! y la magia estalló delante de mis ojos, uniendo palabras e imágenes en un ballet acompasado y revelador.
En ambas ocasiones recuerdo haberme quedado sin habla, pasmada ante las posibilidades que ambos hallazgos suponían para mi pequeño e incipiente universo.
Sólo recuerdo otro momento igual, la primera vez que vi el mar… pero eso es otra historia.


Ana Medrano.
Escritora.


domingo, 1 de marzo de 2015

Elisa Tormo Guevara



(Explicar mi historia con los libros dicen. Como si fuera fácil. A lo que voy, no recuerdo cuándo empezó todo y empiezo a sospechar que es porque siempre han estado en mi vida).

Mis padres siempre andaban con ellos, incluso mi hermano. Así que, aunque en un principio éramos cuatro en casa, enseguida llegaron Rüdiger (un pequeño Vampiro) y Nicolás (el pequeño Nicolás). Mientras, en los estantes, los libros iban engordando y los dibujos de sus páginas dejaban paso solo a la letra. Curioso ¿eh?

Pero si hubo un momento clave en esta biografía fue en uno de esos extensos veranos de la niñez. Meg, Jo, Beth y Amy. Nos llamaban Mujercitas aunque luego llegaron también los hombrecitos y los muchachos de Jo. Visitamos el valle de la Humillación y la feria de las Vanidades y también tuvimos que superar la primera muerte. Pobre Beth.

Y llegó septiembre y lo hizo acompañado del temor de no encontrar unas amigas como ellas. Hasta que alguien me dijo ‘ve a ver a Momo, ella te ayudará’. En ese tiempo (o al menos así lo veo ahora) todo sucedía muy rápido, no habíamos terminado con los Ladrones del tiempo (qué paradójico suena hoy) cuando Bastián me pidió que le acompañara a la vieja librería de Karl. Así fue como conocí a Fuju, Atreyu y Emperatriz. Por cierto, en la película no salían exactamente como yo los vi. Pero bueno, esa es otra historia.

Los años transcurrían, la familia aumentaba (desde Rüdiger habían llegado tantos...) y mi relación con la lectura era cada vez más profunda. Comencé el instituto y me mostraron otro tipo de libros. El pobre San Manuel, imaginaos, bueno y mártir le llamaban. Unamuno y sus nivolas entraron así en mi vida para no abandonarla jamás.

(Al final sí han ido saliendo las palabras...)


Desde la época universitaria han cambiado muchas cosas. Ahora no siempre me emborrono con tinta y paso las páginas deslizando la yema de los dedos por una pantalla. Pero, en el fondo, todo es igual: Werther, Madame Bovary, El Sí de las niñas o Romeo y Julieta. El perfume, El retrato de Dorian Gray, A sangre fría, Cien años de soledad o Los renglones torcidos de Dios. Un mundo apasionante al que poder escapar día tras día sin importar dónde me encuentre. 


Hoy, por suerte, ese amor se ha convertido en profesión. Y mi reto es conseguir que mis alumnos inicien su propia historia con ella. No es fácil, pues como decía Celaya: ‘uno tiene que llevar en el alma un poco de marino, un poco de pirata, un poco de poeta, y un kilo y medio de paciencia concentrada’.




Elisa Tormo Guevara
Profesora de lengua y literatura castellana.




jueves, 15 de enero de 2015

Micky (@poemios)


Recuerdo las mañanas de sábado, cuando esperaba ansioso la paga del abuelo y de mis padres para salir corriendo a la librería y comprarme otro libro de Los Cinco o Los Siete Secretos, de Enid Blyton. Yo tendría nueve años y esa era mi mayor ilusión material. No quería el dinero para otra cosa que no fueran libros y más libros. La lectura era algo imprescindible en mi vida, me llenaba más que cualquier otra cosa. Por aquella época también estaba haciendo un coleccionable, Los Jóvenes Castores, libros muy divertidos y didácticos que iba colocando en una pequeña librería roja de plástico que venía por piezas en las primeras entregas.

