jueves, 23 de octubre de 2014

Carmen Camacho


En los primeros recuerdos que guardo de las letras, Carmencita no sabía leer. No sabía leer  y ya estaba intentando escribir. La hija de Leo —premonitorio nombre— había abierto una “miguilla”, que así llamaban a cierta suerte de guarderías provisorias, diletantes, furtivas, habilitadas en cualquier garaje, donde a cambio de poco dinero una muchacha cuidaba a la recua de nenes, en este caso de un barrio jornalero en un pueblico de Jaén, que aún no teníamos edad para ir al colegio. Carmencita en la miguilla, el cuerpo volcado contra la mesa, la incorregible lengua fuera —se me continúa escapando cuando algo me exige mucha atención—, el lápiz apretujado en la mano izquierda. Trataba de hacer la “o”. Oes inestables, aproximadas, demasiado temblorosas. José Antonio, creo que se llamaba aquel niño con Síndrome de Down. Yo miraba fascinada su papel. José Antonio sí, José Antonio sí que sabe hacer las oes realmente bien.

En los primeros recuerdos que guardo de las letras, Carmencita no sabía leer. Tirada en el suelo bocabajo, miraba la portada de aquella revista, un Teleprograma de entonces con Heidi ocupándolo todo. Yo era Heidi, claro, era Heidi libre por la sierra, buenagente, víctima y dulce rebelada contra su institutriz, tenía mi abuelito y un pájaro: necesitaba saber urgentemente qué ponía en aquella portada, al lado de mi estampa.

No recuerdo mi cartilla, no sé dónde me dieron de leer. Recuerdo en su lugar un libro que me parecía maravilloso; se llamaba “Ya leo”. “Ya leo”: toda una advertencia retadora. El “Ya leo”, cuanto más lo leía más me gustaba. Lo guardaba en casa amiga, la de mi abuela, en cajón amigo, el de los juguetes.

A continuación aprendí a leer música, la clave de sol. Mi primer recuerdo con las notas musicales vuelve a ser escribiéndolas, sobre el pentagrama, mientras las intentaba cantar. Mi primera letra, la “o”. Mi primera nota, un “la”.

Los libros primeros y preferidos de Carmencita, los que guarda mi recuerdo, eran uno de Pipi Calzaslargas, insumisa y pelirroja (yo era Pipi, claro), El hada acaramelada de Gloria Fuertes y uno viejísimo de cuentos con algunos dibujos, no demasiados, a una sola tinta. A aquellos dibujos les hacían falta colores. Odiaba el amarillo. El amarillo no se ve bien a la poca luz de las tardes de invierno. Desmoñaba los rotuladores contra el cuento, “pero quién, quién se habrá inventado el amarillo”.

Y tebeos. Mi madre me prohibía leer tebeos, “porque con los mortadelos miras los dibujos en vez de leer”. Aquella respuesta me escandalizaba, delataba su profundo desconocimiento del que para mí era todo un género literario. Por supuesto, me los leí todos.

El castigo recurrente que recibía Carmencita por portarse mal era limpiar el polvo del salón. Mala idea, porque allí estaban los libros. Sé de memoria aquellas portadas, el color de aquellos tomos, el peso de cada volumen voluminoso de la Enciclopedia Larousse. Como muchas otras, aquella biblioteca escueta trasminaba las ideas, regalos o préstamos fortuitos, gustos y pretensiones de mis padres. Por parte del viejo había libros de misterios insondables: avistamientos de ovnis, secretos incaicos, caballos de Troya y sábanas funerarias como la santa de Turín o la del Che en Bolivia. Las novelas de tiros parecían no merecer balda, pues se apilaban por decenas sobre su mesilla del dormitorio. La aportación de mi madre eran los libros gordos adquiridos en Círculo de Lectores o en su paso por Salvat como comercial vehemente. A mí, que no había visto otra en mi vida, me parecía regularcilla aquella biblioteca. Pero me gustaban, eso sí, los muchos títulos (El hombre de Apulia, Edad Prohibida, Ha estallado la paz, Los cipreses creen en Dios), los cuentos Un señor muy viejo con unas alas enormes o El ahogado más bello del mundo, de un tal García Márquez; el libro, también de misterio, intitulado “El parto y el puerperio” y las fotografías de aquel libro de pastas duras: Tú, esa desconocida. “¿Yoooo?”, me preguntaba. Y Carmencita volvía a abrir los ojos y el libro de par en par.

En aquella biblioteca y su estrecho y cuestionable catálogo adquirí estas maneras de pobre que tengo a la hora de leer y de las aún no me he sabido desasir. Sucede que entiendo (demasiado) que no todos los libros me gustan, que no tengo opción de tener tantos y, entonces, cuando llega a mis manos EL LIBRO, así con mayúsculas, me recreo tanto en él que acabo por aprendérmelo de memoria. Suelo ser extremadamente lenta en leer los libros que me gustan: para que no se me gasten. Cuando ya los he leído, los vuelvo a leer. Y así, sin quererlo, los acabo haciendo míos. Me pertenecen a mí casi tanto como a su autor.

Un día llegó a mis manos un libro nuevo, El jardinero de Rabindranath Tagore, traducido con todas las jotas de Juan Ramón Jiménez. Creo que ya entonces me di cuenta de que mi lectura siempre sería aún más lenta, repetida, viciosa, y que los libros que lograban darme el asombro y placer de aquella primera vez entre jardines y carruajes venidos de Oriente en las palabras de Tagore me iban a acompañar durante toda mi vida. Por cierto, perdí o presté El jardinero.

Todos tenemos alguien a quien dar las gracias por enseñarnos y darnos de leer. En mi caso, se llama Salud. A mi tía Salud, a quien tanto tiempo hace que no veo, debo la nota “la”, la palabra “caz” que escribió en mi cuaderno cerca de una acequia y aluciné, las ceras de colores, algunas respuestas libres, todas mis primeras lecturas importantes, Tagore included.

No recuerdo mi cartilla, no sé dónde me dieron de leer, decía. Pero sí recuerdo a otros aprendices: a mi hermana Luisa, ocho años menor que yo, con su cartilla Micho, y mi madre o yo misma dándole su merienda diaria de letras, sílabas y palabras. Ella ahora es maestra, y los niños aprenden enamoradamente a leer con ella; a mi hermana Luisa y también recuerdo a otra persona: un chico al que conocí hace algún tiempo. Además de guapo, aquel amor mío era bien listo: me contó que a los tres años ya leía perfectamente; su hermano le enseñó. Parece que lo estoy viendo, yendo con su sillica a la miguilla, pues también él se crió en esas clandestinidades lectivas. Yo no estuve allí con él, claro, ni siquiera había nacido cuando ese muchacho fascinaba a la madre con su precocidad lectora. Yo no lo vi leer hasta cuarenta y tantos años después de aquello, una tarde de sábado, sentado en mi mecedora con un pequeño libro de género epistolar. Pero recuerdo a aquel niñito lector de tres años, sí, perfectamente. A veces recuerdo lo que yo no viví sino a través de otros.

—Por cierto que a Carmencita nunca la llamaron Carmencita. Tenía el prolongado y estricto nombre de Carmen María. Es como si a Heidi la hubieran llamado siempre Adelaida. Pero mi viejo era idéntico al de Pipi (además, me llamaba Carmenchu). Y yo siempre estoy a punto de irme a escribir a la isla Taka Tuka.


