martes, 25 de julio de 2023

¿Cómo aprendí a leer?

 


Nací y viví hasta la adolescencia en un pequeño pueblo, El Salobral, a 14 km de Albacete, que era una pedanía de esta ciudad.
 
Aprendí a leer con la ayuda de compañeras de aula mayores que yo.
  
Como introducción explicaré cómo era la escuela de aquella época, los primeros años de la década de los 60. En mi pueblo había dos escuelas unitarias, una para chicas y otra para chicos y por tanto había un maestro para los chicos, D. Pedro y en la femenina una maestra, Dña. Isabel. Nuestro patio de recreo era la calle donde jugábamos sin ningún tipo problema durante ese período de tiempo. Para calentarnos teníamos una estufa que se encendía con leña; leña que teníamos que llevar cada uno de los alumnos. Uno de mis recuerdos más vívidos era cuando nos teníamos que tomar (era obligatorio) el vaso de leche enviada por los americanos (leche en polvo que se disolvía con agua). Todavía puedo sentir el olor y recordar el sabor que tenía.
 
En años posteriores, se construyeron escuelas graduadas y las unitarias desaparecieron pero seguimos separados por sexo, incluso en el Instituto.
 
En mi clase había unas treinta niñas de entre 6 y 14 año así que la labor de la maestra era complicada y no podía dedicarse exclusivamente a un grupo. Ponía tarea a las mayores siguiendo la enciclopedia Álvarez y llenaba la pizarra de operaciones matemáticas para las medianas. Mientras tanto, ella siempre tenía en su mesa alguna pequeña leyendo; pero las primeras letras, el sonido de vocales y consonantes juntas nos lo enseñaban las compañeras mayores. Me recuerdo en un banco compartido donde no me llegaban los pies al suelo y siempre con el cuidado de no tirar el tintero colocado en su hueco del banco. Cuando ya éramos capaces de hilvanar sílabas pasábamos a la mesa de doña Isabel y eso era un gran avance. Que yo recuerde, en unos pocos meses fui una de las afortunadas que iba a la mesa de doña Isabel a perfeccionar la lectura.
 
A la vez, en casa, era mi abuelo el que me dedicaba tiempo porque mis padres tenían un negocio que requería pasarse el día trabajando. El abuelo Pepe fue clave en mi infancia porque suplió la falta de atención de mis padres. Recuerdo estar delante de la chimenea, sentada en sus piernas y con él repasando la cartilla casi todas las noches. Le gustaba contarnos historias de su tiempo de juventud, por ejemplo, que en la Segunda República fue cuando más importancia se le dio a la formación de las personas hasta el punto de que, cuando iban a segar, siempre había una persona libre encargada de leer la prensa que tenían a mano, en voz alta, para que los demás se informaran mientras trabajaban. 
 
En casa se le dio más importancia a las matemáticas que a las letras. Por eso, desde muy pequeños, nos enviaban a clases de repaso. Que yo recuerde, allí hacíamos operaciones matemáticas y resolución de problemas aunque también se trabajaba la comprensión lectora. Mis padres nos hacían leer el periódico, que se recibía en casa con un poco de retraso; por eso aprender a leer era tan importante ya que nos facilitaba poder hablar con nuestros hermanos sobre las noticias que no entendías o que te llamaban la atención.
 
En mi recuerdo queda el primer libro de lectura que los Reyes Magos me dejaron cuando tenía 7 u 8 años: “El Quijote para niños”. Doña Isabel me hizo llevarlo a clase y lo fuimos leyendo en voz alta. Me sentí muy orgullosa por poseer un tesoro, así lo consideraba yo, y lo guardé durante muchos años.
Tuve que salir del pueblo para poder seguir estudiando el bachillerato. Cuando volvía en vacaciones mi mayor entretenimiento era la lectura: pasaba horas y horas leyendo todo lo que mi hermano mayor o los hermanos universitarios de mis compañeras me pasaban o sacábamos de la biblioteca. A veces, libros forrados para que no se viera el autor porque estaba prohibido. 
 
La lectura sigue siendo mi mayor afición, mi válvula de escape cuando estoy estresada y mi fuente de reflexión en el día a día.
 
 
Rogelia Córcoles Córcoles
Profesora jubilada de Física Y Química 
 
 
 
 

miércoles, 12 de mayo de 2021

 

 BENDITAS LETRAS 


Una tarde de hace medio siglo mi abuela me enseñó a leer. Veía apenada que siempre llegaba del colegio llorando; adaptarme al molde escolar quebraba mis huesos.

Después de comer y recoger la mesa nos pusimos con la cartilla, guiándome el dedo sobre las letras mientras las iba pronunciando. Luego me trajo cuentos que habían sido de mi madre y me leyó uno.
Cuando terminó le pedí otro y me lo negó.

 —Aprende a leer pá no dependé de nadie y que no te engañen.

Recuerdo que seguimos hasta que tuvimos que encender el flexo. (¿Dónde iría a parar esa luz concentrada con cuello de jirafa dócil?)

No miento si digo que al tercer día fui capaz de leer y comprender lo leído, yendo al colegio más entusiasmada que Champollion con la piedra Rosetta.

Cuando la señorita Encarnación me llamó a la palestra se quedó asombrada. Incluso me cambió la página que me tocaba pensando que la había memorizado.

  —Vaya, W, hoy no estás tan lerda. Espero que sigas así, aprovechando mis lecciones.

 — Me ha enseñáo mi abuelita con loz cuentoz donde aprendió mi mamá.

Estrelló por sorpresa sus nudillos en mi frente de cinco años, sacándome lágrimas, arrebatándome el triunfo.

  —W corrige ese acento. Ya que sabes leer no hables como una pueblerina. Puedes sentarte dos filas más cerca de la pizarra, has salido del pelotón de los torpes.

Me fui, sorbiéndome los mocos, a mi nuevo sitio entre las risas de mis compañeras. Una niña rubia a la que peinaban con tirabuzones, anacrónicos ya en aquel entonces, me recibió soplando la lengua entre los dientes:

  —“Zzzzz!”