Otras lecturas iniciáticas posteriores fueron algunos libros clásicos juveniles como obras de Salgari o Verne; varios de la colección de Anaya Tus Libros -que aún conservo-: El Misterio del Cuarto Amarillo (Leroux), Cuentos de La Selva (Quiroga), Las Minas del Rey Salomón (Haggard), El Mundo Perdido (Doyle), o La Quimera del Oro (London); Astérix o Tintín -cómics que me dejaba mi tío Rafa-, Tom Sawyer y Huckelberry Finn, Ivanhoe y Crusoe, Oliver Twist…

Pero el libro que me inició en la lectura “adulta” me lo recomendó una amiga de la familia cuando yo tenía diez u once años: Flores en el Ático, de V. C. Andrews; este libro trastocó por completo mi pequeño mundo literario de fantasías y finales felices, y me adentré en las historias reales y duras, quizá demasiado joven -aún recuerdo el impacto que me causó-, pero así fue. Poco a poco fueron llegando a mi juventud autores como Tolkien o King, y seguí disfrutando de una de mis mayores aficiones, quizá a la par que la música. Cuando llegó la adolescencia me adentré en la literatura independiente, rebelde: generación beat (Kerouac, Ginsberg, Burroughs), Bukowski, Toyle, Fante; también descubrí a Javier Marías, Borges, Chejov, y tantos otros que aún leo y releo porque ya forman parte de mí, necesarios como el respirar.

Puedo decir que he vivido siempre entre libros y discos, un poco en mi mundo paralelo, ese que tantas veces me ha sacado de la realidad para hacerme soñar y pensar por mí mismo antes de volver a poner los pies en el suelo. Nada me ha sido más útil en la vida que la lectura y la música, sin ellas no habría logrado entender y sobrevivir en este mundo paradójico. Ampliemos horizontes mentales, no dejemos nunca de viajar entre letras.

Micky (@poemios)  
Poeta.


viernes, 9 de enero de 2015

María González Forte


Fui al colegio con tres años, hace casi sesenta. Me mandaron tan pronto porque mi madre ya tenía otra hija y estaba a punto de dar a luz a la que sería mi tercera hermana.

Recuerdo a mi primera profesora, una monja gallega trabajadora y tozuda, como una persona de muchísimo genio y gran carácter. Los niños evitábamos cruzarnos por delante de su mesa por si se perdía algún que otro tortazo. Aún así, cada día teníamos que aparecer por su mesa para leer ma, me,  mi, mo, mu y después "mi mamá me ama". Escribíamos con pizarra y pizarrín. Creo que nunca volví a pensar en esta palabra: pizarrín. Una barrita que arañaba la pizarra y que se limpiaba con un paño húmedo. Recuerdo a Emilia Izcoa,  una niña que lo limpiaba con el borde de la manga, de la que nunca supe nada más, y los garabatos. El sinfín de garabatos rasgando la pizarra, cuando ya sentadas en nuestra silla, nos resarcíamos del miedo pasado sobre la tarima imponente de la maestra. Recuerdo todo lo que cantábamos, lo que jugábamos y los formulismos. La repetición exacta de las frases protocolarias para resolverlo todo: "Buenos días, ¿cómo están ustedes?" Y al unísono: -"Muy bien… "

Lo peor en el colegio, y esto lo aprendí en seguida, eran las chivatas. Las niñas acusadoras a costa de los fallos de las demás. Aprendí a rechazar el chivateo de los compañeros para prosperar, y creo que es de las cosas que siguen permaneciendo en mi interior, tan asidas a mi mente como los cabos de España.
 

Mi segunda profesora fue un regalo a la vida escolar. Dulce, entrañable, cercana, la cara opuesta de la primera maestra. Se llamaba Sor Cristina y un día le dije que cuando tuviera una hija le pondría su nombre. Sonrió pero no se lo creyó. Con ella pasamos el resto del parvulario y salimos leyendo y emocionándonos casi siempre con vidas de santos. Ella las iniciaba en clase y fomentaba nuestra curiosidad. Y nos enseñaba versos. Versos ripiosos que interpretábamos con gestos exagerados y que nos ayudaron a vencer la timidez. Más tarde se atrevieron con los cuentos. Me tocó ser la bruja en Blancanieves. Y recuerdo la representación y a mi madre sentada entre los otros familiares,  sonriendo feliz con mi hermana pequeña en los brazos y a alguien que la felicitaba por mi actuación y le decía, que mi papel era más difícil porque hacía de mala.