Carmen Camacho. 
Escritora.

martes, 21 de octubre de 2014

Xenia García


 "[...] lo que debemos tener son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro". Fran Kafka

Hay dos cosas que me hacen sentir plena sin padecer una pizca de sonrojo por todo lo que no soy: bailar y leer. Con sólo tres años comencé a ir a la escuela francesa, un lugar del que aún me quedan recuerdos ocultos que a veces aparecen en sueños o me sorprenden al oír alguna canción. Aprendí durante aquellos años a bailar observando en el recreo a otras niñas. Soy de las que mira primero -en solitario- y sólo cuando siento el empujón de la necesidad, entonces me lanzo. Supongo que es el miedo al ridículo. 

Con la lectura fue algo parecido. Aprendí a hablar y leer en francés sin mucha dificultad. Aún guardo cintas de casetes grabadas con una verborrea entusiasta gutural. Pero cuando cumplí los seis años cambié de colegio y mis compañeros leían en castellano con una fluidez que hacía sentirme diferente. Creo que mi vida empezó en primaria porque de la época anterior apenas guardo recuerdos. No tengo constancia de que me leyeran cuentos antes de dormir, aunque historias escuché muchas. Si pienso en cómo aprendí a leer me viene a la memoria el miedo a no saber. A mi padre mostrándome la b con la a, ba; la c con la, ca; la p con la e... Y de pronto una palabra. Una frase. Un camino. Un mundo. "Lee la palabra completa en tu cabeza y, mientras la sueltas poco a poco, corre a la siguiente" me decía. Así perdí el miedo a leer en público y a no sentir pavor por los silencios.

Cada mañana caminábamos durante media hora para ir al colegio. Mi hermano, mi madre y yo. Y durante el trayecto practicaba en silencio el ejercicio que me enseñó mi padre y que borraría cualquier inseguridad con los textos. No recuerdo cuándo comencé a leer para tener otras experiencias, para vivir otras vidas. Pero cerraba la puerta de mi habitación para dejar de ser yo misma sin arriesgar demasiado. Para encontrar respuestas. Para conocer otras preguntas. Los libros me enseñaron poco a poco a detener el tiempo. A acelerarlo. A viajar sin destino.

Mi primera colección fue la de "Los cinco en acción", regalo de mi tío cada vez que volvía de Barcelona para visitarnos. Aún la conservo. Con 10 años escribí mi primer cuento: "Las aventuras del mono Kuki". Descubrí que las palabras también servían para inventar historias y que escribir me ayudaba a pensar y a pensarme.

En la adolescencia me hice adicta a las novelas de José Luis Martín Vigil, que me provocó una especie de ataque de catolicismo. Sus moralejas me impresionaron poco y duraron aún menos, y aunque todavía recuerdo con mimo a Beatriz, un caso aparte, comencé a serle infiel con otros autores como El Gabo, Cortázar o Isabel Allende. Escribí entonces mi primera nouvelle sin saberlo.

Retrasé el primer beso hasta casi los 18 años anhelando la perfección de todas aquellas palabras bebidas y —aunque no defraudó— abrió la puerta a la curiosidad por la experiencia. Me enamoré del hermano de mi mejor amiga y durante un tiempo —poco— me sentí novela. Aquello me gustó y a partir de entonces comencé a pedirle a la vida algo más que el mero papel de espectadora. No me resigné a un aprendizaje en blanco en negro.

El relato primigenio en el que fui protagonista me lo escribieron con 20 años. Venía del otro lado del Atlántico en un idioma que no era el materno y con cada misiva aprendí que es posible acariciar las palabras y sentir su tacto. Que existe otra forma de leer y mirar la vida a través de palabras ajenas. Es lo que intento desde entonces. Fui devorada por el género epistolar y guardo como un tesoro las cartas recibidas durante mis 39 años.

En la madurez adquirí el hábito de fechar cada libro que llegaba a mis manos con la firme creencia de que somos lo que leemos. Somos lo que nos leen. Lo que escribimos. Y que cada texto abandona en nosotros su germen cuando lo desmenuzamos. Hace un tiempo —no tanto— me reconcilié con la vida y con la lectura. Conocí a alguien que me abrió pórticos y ventanales. Me leyó cuentos que me permitieron soñar de nuevo sin renunciar a la honestidad de las palabras y he retomado la pasión por escribir sintiéndome lo que soy en compañía. La primera vez en la edad adulta que leí en voz alta un texto escrito por mí misma fue como mirarme a través de un ojo de buey que me permitía tomar una nueva bocanada de aire fresco. Por eso de tarde en tarde sigo abriendo esa pequeña compuerta de vidrio para que me provea de otras miradas. Y para que rompa ese mar congelado que todos tenemos dentro.

Xenia García.
Periodista y escritora.

sábado, 4 de octubre de 2014

Santiago Pérez Malvido


Cuando yo era chiquito tenía que ir andando a la escuela. Casi todo el camino estaba protegido por una veranda que nos resguardaba a mí y a mis hermanos de la lluvia y la persistente humedad de las mañanas de una ciudad portuaria del sur. Era una distancia de un kilómetro y medio o dos kilómetros, por calles bien asfaltadas y flanqueadas de pequeños arboles de hoja perenne, recorrido por otros niños que iban a la escuela como nosotros, algunos con sus padres, otros solos.

Era el segundo colegio al que íbamos. Del primero, cuyo edificio, el chalé de San Luis, aún se conserva en pie, no recuerdo a ninguno de mis maestros, pero del segundo sí guardo en la memoria a don Francisco de Paula, su amabilidad y su paciencia. Supongo, no sabría decirlo con exactitud, que fue  el primero ­ —o el segundo— que me enseñó a leer.

Sin embargo, leer, lo que se dice leer un libro, es algo que me inculcó mi padre algunos años más tarde. El trabajaba en la mar, en un barco pesquero y solo estaba en tierra tres días de cada veinticinco, y a menudo lo extrañaba. En esos tres días pasaba con nosotros todo el tiempo y le acompañábamos cuando iba al almacén de ultramarinos a encargar víveres para la marea o a comprar jabón para afeitar o a afilar la navaja de pescador que siempre llevaba en el bolsillo ­ —a veces, en la mar, cortar una red te puede salvar la vida.

Una de esas tardes paseábamos por la calle Ancha de Cádiz, en la que entonces estaban los almacenes Galerías Preciados, ya desaparecidos. En la puerta siempre había un expositor con libros usados y de ocasión y mi padre ­­ —que tenía dos nombres, Vicente y Santiago, aunque esa es otra historia­— curioseaba hasta escoger uno o dos que luego le veía meter en la bolsa de ropa que se llevaba al barco, que no sé por qué misteriosa razón siempre zarpaba a medianoche. 

Esa imagen no la olvidé nunca y es posible­ —la memoria es a veces un invento, un deseo o una frustración— ­que ese hecho me hiciera acercarme a los libros, a leerlos, como una manera de tener a mi padre cerca de mí cuando no estaba. Luego vino lo que le pasa a todo lector, que un libro lleva a otro y el placer de la lectura se conserva para siempre. 