Con los años suavicé el ceceo pero jamás perdí mi deje. Soy andaluza, reconocible en cualquier lugar por mi habla; los acentos de cada tierra son patrimonio de la misma y preciada herencia.

Tanto la señorita añosa como las monjas eran creyentes acérrimas de que la letra con sangre entra. Mi abuela usó el señuelo de mostrarme el paraíso que se encuentra en ellas. Y su poder.

Bendita sea.


Dela Uvedoble

Cuentista autodidacta

domingo, 25 de octubre de 2020

María Toca Cañedo

 

¿Cuándo aprendí a leer?

No lo sé. Muchas veces me lo he preguntado ¿cuándo aprendí a leer? Es triste que una de las cosas más importantes de mi vida, sino la más, y no recuerde cuándo ni cómo empezó. Me entristece porque me gustaría guardar ese recuerdo con fanfarria y fuegos artificiales. Imposible, no lo sé.

A veces pienso que debí nacer sabiendo leer, quizá en el vientre de mi madre, de puro aburrimiento por estar encerrada, visualizara las letritas y las aprendiera a juntar. Es posible, tan solo puedo contar que entre nebulosas que cubren el recuerdo más lejano de mi infancia me visualizo con una cinta blanca en el pelo y dos trenzas que prensaba mi madre por la mañana prontito, sentada en una silla bamboleando mis pies porque les faltaba un palmo para llegar al suelo…y leyendo. Leyendo sin parar. Leyendo todo lo que pasaba delante de mis ojos.

Es algo común a mucha gente y sobre manera a las que tenemos este noble oficio de escribir. Nacemos con un libro en las manos, tan pegado que no concebimos la vida sin lectura.

Recuerdo claramente como me sumergía en los cuentos, revistas de cotilleo (que tenía una tía siempre a mano) para reinventarme la vida y soñar con las damiselas de los cuentos llenas de princesitas amadas por príncipes versallescos y caballerosos, así como las luces de las actrices y aristócratas de la época.

Soy hija única y solitaria ocupante de una casa grande con unos padres muy ocupados, por tanto el tiempo se me estiraba hasta hacerse interminable como son los tiempos infantiles ¡quién pudiera tener esa sensación de parada temporal ahora! Cuando no tenía nada que leer me contaba a mi misma historias que casi siempre versaban con un futuro personal glorioso. Protagonista de historias emocionantes, de romances delicuescentes y románticos que me protegían de la soledad y también del desamparo que se da cuando vives casi sola en una casa grande y aislada.

En mi infancia no hubo rayuela, ni bicicleta, ni patines. No por tacañería paterna sino por falta de interés por mi parte. No tendría más de once años cuando compré mi primera colecciona de libros. Eran de lomo negro, lustroso con letras doradas -aun los conservo con veneración- que pagué religiosamente con mi paga semanal. Novelas clásicas francesas. Balzac, Zola, Flaubert, Sthandal, Guy de Maupasant... Lo juro. No es alardeo, porque como bien dicen mis chicos, debía ser una friky total. De esos vientos las sucesivas tempestades…que no todo fue literatura en mi juventud, ¡voto a Bríos!

Luego llegó el internado con su gran biblioteca. Como era chica formalita y buena estudiante (como dije, friky al cuadrado) me dejaban los sábados por la tarde entrar en la biblioteca principal del colegio. Había un sofá de cuero, orejero y mullido en el que me sumergía, dejando que el rayo tímido de sol vespertino acariciara mi cabeza con Stevenson, Louise May Alcott, Dickens, Verne y tantos más que devoraba como hambrienta en esa isla desierta del recinto sagrado que las dulces monjitas me dejaban disfrutar.

Esas tardes eran un regocijo de gozo tan intenso que pasaba la semana esperando el sábado dichoso donde vivir todas las historia que anhelaba vivir.

Quizá fue entonces que se me retorció la mente hasta hacerse imprescindible llenar mi vida de libros. No sé vivir sin leer, no se vivir sin imaginar historias, sin contarme los cuentos de la vida o de mis ansias vitales. Lo de escribir vino rodado, porque una escribe porque ama leer. Y escribe porque no sabe qué hacer con la imaginación que de otra forma la devoraría con afán destructivo.

Pero no sé cómo aprendí ni quién me enseñó. Y mira que me gustaría poder rememorar la magia de juntar letras hasta formar palabras con sentido que debieron herirme para siempre convirtiéndome en una adicta a la lectura. Y adicta a la escritura. Para bien o para mal, soy porque leo. Soy lo que escribo. Y soy porque escribo y leo.



María Toca Cañedo©

Coordinadora de http://www.lapajareramagazine.com

Escritora.



lunes, 30 de marzo de 2020

Mayti Zea Escudero

Con mi hermana en la época en la que aprendí a leer.

A mi madre, quien al contarme tantas veces cómo había aprendido a leer me permitió conservar en la memoria las sensaciones y emociones de aquellos momentos.

 —Chari, la niña ya sabe leer.
 —Eso es imposible: es muy pequeña. Aún no ha cumplido los cuatro años.
 —Voy a la clase por la cartilla y te lo demuestro.

Todos los jueves por la tarde, mi madre organizaba una merienda para las maestras de Parvulitos, Preparatoria e Ingreso. Tenían libre esa tarde porque los alumnos recibían educación religiosa. Y es que nosotros (mi padre, mi madre, mi hermana y yo) vivíamos en el ala sur del tercer piso del colegio ya que mi padre era el director.

El colegio San José y San Estanislao, coloquialmente conocido como “el colegio de la Pescadería” porque estaba frente al muelle, era un centro seglar pero bajo la dirección espiritual de los padres jesuitas y exclusivamente para alumnos varones.
 
El aula de Parvulitos (si no recuerdo mal eran alumnos de 5 y 6 años) estaba muy cerca de nuestra vivienda. Al principio era mi madre la que me llevaba allí porque en casa me aburría; pero pronto aprendí a cruzar una especie de recibidor decorado con unos muebles tipo castellano de patas torneadas y asientos de cuerda que me encantaban, subir dos peldaños, atravesar la clase hasta el fondo y colocarme junto a la señorita Carmen.

