miércoles, 13 de noviembre de 2013

Luis Carlos Díaz



Hay gente que recuerda con detalle cómo y cuándo aprendió a leer. Gente que tiene recuerdos nítidos, precisos e incluso minuciosos de los silabarios que emplearon en la escuela, de los maestros o familiares que los enseñaron a deletrear, de los compañeros con los que compartieron esos momentos... Confieso que me sorprenden y me asombran este tipo de personas, seguramente porque yo no soy una de ellas. De cuando era chico y analfabeto, recuerdo tan sólo que miraba los tebeos que había por casa imaginando las historias que contaban los dibujos: el mundo era todo mío, y lo creaba y recreaba a cada instante. La historieta podía ser la misma, pero tenía comienzos y finales diferentes según dictase mi fantasía. Hasta que, de repente, comencé a entender lo que decían las palabras. Si me costó mucho o poco tal hazaña, es algo que no recuerdo en absoluto, pero lo cierto es que más que alegrarme por tan enorme logro para un niño, creo que sentí entonces la decepción de perder parte de mi independencia: las historias de aquellos tebeos ya no eran las que mi imaginación había creado; las palabras que leía ya no eran las que yo habría empleado; los detalles los contaban ahora otros, que tenían, además, el poder de entrometerse en mi mundo, hasta entonces tan personal, único e inaccesible.

¿Mereció la pena dejar de ser analfabeto? Pasados los años, reconozco que algunos de los libros que he leído me resarcieron de la enorme pérdida de intimidad que me supuso aprender a leer. Varios de ellos incluso me congraciaron por momentos con el género humano, aunque lo cierto es que sólo algunos, muy pocos en realidad, valieron verdaderamente la pena: sólo unos pocos lograron hacerme volar lejos. Ya sé que puede sonar raro en boca de un filólogo, pero confieso que buena parte de lo que he leído ha sido un lastre o un incordio. No me malinterpreten, ya digo que me alegro de no haber sido analfabeto, pero en términos generales la lectura me ha dado más sinsabores que alegrías. Por cada verbo preciso, por cada frase certera, por cada verso sentido, he leído demasiadas líneas vanas, pretenciosas o ridículas. Y si no temo cometer ahora el mismo fallo que critico, es porque lo que escribo me lo digo principalmente a mí, perdonen la impertinencia. Leer y escribir son actos solitarios, pero sólo al escribir se es a la vez dueño y destinatario de lo que uno piensa. Esa es, en mi opinión, la principal diferencia entre una cosa y otra. De entre estas dos actividades, prefiero sin dudarlo la segunda. La escritura, en definitiva, lo acaba compensado todo.

No sé, pues, ni cómo ni cuándo aprendí a leer, y lo cierto es que esta ausencia de memoria me resulta la cosa más natural del mundo. De hecho, tampoco me acuerdo de cuándo dije la primera palabra, ni de cuándo me vestí solo por primera vez, ni de cuándo me até los cordones de los zapatos sin ayuda. Y si recuerdo cuándo di mi primer beso de amor, es porque me obligué a guardar aquella tardenoche en la memoria: esto no puedes olvidarlo, me dije entonces. Quizás si no hubiera leído en algún sitio que momentos así debían retenerse para siempre, habría hecho lo más sensato: olvidar también aquel instante. Lo maravilloso de escribir, de amar o de vivir es hacer todo ello como si el tiempo pasado no existiera. Ya ven, yo opino que lo que uno cree atesorar en la memoria no es más que la constatación de haber perdido la imaginación o la inocencia; y a eso todavía me resisto... con mi vieja pluma y una humilde hoja de papel.


Luis Carlos  Díaz
Lingüista

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