Aún conservo varios de esos libros usados, amarillentos y alguno en un estado bastante precario. No todos los he leído. Los guardo para cuando, ahora que definitivamente ya no está con nosotros, necesite tenerlo de algún modo cerca de mí.

Santiago Pérez Malvido.
Periodista.


domingo, 21 de septiembre de 2014

Antonio Darriba Pinilla



Yo aprendí a leer con arañas, elefantes, iglesias, ojos y uvas de la cartilla Palau. Ni muy pronto, ni muy tarde: nunca fui de los que destacó académicamente hablando. Y además reconozco que leer me aburrió muchísimo, salvo los tebeos, hasta los catorce años cumplidos.
Mi primer libro inacabado es de cuando cursaba quinto de EGB, y se titulaba “Nube de Noviembre”. Algún día lo buscaré y me enfrentaré a él. Pero es cierto que en parte a él le hago responsable de mi animadversión a las lecturas escolares. ¿Por qué no había libros divertidos en el colegio? ¿Por qué eran todos tan soberanamente aburridos? Curiosamente, o quizás por eso mismo, me entró el gusanillo por la escritura. En sexto de EGB escribí mi primera obra de teatro y se la enseñé a mi profesor de lengua, Don Dimas. Se la dí para que la leyera y me diera su opinión. Y él se lo tomó en serio: fue una crítica atroz. Escribió con bolígrafo rojo los distintos aspectos que consideraba oportunos: “Estructura: mal”, “Argumento: mal”, “Personajes: mal”… Pero hubo una sorpresa: “Humor: muy bien”. Y aquello me hizo pensar que iba en el buen camino. Si había hecho sonreír a mi profesor de lengua, ya sólo era cuestión de mejorar el estilo.
Además, me explicó lo que para mí fue la revelación más importante que debe conocer cualquiera que quiera contar historias, y es que éstas han de tener una presentación, un nudo, y un desenlace. Después de aquello, estuve completamente convencido de que la literatura había dejado de tener secretos para mí. Estaba chupado.
Pero volvamos al tema que nos ocupa, que en el fondo no es otro que el amor a la lectura. Ciertamente las cosas no pintaban bien para que entre los libros y yo surgiera el amor. Me resultaba mucho más entretenido y divertido lo que yo escribía que lo que me obligaban a leer. En el instituto celebraban mis redacciones en la clase de lengua, más que cualquier otro texto (quizás tuviera algo que ver el hecho de que pusiera a mis compañeros de protagonistas de las distintas historias que cada semana llevaba escritas a clase). Esto, en definitiva, sólo me reafirmaba en el convencimiento de que era mejor lo que yo escribía, al menos mucho más divertido y entretenido, que lo que escribieran otros, por muy famosos que fueran y por mucho que mi libro de texto hablase de ellos.
La literatura lloraba desconsolada y silenciosa oculta tras una esquina, abandonada por mí (quizás esto resulte un poco prepotente, e incluso repelente, pero la imagen es chula). Si humanizara a la literatura, para mí sería una mujer madura, de figura estilizada, vestida con un velo y túnica vaporosas, con largas mangas, con el cabello largo y de color gris, completamente lacio, y unos ojos de color azul claro muy intensos. Puestos a imaginar…
Bueno, intentaré de nuevo regresar al tema que nos ocupa. Había una serie de cuestiones que eran inamovibles en mi convencimiento adolescente. A saber: si duermes, descansas; si estudias, aprendes; si comes, engordas; si haces ejercicio, te fortaleces; y si lees, te aburres. Eso era así. Ya está.
Y un día, doña Teresa, mi profesora de lengua y literatura de primero de BUP, de la que no estaba enamorado, pero que sí me sirvió de inspiración para algunos “momentos de recogimiento” propios de la edad, nos mandó un nuevo libro para leer: “El pájaro Burlón”, de Gerald Durrell. Un libro que, por cierto, a día de hoy es casi imposible de encontrar en ningún sitio. Lo cogí con el mismo entusiasmo con el que cada día me levanto a las seis de la mañana (ninguno, por si no ha quedado claro), mientras la literatura se asomaba por la esquina tras la que se había escondido antes y me observaba, sin yo saberlo, con el esbozo de una sonrisa pícara en su cara.
Aquella novela me conquistó, me divirtió muchísimo, me enganchó. Me demostró hasta qué punto estaba equivocado en todas mis reflexiones sobre la escritura y la literatura: ni yo era tan bueno, ni leer tenía que ser aburrido. Probablemente no es la mejor novela que he leído (bueno, seguro que no), ni la peor, pero fue la primera, y eso es algo que sólo puedo compartir con ella. Igual que no se olvida el primer beso, estoy convencido de que el primer libro que de verdad te “hace sentir” tampoco se olvida. Yo no lo he olvidado después de treinta años, ni creo que lo haga en lo que me reste de vida. A fin de cuentas le debo mi amor a la lectura. No es una cuestión baladí.

Antonio Darriba Pinilla.
Aprendiz de escribidor. 



lunes, 15 de septiembre de 2014

Patricia Rodríguez Huertas


Sinceramente, yo no recuerdo ese momento preciso en el que supe que la ‘m’ con la ‘a’ decía ‘ma’ y que si juntabas un ‘ma’ a otro ‘ma’ construías una de las palabras que más saldría de mi boca el resto de mi vida.

Tengo vagos recuerdos, como la mayoría de la gente de mi generación, de aquellos cuadernillos Rubio en los que escribías letras por puntos y que siempre, siempre, acababan siendo las últimas más grandes que las primeras.

Pero mi memoria guarda algunos momentos que, para mí, hoy en día, son los que marcaron mi vida como lectora. Puedo decir que, a raíz de esos momentos, yo aprendí a leer.

A los seis años mi madre decidió prepararse unas oposiciones para la administración pública. Se encerraba día tras días, noche tras noche, en el salón de nuestra casa y recitaba una y otra vez los millones de temas que debía aprenderse para optar a aquella plaza. Mi abuela nos recogía del colegio porque ella estaba estudiando; nos daba la merienda en el parque porque ella seguía estudiando y, en muchas ocasiones, mi padre era el que hacía la cena porque ella continuaba encerrada en el salón apuntes en mano. No se podía hablar fuerte en casa, ni armar jaleo, ni correr por el pasillo, ni nada de lo que solíamos hacer mi hermano y yo por aquel entonces. A veces, cuando nos quedábamos escuchando qué decía, no entendíamos absolutamente nada y, muy despacio, para que no se diera cuenta, abríamos la puerta y mirábamos como leía. Cierto era que la única tele que había en casa estaba donde ella estudiaba y lo que pretendíamos era que ella nos dejara verla, aunque fuera flojito.

Pero yo recuerdo que leía y leía, y leía tanto que la veíamos cerrar los ojos y leer sin ver en el papel.

Aprobó la oposición y lo celebramos por todo lo alto, desde luego, pero a pesar de que ya tenía lo que quería fui consciente de que mi madre nunca dejaba de leer. Y es que ella era, es y será siempre, una ‘devoralibros’.

Unos años después cambiamos de casa. Las primeras Navidades allí, Papá Noel le trajo a mi hermano la colección de cómics de Astérix y Obélix y Mortadelo y Filemón. Era unos doce libros enormes, encuadernados, unos en azul y otros en naranja, que contenían cinco historias cada uno. Mi madre le permitía que se leyera una historia antes de irse a dormir y yo lo escuchaba desternillarse de la risa noche tras noche. Y me picó la mosca de la curiosidad.