La señorita Carmen era una persona especial. Había sido monja, pero se tuvo que salir para cuidar de una hermana delicada de salud. Era dulce, cariñosa y ¡olía tan bien! El tipo de maestra que deja huella y difícilmente se olvida. A veces me daba algún papel para que dibujara, pero la mayoría de las veces me dedicaba a observar y escuchar mientras iba dando de leer alumno por alumno. Así fue como aprendí a leer. De una manera totalmente natural y espontánea. Sin ningún tipo de imposición ni obligación.

Cuando la señorita Carmen volvió con la cartilla, me puso a leer, e iba saltando de página mientras yo recitaba de corrido. Según mi madre aquello fue todo un acontecimiento y yo estaba deseando que llegara mi padre para poder demostrárselo. Como premio, mis padres me obsequiaron con una bolsita de monedas de chocolate: todo un regalazo por aquel entonces.

De aquella época, pero ya un pelín mayor, cinco o seis años, guardo el recuerdo más emocionante de mi vida relacionado con el aprendizaje lector, concretamente con la comprensión lectora. Fue cuando entendí un pequeño texto que había en la contraportada de una cartilla. La historia de una niña que, asomada al balcón, observa la llegada de las golondrinas como preámbulo de la primavera. Desde entonces he tenido una especial predilección por estas aves. Daría mi reino por poder saber qué cartilla era exactamente; posiblemente alguna de las cartillas Álvarez, pero por mucho que lo he intentado no he podido averiguarlo.

Mis primeras lecturas fueron los cuentos troquelados. Me gustaban especialmente los que llevaban un pequeño juguete relacionado con el personaje o la historia: “La ratita presumida” traía una escoba; “El sastrecillo valiente”, unas tijeras de plástico; “El gatito Mix”, un cascabel, “El doctor Hazo” con su fonendo… A principio de los sesenta, juntaba las estampas y los cuentos troquelados de Ferrándiz, mi ilustrador favorito durante mucho tiempo, hasta que a cierta edad ya me pareció de un cursi redomado.

Hasta los 9 años estuve escolarizada en el “colegio de mi padre”, una única chica en clases de chicos durante muchos cursos. Un poco antes de cumplir los 10 entré en Ingreso en el colegio del Sagrado Corazón de Jesús, solo de niñas y perteneciente a la orden de las Carmelitas. Allí estuve hasta terminar el bachiller superior. Me gustaban los libros; sin embargo, tengo muy poca memoria respecto a lo que leía durante todos esos años. Tal vez porque dedicaba más tiempo a jugar o a hacer la cantidad inmensa de deberes que me mandaban y que tanto aborrecía. Solo recuerdo que me encantaban las lecturas de la Historia Sagrada de las Enciclopedias Álvarez, los chistes, anécdotas, citas y otros escritos breves de la pequeña revista de Selecciones Reader’s Digest que llegaba a mi casa puntualmente, algún libro de Enyd Blyton y, por supuesto, ¡tebeos!

A partir de 4.º de bachiller comenzó mi entusiasmo lector: leía todo lo que caía en mis manos. De los libros “obligatorios” (ya en bachiller superior) me impresionó Pepita Jiménez de Juan Varela. Aquella historia de amor que parecía imposible entre un seminarista y Pepita, que encima se iba a casar con el padre de este, me resultó tremendamente sugerente y moderna para la época. Y ¡además con un final de cuento de hadas! A través de las compañeras descubrí a Martín Vigil. Del novelista jesuita leí Un sexo llamado débil y La edad prohibida. Para nosotras, adolescentes en la época franquista, este escritor, con una narrativa moderna y comprometida para la época aunque teñida de sentimientos religiosos, supuso todo un descubrimiento.

Luego llegaron muchos más libros a través del Círculo de Lectores (mi padre se hizo socio pero me dejaba a mí elegir los títulos), de intercambios con los amigos,  préstamos de las bibliotecas; libros comprados, recibidos como regalos… Hasta hoy.

Como gran apasionada de la lectura y consciente de los muchos beneficios que esta nos aporta (no voy a enumerarlos aquí porque daría para otra entrada al blog), durante mi vida profesional no solo intenté hacer de mis alumnos lectores eficaces con la fluidez adecuada y una buena comprensión; sino que desarrollé estrategias para el tipo de lectura que se realiza con el propósito de estudiar y aprender. Y también para esa otra que no requiere calificación ni está supeditada al servicio utilitario de la enseñanza y cuyo objetivo es que los niños descubran el libro.

Educamos a nuestros niños para prepararlos para la vida y la lectura es un pilar fundamental, pues, como muy bien dice Ángel Gabilondo, “el acto de leer forma parte del acto de vivir” o una de las mejores formas de estar vivos.


Mayti Zea
Maestra jubilada.

jueves, 4 de julio de 2019

Patricia Frattini


Aprendí a leer o eso creo en inglés. Esto sucedió en Lima, en un colegio americano, donde estaba viviendo con mis padres y hermanos. Ya sabéis, empecé con las vocales como en todas partes y luego el alfabeto, “ei, bi, ci, di...”. Poco tiempo después con la ayuda de mi madre, a ratos libres fuera del horario del colegio, aprendí a leer español bien o digamos que medio bien. La caligrafía era un tema más arduo pues escribía todas las letras en mayúsculas, después conseguí escribir en cursiva según se exigía en las normas colegiales en España; pero ya mucho después y hasta el presente lo sigo haciendo como al principio, es decir, sigo escribiendo todo en mayúsculas aunque ligadas simulando que es una escritura cursiva, todo un paripé. 

Me encanta todo lo que no sé, todo lo que me cuesta y lo que creo que nunca sabré. De todo eso, de ese esfuerzo con el lío de idiomas, creo que salió este amor inmenso que tengo por las letras, por las lenguas y cómo no por la literatura; de la admiración que tengo a todos los que escriben, los que vivan o no de ello.