Los años transcurrían muy despacio, las mañanas se hacían eternas, comíamos en casa y vuelta al cole. Por la tarde nos enseñaban dos horas más, en las que volvían a machacarse más cuentas, más dictados, más caligrafía. La tinta y el tintero era un premio a lo que mucho antes teníamos que perfeccionar con el lápiz. Y era en las tardes, justo antes de regresar a casa,  cuando todos los niños recogíamos todo y sentados en nuestras sillas, empezaba el rosario, la letanía, los padres nuestros por tal cosa o tal otra y con el mismo soniquete y la casi la misma intención memorística, los cabos de España, los ríos, encabezados por el  Miño "que nace en Fuentemiña provincia de Lugo" y los reyes godos: Ataulfo, Sigerico, Teodorero… Era un aprendizaje basado en la repetición y me sorprende que aún ahora, después de tantas décadas, sigan permaneciendo Fuentemiña, Ataulfo y Machichaco en mi memoria.

Mi madre se compadecía de nosotros y cada día, si no llovía, nos llevaba a una plaza cercana a jugar. Sobre las siete marchábamos para casa: baño, pijama y cena. A las nueve no se oía nada. Antes de dormir,  leíamos algún cuento de la época, donde las princesas además de guapas eran inmejorables y ganaban siempre los buenos. Supongo que si analizara mis primeras lecturas, fluctuarían entre santas y princesas. Con lo que mis sueños se aderezaban entre benditas heroínas que renunciaban a todo para vivir en las misiones bautizando chinitos, o hermosos palacios bailando con el príncipe más guapo del mundo.

¡Esta niña está en las nubes! Qué va. De nubes nada. Soñando despierta y ensimismada con el baile del príncipe del último cuento leído.

Los sábados sin excepción, mi vecina y yo íbamos a una papelería cercana a comprar un tebeo. Estábamos ansiosas por regresar a casa a leerlo. Me recuerdo sentada en el primer escalón que daba al patio, con la misma ropa toda la semana, leyendo juntas. Después, cada una interpretaba a un personaje. Ella elegía primero, al héroe o a la princesa mejor, o al Capitán Trueno… Yo, como era dos años menor y bastante más tonta, me conformaba con ser la segunda, es decir, que siempre tenía un papel secundario. Tantas veces leíamos y releíamos que casi los memorizábamos  y después jugábamos a interpretarlos.

A veces, cada una tenía que hacer varios papeles, cambiando las voces, los gestos, o los trapos que nos colocábamos fingiendo ser un personaje u otro. Y lo mejor fue cuando inventábamos las historias, o mezclábamos cuentos. ¡Inventar historias! Jugar con los personajes. Ahora se encuentran, más tarde algún niño se pierde, lo encuentra un leñador, o un campesino bueno o un hada del bosque… lo devuelve a su madre y son felices para siempre.
 

"Caperucita dispuesta a ayudar a su pobre abuela, se internó por la floresta, mucho tendría que andar, pues tenía la abuelita enclavada su casita en el centro del pinar. El lobo que allí la vio, de pronto se relamió…".

-¡Mamá! ¿Qué es relamer? ¿Qué es floresta? ¿Qué quiere decir "enclavar su casita"?

La lectura nos traía preguntas nuevas y nos empapaba de curiosidad. Con una muñeca vieja, algunos trapos y libros muy sobados encarábamos la vida jugando tan a tope, con tal intensidad que nunca sabía cuando me llamaban para volver a casa, si era para el almuerzo o la merienda. Nunca hubo juguetes teledirigidos, ni PSP, ni raquetas de tenis o pádel. Pero que no hubiera juguetes más o menos sofisticados no significa que no jugáramos cada día de nuestra infancia, que no tembláramos como hojas al viento cuando el abuelo de mi vecina nos prestó como un tesoro, un atlas y descubriéramos en él lo grande que era el mundo. Estábamos creciendo y Caperucita se durmió para planear qué íbamos a ser de mayores, cuántas aventuras nos proponía Julio Verne, o Emilio Salgari. Cuántos acontecimientos viviríamos con Los Cinco y tantos y tantos más con los que entre líneas se leía que la vida merecía la pena vivirse y que en el mundo nos esperaban lugares distintos y maravillosos.

Mamá, ¿qué es… ser mayor y guardar las preguntas porque ya no conoces susrespuestas o no estás tan cerca para responderlas?
 
Entonces llega el amor y remezclas el diario de la adolescencia con los poemas de Gustavo Adolfo, y como un golpe de magia, se cuela El Principito en inglés, traduciéndolo entre todos con la profesora y sorprendiendo hasta a los más duros de la clase. Y, cómo no,  llega Platero bebiendo aguas con estrellas y Los cien años de soledad, y Randal y el rey Gudú… y  Borges, diciéndonos que uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído.

La comunicación con los autores a través de la palabra escrita, me sigue pareciendo cada día un pequeño milagro.



María González Forte
Profesora y escritora.