Mi madre leía, mi hermano leía, ¡hasta mi abuela leía todos los días cuando venía de vacaciones!

Devoré la colección de cómics en un abrir y cerrar de ojos. Había palabras que no entendía y mi madre me hacía buscarlas en la enciclopedia, lo cual me daba mucha rabia porque interrumpía mi lectura y me dejaba sin tiempo para acabar la historia. Más tarde tuve que agradecerle que me inculcara esa costumbre pues comprendí que leer no es juntar una palabra con otra. Leer es sentir lo que está escrito como si te estuviera pasando a ti. Y para eso hay que desentrañar el significado de las palabras.

Después de los cómics, mi madre, que había trabajado un montón de años en Círculo de Lectores –eso me hizo entender por qué tiene esa fijación con los libros– me recordó que teníamos la colección completa de obras de Julio Verne, y allá que fui yo a dar ‘La vuelta al mundo en 80 días’, a volar ‘De la Tierra a la Luna’ o a realizar el maravilloso ‘Viaje al centro de la Tierra’.

Pero hay algunos libros que marcaron las diferentes etapas de mi vida, y es a esos libros a los que les debo cierto respeto. Recuerdo con especial cariño a ‘Fray Perico y su borrico’, de Juan Muñoz Martín, de mi época de E.G.B. Más tarde, en el instituto, ‘Tirant Lo Blanc’, de Joanot Martorell, y ‘El Escarabajo de Oro’, de Edgar Allan Poe, llenaron mi adolescencia. Y cuando llegué a la universidad, ‘Los renglones torcidos de Dios’, de Torcuato Luca de Tena, inclinaron la balanza y me abocaron a estudiar Psicología.

Soy una ‘devoralibros’ creada por otra ‘devoralibros’. Mi madre hizo que los libros se me metieran en el alma y se convirtieran, en las peores épocas de mi vida, en mis únicos compañeros. Habré perdido millones de horas de sueño por ese ‘un poquito más y lo dejo ya’ debajo de las sábanas y alumbrándome con una linterna minúscula. He llorado mientras leía porque lo que leía era tan intenso que me volteaba el estómago. He reído tanto con un libro en la mano que la gente ha pensado que estaba loca. He odiado a muerte personajes como William Hamleigh, en ‘Los Pilares de la Tierra’ y amado a otros como Nicolas Rockel, en ‘La Educación de un Hada’. Me he enamorado leyendo a Jane Austen, he alucinado con Katherine Neville y he vivido en la alpujarra granadina gracias a Chris Stewart. ¡Hasta me he sentido elfa, enana y hobbit antes de saber realmente lo que era cada cosa!

Hoy en día soy una lectora empedernida, adicta a cualquier lectura. He superado a mi madre con creces, o eso dice ella. Soy incapaz de dejar un libro a medias para empezar otro porque siento que ofendo a los personajes, al autor/a o al propio libro. Tengo especial predilección por la novela romántica porque soy una romántica incurable y me siento muy orgullosa de ello. Y mi adicción a la palabra escrita me ha llevado a convertirme, no solo en la que lee, sino también en la que escribe.

Patricia Rodríguez Huertas.
Técnica de Juventud.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

José García Verdugo


No me acuerdo de cómo aprendí a leer. De lo que sí tengo un recuerdo muy vivo es de cómo enseñé a leer a cuatro personas, hace ya unos veinte años. Es una historia larga y complicada en la que participamos, entre otros, los payos, los gitanos, la chatarra, la heroína, el rey de España, la Policía Nacional y los periódicos. 

En 1994 llevaba yo ocho años flotando en un vacío legal: España tenía una ley de objeción de conciencia que nos daba el derecho de rechazar el servicio militar obligatorio por razones éticas o filosóficas, cosa que yo había hecho en 1986, cuando me tocó ir a tallarme (así se decía cuando al joven de 17 años le tocaba presentarse en el ayuntamiento para alistarse en el servicio militar). La ley de objeción era buena, pero los legisladores tardaron mucho en decidirse a aprobar un reglamento y, cuando por fin se animaron, el texto no estuvo a la altura de las circunstancias. El reglamento de la “prestación social sustitutoria del servicio militar” era pobretón y difícil de aplicar. El principal problema fue que se había diseñado para cubrir las necesidades de los cuatro gatos que objetaban al servicio militar a principios de los ochenta, mientras que en 1994, cuando España todavía andaba con la resaca de los excesos del quinto centenario, las olimpiadas y el año jacobeo, los jóvenes se habían volcado en masa hacia la objeción, precisamente porque sabían que los objetores llevábamos ocho años cruzados de brazos. Los cuatro gatos nos habíamos convertido en más de dos millones, y el reglamento no daba para tantos.

La administración se encontró ante la obligación de aplicar una norma fundamentada en la idea de que la prestación era una situación excepcional que afectaba a un puñado de jovencitos excéntricos, cuando las cifras anunciaban a gritos que el porcentaje de objetores superaría muy pronto el de aquellos que estaban dispuestos a hacer el servicio militar. El papeleo fue de pesadilla. Las instituciones encargadas de prestar el servicio social se vieron desbordadas desde el primer día y tuvieron que inventar trabajos y oficios con aroma a voluntariado social. A un amigo lo mandaron a Aranjuez con una libreta para que tomara notas del nivel del río Tajo a su paso por varios lugares. A otro lo pusieron directamente a hacer trabajo administrativo “voluntario” en la sede del gobierno autónomo de Madrid. Decenas de miles se quedaron en casa con la aquiescencia de sus supervisores. A mí me mandaron a un colegio a cuidar a los niños durante las dos horas posteriores a las clases, en la biblioteca.

Al segundo día de “trabajo”, fui a ver al administrador de mi servicio. Le dije que no iba a volver, que en la biblioteca de ese colegio ya había gente cuidando a los niños y que, en todo caso, aquello no era trabajo social para un voluntario, sino empleo para una persona con un sueldo. Me amenazó con aplicarme la ley de los insumisos, o sea, con mandarme a la cárcel, pero el director del programa, persona inteligente, echó un vistazo a mi currículum (en el que había referencias a unas cuantas actividades de voluntariado social) y me reorientó a un proyecto de alfabetización de adultos. Aquello tenía mucha más lógica y, además, era un terreno que yo ya conocía.

Poco después tuve una reunión con el equipo del proyecto. Éramos cuatro: el director, que también dirigía una pequeña asociación en la villa de Vallecas (Madrid), y tres profesores, uno verdaderamente voluntario y dos que veníamos a cumplir nuestra prestación social sustitutoria. Se trataba de impartir clases de alfabetización a adultos de grupos marginales para que pudieran presentarse al examen del carnet de conducir. Nos describieron el perfil de los alumnos, nos dieron los materiales del curso y nos llevaron al lugar donde se iban a dar las clases: el poblado de La Rosilla.