Tuve la suerte de estar mucho tiempo en mi primera infancia en casa de mi abuelo en Buenos-Aires en la que había una biblioteca en el primer piso, con muchos muchos libros. Posteriormente sus hijas (mi madre y mi tía) siguiendo ese “delirio de amor” familiar por la lectura, estuvieron muy pendientes de mis lecturas. Les doy las gracias a ambas por haberme inculcado ese amor (selectivo, ¡eh! muy selectivo, puñeteramente selectivo) por los libros. Ellas me iniciaron en ese difícil arte de elegir, de escoger lo que sabían me iba a gustar, lo que merecía la pena para no perder el tiempo con libros que a la larga iba a abandonar (yo nunca he abandonado ninguno) o no me iban a gustar. la clave está en seleccionar esos libros que como decía Borges provocan “el placer de releer”; frase que siempre hemos llevado a gala. Gracias a él por recomendarnos volver a leer lo que tanto nos gustó, gracias por siempre a nuestro genial escritor y compatriota.

Me acuerdo que ellas, las dos vigilantes de mis lecturas, me preguntaban insistentemente los fines de semana a la hora del café ( esa hora prácticamente se convertía en un club improvisado de lectura ) y yo, a mis once años, escuchándolas casi siempre callada y concentrada (estas sesiones me procuraron tener un rico vocabulario). Así que me veía interrogada sin remedio.

―¿Ya lo has terminado?
 ―¿Qué te ha parecido? 
―¿Has empezado ya el de Puck?
 ―Verás lo que te va gustar Kipling o Tagore o Dickens…o el que fuese.

Ellas siempre extendían sus conocimientos hasta el infinito ―el mío, mi infinito― con aquellas memorias prodigiosas... se acordaban de películas con los nombres de los directores, actores y actrices con pelos y señales; se sabían muchas letras de canciones, ―en inglés, of course― se retaban mutuamente... O cuando empezaban a leer algo que yo no conocía ni por asomo; como cuando les dio por leer literatura oriental o temas relacionados con la literatura y cultura asiática como Yukio Mishima. Posteriormente ya conocí a Kawabata y creo que fue cuando ganó el premio Nobel cuando entraron en tropel en mi vida, ―bueno, en mi casa y en ese club improvisado de lectura―, aunque yo no los leía pues era muy pequeña. Menos mal. Posteriormente, y ya de mayor, sí que he leído muchos libros de estos autores.

Con ellas era una presión la que tenía con la lectura. Leía libros a veces por no escucharlas. Gracias, muchas gracias por tanto. 

Después, poco a poco fuimos progresando y yo opinando sobre mis lecturas. Me adentré a la gran literatura en general y años después a la española ―de posguerra en particular― y que ha sido una literatura, sobre todo la femenina de la Generación del 50, que adoro. Esa Barcelona del racionamiento, gris; esas ciudades españolas con unas historias maravillosamente contadas y descritas desde el movimiento del tremendismo español con “La familia de Pascual Duarte” de Camilo José Cela como principal ejemplo, novela que me entusiasmó. Fue este libro con el que se inició el movimiento de tremendas historias realistas, también como el libro “Nada” de Carmen Laforet.

Me gustan mucho también las escritoras Carmen Martín Gaite con su libro “Retahílas”, Ana María Matute y “Los Abel”, Mercedes Salisachs con “La gangrena”, Rosa Chacel, Josefina Aldecoa… Bueno y así poco a poco fuimos llegando a la literatura universal, los grandes libros, las grandes obras, los libros “gordos”, los tochos, los rusos, (era todo un sinónimo); luego, la literatura americana clásica del Siglo XX, Faulkner, Salinger, Steinbeck, Capote, Harper Lee, Hemingway... y nunca nada del irlandés, Joyce. 

Progresando poco a poco con más años y madurez, no muchos más años de los once, cuando empecé a leer libros de “verdad”. El primero que me regalaron “las vigilantes de mis lecturas” fue “Historias de Puck” de Rudyard Kipling, con algo más de cuatrocientas páginas, y que sigo conservando desde entonces. 

Después me fueron introduciendo en la magia de nuestra literatura, la propia, que ante mi curiosidad decían que era pronto para empezar con la hispanoamericana cuando yo quería hacerlo con dieciséis años más o menos. Y en su momento, por fin me encontré con los maravillosos Adolfo Bioy Casares y su inseparable amigo Borges; Vargas Llosa (“Los cachorros”, fue el primer libro que leí de él y poco conocido, un libro pequeño con pocas páginas, casi un libro de bolsillo); Silvina Bullrich o aquellas “Boquitas pintadas” de Manuel Puig; Gabriel García Márquez y su magia total con aquel laberinto de nombres y parentescos en “Cien años de Soledad” o esa “Rayuela” del afrancesado y querido Julio Cortázar. 

Últimamente me ha dado por leer solo en italiano para conocer su mejor literatura sin traducir. En Madrid hay una pequeña librería detrás del Liceo Italiano que es para mí visita obligada, allí se encuentra lo último publicado por las grandes editoras italianas como la Feltrinelli o la Einaudi. He descubierto en estos años a unas maravillosas escritoras como a Natalia Ginzburg, Simonetta Agnello Horby, con la primera novela que leí de ella, “La mennulara” (no sé si tiene traducción en español, en italiano significa “la recolectora de almendras”); y casi toda la obra del escritor Andrea Camilleri; la poesía de Alda Merini, esta poetisa con una historia personalmuy dura, ya que pasó en un manicomio veinte años de su vida; los cuentos cortos de Dino Buzzati, ―que me lo he llevado en muchos viajes largos― me gusta mucho también Baricco o el clásico contemporáneo, Alberto Moravia y su mujer, Elsa Morante con su “Isla de Arturo”, Leonardo Sciascia y tantos y tantos grandes escritores más. Un placer. 

Nosotras tres siempre hemos pensado que cuando no estemos ya aquí, se seguirán escribiendo maravillosos libros que nunca conoceremos... una locura, vamos, una locura absoluta. Este era un tema recurrente que salía de tiempo en tiempo, sobre todo cuando terminaban alguna obra de arte (según ellas) y decían muy convencidas:

 ―¡Qué suerte hemos tenido de poder leerlo! 