La Rosilla era una iniciativa de realojo e integración de familias gitanas que procedían en su mayoría de Los Focos, barriada muy problemática de Madrid que las autoridades decidieron desmantelar a principios de los años noventa. Calculo que tendría unas 24 viviendas dispuestas en forma de U, mirando a la carretera de Villaverde a Vallecas, en medio de una zona sin urbanizar a las afueras de la ciudad. El genio popular había rebautizado el lugar como “Los Pitufos” porque las casas estaban pintadas cada una de un color distinto, a cual más chillón. Enfrente había un polígono industrial y los comercios más cercanos quedaban a unos quince minutos a pie, a la entrada de la villa de Vallecas. No había aceras ni senderos. No había iluminación ni semáforos. La Rosilla estaba en mitad de la nada.

Por esas ironías del destino, los vecinos de enfrente de La Rosilla eran la fábrica de Pedro Durán (una de las marcas de joyería de plata más conocidas de España) y la imprenta del cupón de la ONCE (la lotería que más dinero mueve en el país). Allí sigue, si no me engañan las fotos que veo por Internet.

En el poblado vivía, en aislamiento casi total, un puñado de familias gitanas que obtenían sus ingresos de la venta de fruta, chatarra, ropa usada o heroína, según el caso. Cada familia tenía su negocio y rara vez se metía en el del otro: el que andaba con la fruta, andaba con la fruta, y el que andaba con la heroína, con eso andaba. Era muy fácil saber quiénes vendían género barato y quiénes género caro, primero porque los del género caro no salían a vender a los mercados ambulantes, sino que recibían al cliente en casa, y segundo, porque los traficantes tenían teléfonos móviles, cosa no tan frecuente en el Madrid de 1994. También tenían coches deportivos, mientras que los de la fruta, la ropa y la chatarra eran ambulantes y, por lo tanto, tenían furgonetas blancas.

Mis alumnos eran tres gitanos jóvenes, de 17 a 21 años. Querían aprender a leer y escribir para sacarse el carnet de conducir y evitar que la guardia civil o la policía los detuviera constantemente y les confiscara su principal medio de subsistencia, a saber, la furgoneta. También, me decían, les gustaría poder leer los letreros de la carretera, porque en general se orientaban por instinto, por costumbre o preguntando. Uno de ellos, el Bizcocho, me decía que había aprendido a distinguir algunos nombres como “Madrid”, “M-30”, “Centro ciudad” y otras cosas por el estilo, pero que con tanta autopista como estaban construyendo, cada vez se perdían más. Empezaron las clases. Las letras, las sílabas, las palabras... El proceso es mucho más interesante que con niños pequeños por la sencilla razón de que, mientras estos últimos absorben directamente lo que se les enseña, los adultos analizan y procuran razonar. Como el lenguaje es una convención casi del todo arbitraria, las preguntas que surgen durante las clases son de lo más interesante. Varios alumnos se preguntaban continuamente por qué no escribíamos igual que pronunciábamos. La respuesta canónica que les dábamos era que sí, que el español se escribía igual que se pronunciaba, pero ellos insistían en que aquello no era verdad. Y tenían razón. Si al fuerte acento madrileño le agregamos una fuerte dosis de caló y otra de exclusión social, la pronunciación se aleja mucho, muchísimo del canon. Ni siquiera los mejores locutores de radio o presentadores de televisión hablan exactamente como escriben, y mis alumnos me lo demostraban a cada paso.

Otra duda muy habitual entre estos alumnos era el punto en el que había que “cortar” las palabras. Para algunos, si separábamos “el” y “coche” en la expresión “el coche”, no había motivo para unir “vender” y “lo” en “venderlo”, o viceversa.

Había otro alumno que afirmaba que la hache, la be, la uve, la y griega y la elle eran inventos de los payos para dejar en evidencia a los gitanos, o sea, que se habían creado con mala intención para dejar en ridículo a los demás. Para compensar, los alumnos usaban bastantes expresiones gitanas en sus redacciones de las que yo desconocía tanto la ortografía como el significado. En esos casos, invertíamos los papeles y yo me convertía en alumno.

Hubo muchas más anécdotas que no recuerdo pero que nos hicieron reflexionar sobre los métodos educativos que usábamos y sobre la necesidad de adaptarlos a una situación muy especial. Los estudiantes iban aprendiendo, pero los instructores aprendían mucho más. Hoy lamento no haber tomado notas de aquella experiencia, que se podrían haber aprovechado en proyectos similares.

Una tarde, al llegar al poblado, me encontré con todos los alumnos en pie dentro de la clase, con las manos en los bolsillos. Enfrente había cuatro personas que yo no conocía, también con las manos en los bolsillos, y a su lado estaba el director del proyecto. Este último me explicó que habían recibido una nueva subvención y que teníamos que ampliar las clases con otros cuatro alumnos y otro profesor. Él sería el profesor y esos eran los alumnos nuevos.

De inmediato, mis estudiantes dijeron que se negaban a estar en la misma clase con los nuevos. Las razones estaban a la vista: todos los nuevos llevaban teléfonos móviles, y todos los antiguos trabajaban en la chatarra y en la fruta. La cosa era muy seria. Las manos en los bolsillos eran la antesala de las manos en las navajas. Como nunca he tenido madera de héroe, reuní a mis tres alumnos y anuncié que ese día daríamos la clase en la calle y que ya veríamos qué hacíamos después. Nos sentamos en los escalones del centro y allí dimos la lección.

Por suerte, el director del proyecto entendió que el riesgo era demasiado grande y decidió cambiar. Al fin y al cabo, todos sabíamos que los traficantes tenían dinero de sobra para pagarse su instrucción, si así lo deseaban. Unos días después trajo a cuatro chicos del otro gran poblado de chabolas e inmenso mercado de drogas del sur de Madrid, que se llamaba La Celsa. Estos muchachos también eran vendedores ambulantes y se entendieron bien con nuestros alumnos. Llegaban puntualmente cada tarde en una furgoneta, asistían a las clases y se marchaban de inmediato. Así pudimos seguir en paz con el proyecto, sin que nadie tuviera que amenazar a nadie. Uno de los chicos de La Celsa se unió a nuestro grupo, así que desde entonces tuve cuatro alumnos en lugar de tres.

En aquella época en la que la lucha contra la exclusión social ganaba muchos votos, a alguien se le ocurrió la idea de organizar una visita del Rey de España al poblado de La Celsa. El objetivo, según los medios de comunicación de la época, era demostrar, por una parte, que los patriarcas del poblado eran buenas personas capaces de gobernar a los gitanos que vivían allí (es decir, controlar el trapicheo de drogas, la delincuencia, la violencia y demás lacras que aquejaban a aquel núcleo de población) y, por otra, que el monarca español era un mandatario plural, abierto e integrador al que no se le caían los anillos por pasear un rato con los gitanos entre las chabolas del sur de Madrid.

Durante el mes que transcurrió entre el anuncio de la visita real y la visita en sí, las autoridades de los payos y de los gitanos fueron expulsando a cualquiera que vendiera mercancía ilegal de La Celsa hasta dejar el poblado en un estado jurídica y socialmente prístino e impoluto. Los camellos, como se llamaba entonces a los que trapicheaban con drogas, cambiaron de escenario y se fueron a trabajar a los otros puntos que todos los compradores conocían, como la Cruz del Cura y, por supuesto, La Rosilla, que les quedaba bastante cerca.