Pues bien, teniendo un blog de cocina y estando bastante al día de las opciones disponibles, no tengo libro digital, ya que sigue siendo para mí un placer tener un libro entre las manos, tocarlo y sobre todo, olerlo, ¿por qué será? Siempre siempre los huelo como si fuese un ritual, ¿algo innato? Seguramente es algo que habré visto hacer mil veces a esas dos locas por los libros. Quizá.


Patricia Frattini
Diseñadora gráfica y bloguera.


miércoles, 27 de febrero de 2019

Carlos de Miguel Aguado



A ver, como explicaros que yo estoy aquí de rebote. Y cuando digo aquí, es un aquí con diferentes matices.  Aquí escribiendo en este instante,  aquí apareciendo en este blog y aquí, en este mundillo literario. Pues eso, de rebote. Rebote no en el sentido de que esté de casualidad. Son cosas muy distintas. Si es necesario, lo aclaro. La casualidad es algo que te encuentras sin pretenderlo, una coincidencia fortuita o un parecido razonable. Y no es eso, para nada. Yo estoy de rebote porque reboto, porque soy como una pelota. Y las pelotas rebotan. Así de sencillo.

A mí me gustaba pintar, escuchar a los Eagles y jugar al fútbol. A partes iguales. Lo de leer, como que no. No recuerdo la edad a la que aprendí a leer porque aún no he aprendido. Pero sí recuerdo que me temblaba la voz cuando leíamos en alto en clase y que me trababa cada dos por tres. Tenía miedo a equivocarme y me equivocaba constantemente. Y lo de escribir, como que tampoco. La dislexia y yo, también mantuvimos un cálido romance. La cosa mala es que, entre lo uno, lo otro y lo de más allá, algunas piezas no terminaban de encajar en mi cabeza. 

Los primeros libros que recuerdo nos hicieron leer en el colegio fueron: El Lazarillo de Tormes y Fuente Ovejuna. Logré desarrollar una mirada desafiante frente a la lectura. Más tarde llegaron La Regenta, Fortunata y Jacinta y El Quijote. El divorcio era total. Mientras tanto seguía pintando, ahora ya escuchaba algo de jazz, y mucho fútbol. Esos eran mis auténticos amigos.

Pero en el invierno de 1993, mi madrina me regaló un enemigo por mí cumpleaños. Yo tenía catorce años ya. Se llamaba El guardián entre el centeno. Un magnífico nombre para mi némesis. Y lo peor es que yo sabía que mi madrina me quería mucho. Cogí ese libro con sólo dos dedos de cada mano. Ya había oído hablar de las famosas enfermedades venéreas. Vete tú a saber si… En fin, lo abrí y leí la dedicatoria: 

"Bueno Carlos, no sé si eres aficionado a la lectura, aunque estoy segura de que, si no es así, algún día lo serás (espero…). De todas formas, te regalo este libro ahora; es un libro que hay que leerlo casi obligatoriamente, por lo menos antes de los 18 o 20 años, así que tienes tiempo, ¿no? Para mí fue muy especial. Ya me contarás. Feliz cumpleaños. Pat-1993”

Según lo leía, iba contestándome a mí mismo. ¿Aficionado a la lectura? Más bien, no ¿Algún día lo seré? Déjame que piense… ¿Leer obligatoriamente? He oído esa frase antes. ¿Tiempo, yo? Mucho, sí, pero no para esto.

La cuestión es que, ya os he contado, que soy una pelota y que vivo de un charco a otro brincando. Así que agarré ese librito y salté sobre él. Y cuál fue mi sorpresa cuando, poco después, lo cerré y me había cautivado. Me metí en el mundo de ese muchacho y me encontré muy a gusto a su lado.

Guardé esa mirada desafiante en un armario y la reemplacé por otra, digamos, cautelosa. En absoluto había amor, pero había sospechas. El tiempo pasó y las fricciones continuaron hasta que fui consciente de que mientras leía, podía, además, perder el tiempo aprendiendo. Para mí, un verdadero descubrimiento. Así que comencé a saltar de nuevo, de la física a la etología, de la antropología a la psiquiatría, de la cosmología a la ciencia-ficción. Salpicándolo todo.
 
Y así, seguí rebotando durante largos años hasta que decidí, ya ves tú, que yo también escribiría. Así que, aquí estoy, hundido en un charco que más bien parece un océano del que no puedo salir y me llega el agua hasta el cuello.


Carlos de Miguel Aguado
Astrofísico frustrado.
Hago casas, cuadros y libros.




 

viernes, 23 de noviembre de 2018

Elena Casero Viana


Cuando la memoria no alcanza hasta la infancia, hasta esos años que vamos recuperando con el paso del tiempo, no tengo más remedio que recurrir a los recuerdos de mi hermana, que es como una hemeroteca andante.

Me cuentan que aprendí a leer a los tres años. En mi época, los años cincuenta, el colegio de parvulitos creo que comenzaba a los cuatro años y no era obligatorio. Como la mayoría de las madres no trabajaban fuera de casa, ellas te educaban, te criaban, te mimaban. Entre mi madre y mi hermana me enseñaron a leer en una casa que era, entonces, un caos controlado. Bajo el mismo techo vivíamos mis padres, mis hermanos y yo, mis abuelos y mi tía. Mi casa era refugio y hogar para los familiares que acudían desde el pueblo al médico, a hacer gestiones administrativas o simplemente de visita.

Mi hermana con paciencia y mi madre con su sabiduría construyeron mi mundo de palabras y de música. Mi madre me cantaba canciones antes de dormir y me contaba algún cuento. Yo era niña de poco hablar, tímida, introvertida que pasaba más tiempo observando que hablando.

Las lecturas comenzaron pronto. Descubrí en casa, en alguna estantería, los libros de mi hermana, trece años mayor que yo. Llegué a pensar que comía libros, de tanto verlos entre sus manos. 