Por aquel entonces yo estaba ya más que habituado a recorrer aquel trayecto apocalíptico que separaba la estación de tren del centro social (pasando por la platería y la imprenta de la ONCE) y sabía cómo actuar si me salía al paso algún yonqui o un traficante que aún no me conociera. No podía imaginarme que aquellos encuentros fortuitos pudieran llegar a convertirse en una auténtica marejada de caras nuevas que me ofrecían papelinas de heroína, chinos (crack), jeringuillas, gomas, pipas y demás parafernalia toxicológica, y que a la marejada de delincuentes le acompañara una caterva todavía más densa de heroinómanos que me pedían dinero, ropa, comida, bebida, sexo, lo que fuera. Pero eso fue exactamente lo que sucedió. Parapetado tras los logotipos del proyecto y de la Comunidad de Madrid (en esos ambientes algunos trabajadores sociales gozaban de cierto grado de inmunidad) , yo avanzaba, incrédulo, hacia un poblado que estaba realmente transformado. En aquellos días vimos más que nunca el camión de la metadona aparcado a la puerta del cupón, y por primera vez vi a los adictos esperando en fila para tomarse su dosis.

Durante aquellos extraños días, mis alumnos, nerviosos e incómodos, se quejaban de la suciedad y los problemas que traía tanto toxicómano. Aun así, no se desesperaban porque sabían que todo terminaría, como de hecho terminó, el día 14 de diciembre, una vez que el Rey Juan Carlos I y la Reina Sofía se hubieron tomado un café con el tío Aquilino en La Celsa. Aquella misma tarde, todos aquellos advenedizos, dispersos por todo Madrid, empezaron a regresar a sus lugares de costumbre.

La visita del Rey produjo una interesante y entrañable colección de anécdotas que han pasado a la historia: el café de puchero “estupendo”, la Reina abrazada a los niños gitanos, el brasero con el que se calentaron y demás. Por desgracia, la cosa se quedó en anécdota y a nadie se le ocurrió aprovechar el potencial transformador de la visita para hacer algo productivo, como por ejemplo crear un fondo de desarrollo o diseñar un plan de integración para acabar con la lamentable situación de aquellos barrios. En realidad, la visita no cambiaba nada, pero muchos vecinos de La Celsa prefirieron pensar que sí, que las cosas ya no iban a volver a ser como antes, y cuando los traficantes quisieron entrar otra vez en el poblado, los estaban esperando.

Unos días después, la camioneta de La Celsa llegó con un solo estudiante. “Se han escondido”, nos dijo el muchacho, que era el único menor de edad del grupo. Nos explicó que después de la visita de los reyes había habido una batalla campal entre “los de la droga” y los demás, y que estos últimos habían herido a varios traficantes. Ahora los traficantes tenían que vengar esa sangre y los atacantes debían desaparecer. Los otros tres alumnos formaban parte del grupo que se había escondido y no se podía saber cuándo volverían. Visiblemente afectado y asustado, y muy atento a lo que había a su alrededor, el chico entró en clase y se aplicó a su labor.

Días después, uno de los alumnos adelantados, que unos meses antes no era capaz de escribir su nombre, llegó con un recorte de periódico. Nos dijo que en el bar, leyendo los titulares, se dio cuenta de que aquella noticia tenía que ver con nosotros, así que se aplicó a leer como pudo. En el cuerpo del texto había logrado identificar, con ayuda de un amigo, dos nombres propios. Leyó en alto: “dos jóvenes mueren en un ajuste de cuentas”. Se quedó en silencio un momento y luego nos dijo que esos dos jóvenes eran alumnos nuestros, de La Celsa, y que por supuesto aquello no era un simple ajuste de cuentas, sino la esperada venganza de los traficantes, que ya campaban por sus respetos en el poblado. “Voy a escribir al periódico”, nos dijo, “y les voy a decir que dejen de contar mentiras, que si los gitanos nos jugamos la vida luchando contra la droga no es justo que vayan por ahí diciendo que nos matamos por gusto. Ahora que podemos leer, se van a acabar estas mentiras. ¿Por qué no los protegió la policía, la misma que limpió el barrio cuando fueron los reyes?”.

Estuvimos hablando del tema, de los años perdidos, de todo lo que los payos habrían publicado hasta entonces, y de todo lo que podrían publicar todavía, antes de que ellos fueran capaces de leer con fluidez. Se daban cuenta, en efecto, de que al aprender a leer no solo iban a conseguir un carnet de conducir. También abrirían una puerta a un mundo que hasta ahora les estaba prohibido. Reflexionamos sobre la importancia de la lectura, sobre la participación. Era injusto que solo se oyeran algunas voces. Aquellos jóvenes iletrados tenían unas ideas muy claras y, en ciertos aspectos, muy maduras. Recordamos a nuestros dos compañeros de clase, uno de 18 años y otro de 20. Fumamos mucho y escribimos varios borradores de la carta que pensábamos enviar a la redacción de aquel periódico, carta que por desgracia tampoco he conservado.

Las circunstancias quisieron que aquel proyecto trascendiera sus propios objetivos. Nuestros alumnos se dieron cuenta, de forma trágica, de que la lectura era una aptitud mucho más importante que un carnet de conducir. Al mismo tiempo, nosotros descubrimos otro tipo de ignorancia. Los gitanos siempre habían estado allí, en sus poblados, al pie de la carretera. Yo los veía igual que el Bizcocho veía los carteles cuando iba con la furgoneta: él pensaba que entendía los carteles y yo creía entender lo que pasaba en los poblados, pero en realidad ninguno de los dos entendía. Los dos tuvimos que aprender.

Epílogo

Los traficantes siguieron dominando el barrio de La Celsa hasta que las autoridades decidieron desmantelarlo en 1999. Casi todo el tráfico de droga se trasladó entonces a La Rosilla, pero aquel poblado era mucho más pequeño, lo que provocó una situación insostenible que llevó a desmantelar también aquel núcleo en el año 2000. Los traficantes se fueron entonces a Las Barranquillas, que aguantó hasta 2006 o 2007. Después fueron a parar a la Cañada Real, que es donde hoy se siguen escribiendo historias como esta. A principios de los 80, la inmensa mayoría de la población gitana de España era analfabeta y casi tres cuartas partes vivían en infraviviendas. Hoy, todos los niños gitanos están escolarizados y tan solo el 8% sigue malviviendo en chabolas. Las políticas de integración elegidas en España han funcionado y son un ejemplo para el resto de Europa. El gobierno de España anunció la abolición del servicio militar en 1996. Los últimos “quintos” se licenciaron en el año 2001. La prestación social sustitutoria del servicio estuvo vigente poco más de siete años.

José García Verdugo
Editor y traductor.



jueves, 31 de julio de 2014

Rosa López Grau



Yo aprendí a leer con seis años, algo mayor para la mentalidad actual, pues los niños y niñas de hoy en día están en contacto con los jardines de infancia, guarderías y colegio en edades tempranas para favorecer su desarrollo personal y la mayoría aprenden a leer antes que yo.

Me enseñó a leer la Señorita María, una gran persona con mucha paciencia y devoción; se notaba que disfrutaba realizando su trabajo. En los años 70 se aprendía a leer principalmente repitiendo, al menos este es mi recuerdo.