Los cuentos clásicos de Perrault, Andersen, los hermanos Grimm llenaron de imágenes y felicidad mis momentos de asueto. Los tebeos que leía mi hermana otros tantos años más. Nunca podré olvidar sus carcajadas leyendo a Rompetechos o El Quijote, aunque parezca una contradicción. Mi padre leía novelas de Zane Grey, de Marcial Lafuente Estefanía, que yo también leía de vez en cuando. Después llegaron los libros de Enid Blyton, o Richmal Crompton que todavía conservo. Siguieron los de aventuras, las historias de Julio Verne, la Isla del Tesoro, Moby Dick, aunque a mí lo que me gustaba era leer las novelas de mayores. 

En el año mil novecientos sesenta y cinco me compré mi primer libro: Platero y yo en una preciosa encuadernación de tapas blancas. Entretanto, yo le cogía prestados algunos libros a mi hermana, libros que ella consideraba que no debía leer porque no eran apropiados para mi edad. Los guardaba debajo de mi ropa y me escondía en el baño para leer hasta que me descubría mi madre. O debajo de las sábanas con una linterna de mi padre para seguir leyendo por las noches. 

Jamás de dejado de leer. Creo que si eso sucediera sería un desastre. Leer me proporciona tanta felicidad como escuchar música, o interpretarla. Leer es soñar, vivir en otros sitios, dentro de otras personas, en otras épocas. No sé entrar en una librería y salir sin un libro en la mano. Comprar uno me proporciona un entrañable bienestar. 


Elena Casero Viana.
Escritora.

martes, 14 de agosto de 2018

Reyes García Doncel

 

Mi padre era de la vieja escuela —ideas que algunos reivindican ahora como modernas—, y opinaba que cuanto más tardaran los niños en ir al colegio, mejor pues lo que debían hacer era jugar, que ya tendrían tiempo de obligaciones. Así que yo no conocí ninguno de los niveles educativos anteriores al obligatorio y, no sin cierta envidia, veía como las otras niñas asistían al colegio con sus babis en las categorías de párvulos pequeños, párvulos medianos y párvulos mayores que así era como en esos años —muy largo me fiáis la fecha—se le llamaba al preescolar.

Por lo tanto mi infancia transcurrió entre palomas, palmeras y estatuas de señores importantes en el parque; dunas, conchas, olas y pinos en la playa; cocina, telas y máquina de coser de mi abuela en mi casa. Aprendí pronto a rastrear las lagartijas en la arena; a descubrir madrigueras de conejos —cuando todavía había conejos en el matorral del bosque—; a asistir a las estaciones en los árboles; y a hilvanar con hilo doble y aguja gorda los retales que caían alrededor de la máquina de coser. Pero lo que mi padre pretendía se cumplió solo en parte, porque siendo la más pequeña de la familia, era una candidata perfecta para que mis hermanos jugaran al colegio, cuando volvían del suyo, y en un cuaderno con rayas azules me enseñaron las letras, las sílabas, a leer algunas palabras sencillas, y por supuesto los números.

Con este escaso bagaje académico, y una absoluta falta de saber comportarme en clase — tengo en mi retina la imagen de aquella primera seño chillándome porque no me sentaba nunca en mi sitio—, entré en primero. Las notas entonces eran mensuales, y el primer mes solo me calificaron dos materias: Lengua con un 2 y Matemáticas con 1. En el resto aparecían en blanco, por lo visto no tenían suficientes datos, o yo estaba todavía demasiado salvaje para encuadrarme en los casilleros. Esas dos notas destacaban aún más por lo solitarias, mientras yo miraba con envidia el boletín completo de mis compañeras.

Pero esta situación cambió rápidamente: las letras se agruparon en palabras y éstas en frases con significado. El segundo mes mis notas ya fueron completas, y desde entonces el mundo de los tebeos primero, y el de los cuentos después, se abrió ante mí. Todos los domingos después de misa mi madre me compraba un ejemplar de una colección de tebeos —que ahora no recuerdo el nombre— donde las niñas tenían ojos grandes, abundante pelo largo, se vestían de hadas o princesas, incluso lo eran, en un mundo rosado y luminoso. Sí, absolutamente sexista. Muy incorrecto. Imagino que algo de eso se me habrá quedado en el subconsciente y por eso me gusta dormitar con las imágenes de películas románticas alemanas de fondo… Después pasé a los cuentos étnicos, de los que recuerdo especialmente los rusos por lo exótico de los paisajes y las vestimentas; tras ellos vinieron los de autor: Andersen, Perrault, Grimm… que mis familiares me regalaban en cada festividad escogidos del folleto del Círculo de Lectores; más tarde, me devoré todos los Julio Verne —recuerdo especialmente “Viaje al centro de la Tierra”, que he utilizado incluso en mis clases del instituto para explicar Geología—; y los del gamberrísimo Guillermo Brown, siempre presente en la biblioteca de mis hermanos. Ya entonces la lectura conseguía absorberme tanto que leía hasta la madrugada, con la consabida riña de mi madre desde su habitación para que apagara la luz, y empezaba mis primeros pasos como escritora con cuentos de sirenas, que vivían en islas escondidas, que tenían un castillo mágico, al que llegaba en su nave un apuesto marinero.

Metidos ya en la pre adolescencia, mi mundo literario lo ocupó hegemónicamente Enid Blyton en su vertiente más dinámica con las aventuras y misterios de Los Cinco y el Club de los Siete Secretos, y en la faceta de intimidad femenina con la vida de las colegialas en Torres de Malory. Cumplieron su función durante unos años, pero pronto fueron sustituidos por Pearl S Buck, Mika Waltari y Agatha Christie; y en cuanto empecé a platearme ¿qué hago yo aquí?, ¿por qué todos tenemos que seguir las mismas órdenes? y demás preguntas intrínsecas a la adolescencia, por autores de carácter más filosófico como Herman Hesse —“Sidharta” y “El lobo estepario” fueron mis libros de cabecera durante un tiempo—, y otros que pretendían serlo: “La muerte está en el camino”, “Cierto olor a podrido” del cura vasco Martín Vigil, o el “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach. La poesía de Rabindranath Tagore, García Lorca, Miguel Hernández y Pablo Neruda ocuparon por derecho propio mis estanterías y mis pensamientos durante aquellos años.
   