Todos teníamos unos cuadernos de lectura que seguíamos en clase guiados por la maestra. En casa nuestros deberes diarios era repasar lo que habíamos leído para asegurarnos que lo entendíamos. Este momento lo recuerdo con cariño porque mi madre era quien me ayudaba mientras realizaba sus tareas domésticas. En ocasiones, como me costaba recordar alguna palabra, mi madre me la hacía repetir una y otra vez poniéndole música y, la verdad, es que funcionaba.Esta técnica la he utilizado cuando he dado clases a niños y creo que es muy útil para explicar la acentuación. 
 
Con el tiempo descubrí que prepararse, en casa, la lectura siguiente era bueno para disfrutar en clase y estar más relajada En mi infancia me gustaba leer los cuentos tradicionales que vendían en formato troquelado. Hoy en día cuando los veo en las librerías me traen tiernos recuerdos.

Siendo todavía pequeña, lo que me entusiasmaba, era leer las etiquetas de las botellas o los ingredientes de los productos envasados. Cuando se ponía la mesa para comer o cenar era uno de mis momentos preferidos porque podía leer alguna etiqueta de los productos alimenticios.

Cercana a la adolescencia mi padre nos acostumbró, a mi hermana y a mí, los sábados, a leer un cómic. Cuando regresaba con el periódico traía un cómic para mi hermana y otro para mí. Luego lo intercambiábamos y podíamos seguir leyendo.

Siempre he estado interesada por la lectura pues sabía que con ella te escapas de la realidad que vives y te recreas en otra. En casa de mis padres siempre ha habido muchos libros en las estanterías. Las estanterías más cercanas al suelo era donde estaban los libros que nos podían interesar por nuestra edad, y en las estanterías superiores estaban los libros destinados a adultos o de temáticas específicas. Aunque me recomendaron leer los de mi edad, en ocasiones, y lo dejo escrito aquí, leía los libros que no me correspondían. Como siempre he sido muy ordenada cogía uno, lo leía y lo volvía a dejar exactamente igual para que no se notara.

En la adolescencia crecí siempre rodeada de los títulos de Julio Verne. Vivía sus historias con entusiasmo y fascinación.“El principito” lo leí en varias ocasiones en EGB, porque nos hicieron creer que era un libro destinado a público infantil cuando no es así, por eso hasta que no llegué a BUP donde otra vez nos tocó leer el libro no lo entendí. Hoy en día cuando la sociedad se queja que no se lee siempre pregunto lo mismo: ¿Qué entiendes tú por no leer? Para estar activo en Internet hay que leer mucho.

Otro libro que recuerdo con cariño es el “Mecanoscrit del segon orígen” de Manuel de Pedrolo por la transparencia con la que trata el descubrimiento del amor y la amistad entre dos adolescentes.

Quien lee se evade, quien se evade crea y quien crea genera optimismo.

Rosa López Grau
Escritora


María José Chordá



Mis primeros recuerdos de la lectura tienen mucho que ver con la palabra, con mi padre y una enorme fila de niños esperando su turno para leer ante la seño.


Hace poco leí una entrevista en la que el actor Juan Mayorga recordaba el placer de escuchar a su padre leer en voz alta y cómo aquello marcó su gusto "por las palabras y la lectura". Mi padre no leía en voz alta, ni tenía grandes estudios, pero era un entusiasta de la palabra, cuanto más rara mejor. Las pronunciaba, las repetía y las insertaba en sus conversaciones con cierta ironía. Le encantaba buscar en el diccionario, uno de los primeros libros que me regaló, fue un enorme diccionario Sopena ilustrado que yo adoraba. Al final, mi padre olvidó todas aquellas palabras, debido a una penosa enfermedad, pero de algún modo yo continué esa pasión y las revivo.

Otro de mis primeros recuerdos lectores me lleva a mí en el cole en una larga cola de niños, esperando a que la seño nos llamara a su mesa para leer la lección. Nerviosismo y excitación por hacerlo bien. Y luego el placer de leer y escuchar leer en voz alta, no había nada mejor.

De todos modos el instituto fue mi despegue lector, ahí me topé con la literatura en mayúsculas. La poesía se instaló en mi vida hasta la fecha y comencé a hacer lo que más me gusta, escribir, aunque desde los diez años había sido una empedernida escritora de diarios que aún conservo.

Me gusta pensar que ahora me dedico a hacer amar la palabra, la literatura, los libros a las personillas que cada curso me encuentro en una clase. Pues eso, me gusta pensarlo y pongo todo mi empeño en conseguirlo.

María José Chordá.
Profesora de lengua.

 

José Luis Sánchez Rodriguez


En mi casa no había televisión. Quizá por eso me hice lector. Tampoco había libros. Bueno, en realidad había un libro de cuentos infantiles, que releí cientos de veces y que se titulaba Para mi hijo. Recuerdo también algún cuento de Calleja, y un Quijote sin pastas que leía con voracidad en las tardes invernales de mi infancia. En casa también había una Biblia, que comenzaba por el Génesis y terminaban en el Apocalipsis, como todas las biblias, y que leí sistemática y ordenadamente de pe a pa. Me gustaba hacer incursiones lectoras en el libro de los Proverbios, o en el Deuteronomio, porque encontraba sentencias que me desconcertaban, creyendo, como creía entonces, que lo que allí ponía era palabra de dios, como lo de cortar la mano al ladrón o lapidar a las mujeres adúlteras, o vender como esclavas a las hermanas que deshonraban a la familia. Aprendí que para el dios de los judíos era mucho más importante una oveja que una mujer. Y posiblemente llegué a creérmelo, reforzado por El Promotor de La Sagrada Familia, El Santo, o la revista del Padre Damián, únicas lecturas que entraban en casa.

La tele seguía sin llegar, pero por aquel entonces no creo que me importase mucho, porque descubrí los tebeos: Pulgarcito, TBO, Din Dan y otras cabeceras juveniles. Si caía enfermo siempre aprovechaba la circunstancia para pedir tebeos, porque de otra manera no me los compraban, básicamente porque había que atender otras necesidades. Tenía sin embargo un vecino de mi edad, que además de televisor, guardaba una buena colección de álbumes del Capitán Trueno y El Jabato. Ni que decir tiene que nada más salir de clase, cogía la merienda y me subía a casa de mi vecino a vivir aventuras subido en un drakkar vikingo con la bella Sigrid de Thule, o montando en los globos aerostáticos del mago Morgano y en cualquier caso, viviendo experiencias alucinantes en lejanos países de nombres exóticos, o surcando mares en los que las galernas eran frecuentes, naufragando en una tempestad y salvando desvalidas doncellas o poblaciones oprimidas por los poderosos en los confines del orbe. Un tebeo era el único pasaje necesario para viajar por el mundo y volver a casa a la hora de la cena.

Debía tener 11 años cuando cayó en mis manos el primer libro de Enid Blyton, se llamaba Misterio del vagabundo. Aún lo conservo. Después vinieron el Club de los cinco, los siete secretos..., Blyton, la tantas veces denostada Blyton sus vacaciones sin adultos, vivían aventuras impensables, y sobre todo, desayunaban pasteles de jengibre, mermeladas de mil sabores, tartas, galletas, bacón, huevos y también algo que llamaban rosbeef. En mi particular imaginario gastronómico todas esas viandas han quedado grabadas como algo tan exótico como la libertad que parecían gozar unos chavales de la Inglaterra de postguerra, tan alejada del empobrecido, ultracatólico e hiperprotector ambiente en el que yo me desenvolvía. A veces, desayunando en algún hotel de bufet libre, me vienen a la cabeza los libros de Los cinco y me acerco a por otra tanda de huevos con tocino.