Desde mi juventud he leído casi todo lo que caía en mis manos —en una época mucha literatura femenina, en otra sudamericana—, y ahora también escribo intentando imitar, lo mejor que puedo, a mis ídolos, porque una es el resultado de  las personas que ha conocido, las ciudades que ha visitado, y también los libros que ha leído.

Los libros me enseñan, me acompañan, me consuelan, me emocionan. Si por una situación extraña tuviera que elegir entre no poder escribir o no poder leer, escogería con mucho dolor lo primero. Los libros fueron, son y seguirán siendo, compañeros imprescindibles en este viaje que se llama vivir.


Reyes García Doncel 
Profesora y escritora.

  

miércoles, 2 de mayo de 2018

Maite Nuñez


Mi sustancia es la lectura. Los libros han sido y son tan importantes en mi vida que he llegado a pensar que nací ya sabiendo leer. Esto, obviamente, no es así, de manera que sitúo mi aprendizaje de la lectura a eso de los tres años, en casa, antes de ir a la escuela. En el colegio, mi primera profesora de parvulitos, a mis cuatro años, fue la señorita March, una anciana (o al menos yo la veía así) que se quedaba dormida en mitad de la clase, así que no sé cuánto en ese aprendizaje le debo a ella.
La infancia representa ese territorio sagrado que es inicio de todas las cosas. Es también un territorio de formación, pero con sentido en sí mismo (no únicamente de transición hacia la edad adulta). La infancia también es esa etapa de la vida en la que se crece más, a pasos agigantados. Y en ese crecimiento tiene un papel fundamental la lectura. Yo no puedo pensar en mi niñez sin libros. Una es producto, entre otras cosas, de sus lecturas.
Si una cosa caracteriza la niñez es la curiosidad y no se me ocurre ninguna manera mejor de saciar la curiosidad que la lectura. Yo era una niña enormemente curiosa, en el mejor de los sentidos de la palabra. Los primeros libros de los que guardo recuerdo fueron algunos cuentos clásicos (recuerdo haber tenido una edición fantástica de El castillo de irás y no volverás, así como de otros cuentos, que ignoro donde fueron a parar, desgraciadamente). Mi enorme suerte fue que hubiera libros en casa. No tengo gran conciencia de cómo se formó nuestra pequeña pero estupenda biblioteca, nutrida con clásicos rusos, franceses, españoles, anglosajones.
Sí recuerdo, en cambio, que mi padre me compraba libros de Enid Blyton, que triunfaba en aquellos primeros años setenta (entre mis seis y mis diez años, diría). Curiosamente, no eran los libros de Los cinco -los más famosos de la autora- sino de otra serie, la protagonizada por Los siete secretos (otro hervidero de misterios y pasteles de jengibre). En todo caso, se trataba de libros “apropiados” para mi edad que sin duda fueron el caldo de cultivo para que con diez años escribiera los primeros capítulos de lo que tenía que haber sido una novela titulada “Chin y Chon y el misterio del niño desaparecido”. Creo que nunca la acabé.
Muy pronto (digamos, entre los diez y los doce), sin embargo, ese universo de niños jugando a ser detectives se me quedó corto y empecé a explorar de manera casi clandestina todos aquellos libros que desde las estanterías de casa me susurraban “léeme”. Creo que lo hacía sin mucho criterio, casi siguiendo más el orden de colocación de los volúmenes que otra cosa, en mi ansia por leer, que era mi ansia por saber. Libros de aventuras como los de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra y otros clásicos del autor francés, pero sobre todo tuvieron gran importancia en mi formación lectora Dos años de vacaciones y Miguel Strogoff. También otros clásicos como Historia de dos ciudades y Oliver Twist, de Dickens o El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, por decir algún título.
Así que fui correo del zar en Siberia, náufrago en una isla del Pacífico, viví “el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura”, fui huérfana en Londres y estuve encarcelada en el castillo de If. Aprovechaba los mediodías, después de comer, para ponerme en esas pieles. Llegaba al colegio con el tiempo justo.
Mi padre me había advertido de que algunos libros de los que teníamos no eran adecuados para mi edad (aquellos diez o doce, tal vez hasta los catorce, cuando mi padre murió y dejaron de entrar libros en casa), y eso bastó para que, como en un acto delictivo, leyera el Decamerón y Las mil y una noches y un volumen muy grueso de novelas picarescas (La vida del Buscón, el Guzmán de Alfarache y varias más).
A partir de los quince, cuando empecé a recibir anualmente mi beca de huérfana para estudiar bachillerato, me acostumbré a hacer mis propias compras de libros. Y hasta la fecha. Uno de los primeros libros que recuerdo haber comprado yo es uno cuyo poso ha quedado para siempre en la recámara de mi memoria: Rojo y negro, de Stendhal.
Creo firmemente que la lectura crea experiencia y que incluso podríamos definirla como un acto de amor. Un acto de amor también es recomendar libros a los niños y proporcionarles lectura. Y en parte creo que tuve una infancia feliz porque pude leer libros. En definitiva, tanto entonces como ahora, leo para vivir otras vidas, para alimentar mi imaginación, para entrenar el cerebro, porque combate el estrés, ayuda a dormir mejor, porque amplía tu perspectiva del mundo, porque para escribir hay que haber leído mucho.

Maite Nuñez
Escritora




martes, 1 de mayo de 2018

Diana Marina Gamarnik


Estoy convencida de que a lo largo de la vida se pueden cambiar muchas cosas de la personalidad. Suavizarlas, mejorarlas o transformarlas por completo. Aunque hay algunas que, por lo menos en mi caso, nunca logré modificar ni un ápice. Soy muy curiosa y ávida de todo. Y además me aburro muy rápido. Excepto… 

En septiembre de 1966 yo tenía cinco años y el jardín de infantes me aburría. Mi mamá me había enseñado los números, y con ellos jugaba a sumar y restar. Los escribía acostados porque no sabía cómo hacerlo bien, pero recuerdo que me encantaba hacer cuentas. Hasta que quise saber más. Entonces mi mamá comenzó a enseñarme las letras y me mostraba los titulares del diario (en mi casa siempre se compró el diario) para ver si las reconocía.

A la vuelta de casa, en la calle Villegas (muchas cosas sucedieron en mi vida en esa calle), vivía una maestra particular. Era muy joven y se llamaba Mabel. Mi mamá le preguntó cómo podía hacer para que yo aprendiera a leer y ella le recomendó un libro de lectura del que nadie recuerda el nombre. Me lo compraron en el mes de octubre y cuando lo tuve en mis manos, mi felicidad fue infinita. Mi mamá me contó que el primer día leí sola hasta la página 21. Tal era mi avidez.

Después decidieron mandarme con Mabel para practicar (y para que no me aburriera). Las dos nos sentábamos en una mesita que estaba al lado de una puerta que daba a la cocina y nos pasábamos el rato leyendo juntas libros de cuentos para niños con muchos dibujos y pocas palabras. 

En noviembre de ese año, al cumplir los seis, ya sabía leer y hacer cuentas. Lo que no sabía era escribir o, mejor dicho, lo hacía con mis propias reglas, y dibujaba garabatos incomprensibles, absolutamente convencida de que decían lo que quería que dijeran.

Justo en esa época se había establecido que, por la falta de matrícula, se podía inscribir a los chicos de cinco años en primer grado. Mi papá y mi mamá pensaron que era una pena que yo no pudiera aprovechar esa posibilidad y que, como ya sabía lo que se enseñaba en primer grado, quizás convendría que entrara directamente en segundo grado. (Lo que no sabían es que no solo se aprende a escribir, a leer y hacer cuentas en primer grado, se aprenden muchas cosas más que yo no supe, pero esa es otra historia). 

En marzo de 1967 encontraron una escuela nacional en Lanús, la Nº 69, cuyo director (recuerdo que se llamaba Daniel Olmedo y que era muy simpático) aceptó que empezara segundo grado directamente después de que me tomaran un examen que aprobé a pesar de mi letra horrible.

En agosto de 1967, para el Día del Niño me regalaron la colección completa de los libros de Monteiro Lobato. Eran veinticuatro tomos encuadernados en una especie de cuerina roja con las letras de los títulos doradas y las caras de los protagonistas, Naricita y Perucho, también en dorado. Si se compraba la colección en un solo pago, venía de regalo además un bibliotequita de madera.

Ese recuerdo no necesité que me lo contaran. Todavía siento la emoción que me atravesó el cuerpo esa tarde en la que llegué de la escuela y descubrí que todos esos libros ordenados estaban esperándome. La avidez me hizo agua la boca y sentí mucho placer, algo que mantengo hasta el día de la fecha ante un libro nuevo.

 –¿Es para mí? ¿Es toda para mí?

 –Sí. Para que no te aburras. 

Esa misma noche mi mamá empezó a leernos a mí y a mi hermano menor el primer tomo de la colección, Las aventuras de Naricita y Perucho. A la semana le dije que quería probar leerlo sola. Y así empezó una tradición que nunca me abandonó: leer en la cama antes de dormirme. Incluso, a veces lo hacía con el velador escondido debajo de las sábanas para que no se dieran cuenta de que me quedaba leyendo hasta tarde.

En noviembre de 1967, cuando cumplí los siete años, lo terminé. Había terminado de leer mi primer libro, esta vez con muchas palabras y pocos dibujos. 

Y supe, sí, a mi manera infantil y como podía, que al leer me había convertido en la dueña de un tesoro y que no me aburriría nunca más. 

Luego a los nueve, apareció en mi vida Mujercitas, de Louise May Alcott, y con ella, la colección Robin Hood, con sus entrañables tapas amarillas. Mis preferidos eran los libros en los cuales las chicas eran las protagonistas, no importaba en qué época transcurrían, pero debía haber chicas. Sin saberlo, empezaba a sentirme parte de esos libros, a creer que eran solo para mí y a descubrir gozosamente que, luego, podía compartirlos. De estas dos experiencias fundacionales, me quedó una especial atracción por las colecciones: saber que sus historias no terminaban, que había otro libro esperándome, me generaba una sensación especial: más tarde supe que era la voluptuosidad de esperar algo que estaba a mi alcance, que ya iba a llegar. 

Después a los once años, durante una tarde en la que estaba muy aburrida y había terminado todos los libros infantiles que estaban a mi disposición, encontré un libro sin tapas en la biblioteca de mi casa. Pude descubrir que era de la colección El Séptimo Círculo, pero nunca supe su nombre, además de la tapa también le faltaban algunas hojas, empezaba en la página 17. Era una novela policial de la cual recuerdo que descubrieron al asesino porque era un ciego que había “mirado” hacia abajo desde lo alto de una escalera, por lo tanto no era un ciego y sí el asesino. A partir de este libro, se abrió en mí una pasión de coleccionista de novelas y cuentos policiales, de todas las épocas y estilos, que continúa hasta la actualidad. 

El cuarto acontecimiento sucedió a los doce con La Adorable Revoltosa, de Enid Blyton, que no solo incrementó mi avidez por las colecciones, sino que también me regaló algo para siempre. Reconozco que las veces que pude ponerlo en práctica fueron muchas menos de las que hubiera querido, pero de todos modos sigo insistiendo… No recuerdo la frase con exactitud, pero decía algo así como que ser valiente no es no tener miedo, sino enfrentar la vida con todos los errores que uno puede cometer, que ser orgulloso no implica mantener una posición para siempre; si uno está equivocado, es posible cambiar o al menos intentarlo. La protagonista del libro llega a esta conclusión mientras se está hamacando en el parque de su escuela y también, desde entonces, las hamacas pasaron a tener un papel muy importante en algunas circunstancias de mi vida. Amo hamacarme muy alto, tan alto como me siguen llevando los libros.


Diana Marina Gamarnik
Correctora, editora y redactora.