Un día descubrí la biblioteca. Allí habitaban nuevos héroes: Sandokan, Tom Sawyer, el capitán Hatteras, Nemo. Ivanhoe, Los hijos del capitán Grant..., Verne, Salgari, Twain, Fenimore Cooper, Walter Scott, empezaron a llenar mis espacios de ocio y mi cabeza de fantasías. Otros mundos infinitos se abrían para mí. Leía, leía, leía, siempre que tenía un rato, en la mesa, en la cama, en el servicio, incluso en clase. La adolescencia me trajo otros autores, otras lecturas. Pasé, en la edad prohibida, por aquellos libros para adolescentes de Martín Descalzo, me enganché después a las clásicos, a la poesía, al teatro, cualquier género me venía bien, cualquier estilo: El realismo, el naturalismo, los autores rusos...

Para cuándo mi padre compró una televisión en blanco y negro de segunda mano, yo andaba ya por Sthendal, Balzac, las hermanas Bronté, Mary Shelley, Dickens, Dumas, Lampedusa... y hacía incursiones en la filosofía y en la historia. Platón, Nietzsche, Sartre, Preston, Duby, Benassar. Me dejé seducir por los escritores malditos, Verlaine, Baudelaire, Bukovsky, Rimbaud, Sade, Horacio Quiroga, pero quizá mi experiencia literaria más intensa fue el descubrimiento la narrativa hispanoamericana, principalmente Cortázar, Rulfo, Monterrosso, Carpentier y sobre todo el literato completo, el genial García Márquez.

 Algunos cientos de libros después la literatura me regaló a Saramago, el autor que más me ha marcado, que más me ha hecho pensar, que más he admirado. Leí con fruicción, con voracidad, todo lo que caía en mis manos, durante años. Con la edad selecciono más lo que quiero leer, me deleito con Maalouff, Kundera, Galeano, Millás y tantos otros, que me han ido enriqueciendo en cada página. Si un libro no me atrapa en las primeras páginas, lo abandono sin ningún remordimiento, aunque a veces vuelva a darle una segunda oportunidad. En ocasiones leo, incluso, con el televisor encendido. Será por eso que se me atraganta Borges, que no he podido con el Ulises de Joyce y que no soy capaz de pasar de las primeras páginas de Divina Comedia, pero ya encontraré el momento, aunque para ello tenga que poner la tele de cara a la pared.

José Luis Sánchez Rodriguez.
Bibliotecario.

El autor escribió este relato por petición de @londones con motivo del día del libro de 2013, ahora lo comparte en "Yo aprendí a leer".

jueves, 3 de julio de 2014

Nicolás Jarque Alegre


No sabría precisar el momento exacto de cuando aprendí a leer, pero no falseo la realidad si haciendo un esfuerzo de imaginación, lo sitúo en el parvulario, con aquellos alfabetos pintados en las pizarras. Juntando letras mayúsculas y minúsculas. Confundiéndolas. Cantando, jugando mientras aprendíamos. Tuvo que ser después de que mi padre me enseñase a escribir la a,eso sí lo recuerdo bien y lo satisfecho que estuvimos los dos con ese logro. Seguro que tras ese triunfo llegaron otras pequeñas victorias en forma de e, de o, de n, de s... Y así todas las letras. Gracias a ello, tiempo más tarde, los cuentos de Caperucita Roja, de Garbancito, del Gato con botas... que me contaba mi madre podía leerlos, entenderlos y no quedarme solo en las ilustraciones, y aunque no disponían de la misma dulzura que la voz de mi madre o de mi abuela, disfrutaba de esas fabulas, sintiéndome mayor, como ellas.

Pero si prescindimos de esta etapa de iniciación común para la mayoría de los mi generación, podría aseverar, sin miedo a equivocarme, que mi primera lectura, la que yo considero así por ser ajena a las obligaciones escolares, se produjo por casualidad, con ocho o nueve años.

Fue en la biblioteca de mi pueblo. Curioseando por las estanterías, aquí, allá, cuando me topé con un libro cuya cubierta llamó mi atención. Y sin pensarlo mucho, me lo llevé a casa los quince días reglamentarios. Fue Papel Mojado de Juan José Millás, un escritor entonces desconocido para mí, y al que hoy en día le rezo cada noche para que me inspire, aunque esto es otra historia que ahora no viene a anticuento. Recuerdo que el libro me encantó. Que la trama me llevó por una senda desconocida para mí, donde lo infantil se quedaba atrás y la historia policiaca del libro, de mayores entonces, me enganchó. Pero a pesar de la buena experiencia, la lectura no consiguió alejarme de los partidos de fútbol eternos, de la televisión, de los juegos y de la alergia que sentía cada vez que el profesor de lengua enumeraba los libros a leer para aprobar su materia. Siento que en aquella época Camilo José Cela, Quim Monzó, Unamuno, Isabel Allende, entre otros grandes autores, no me cautivaran.

Y el tiempo pasó. Di el estirón. Me centré en los números, en contabilizarlos en el debe y en el haber, hasta que la escritura, por cierto alentada en gran medida por Millás y su espacio radiofónico, despertó mi curiosidad por las letras. Entonces, con naturalidad, me vi recuperando el tiempo perdido. Me obligué, esta vez con deleite, a leer los clásicos indispensables, las lecturas recomendadas y todo aquello con aroma literario que caía en mis manos. Así, con cierto apuro, confieso que ya había analizado muchos balances cuando descubrí a García Márquez, a Benedetti, a Vilas-Matas, a Vargas Llosa, el Quijote, la Metamorfosis, Pedro Páramo..., a otros escritores —clásicos o contemporáneos— y a un buen ramillete de autores, microrrelatistas la mayoría, que he ido conociendo en los últimos años; de los que he disfrutado y aprendido al leer sus creaciones.

De esta forma, con infinidad de lecturas aún pendientes, llego a la parada llamada actualidad, donde hace unos días, otra vez, por casualidad aunque no exista, he vuelto a releer Papel Mojado, sin tanta devoción como la primera vez, pero con la misma atención a las letras del maestro Millás. Y de este modo quiero pensar que se estrecha el círculo de mi experiencia lectora y, ello me sirve para cerrar esta narración, no sin antes aconsejar, solicitar, suplicar a quien corresponda y a mí mismo, para que sigamos leyendo e inculcando a nuestros pequeños que no hay mejor aprendizaje, medicina, entretenimiento o descubrimiento vital que los libros y su lectura.

Así que conjuguemos para aplicarnos de verdad el cuento: Leo, lees, leen, leemos, leéis, leen.

Nicolás Jarque Alegre.
Contable.

jueves, 12 de junio de 2014

Francisco Galván




Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero… Bueno, en realidad, yo no tuve tanta suerte como Antonio Machado. Mi infancia giró en torno a una mesa camilla con un brasero, los pies calientes y la espalda fría, en un piso de una remota colonia de Carabanchel Alto edificada para dar cobijo a los funcionarios del régimen.

Tengo pocos recuerdos sobre mi más tierna infancia aunque los que conservo son vivísimos, tanto que a veces pienso que no son ciertos del todo y que los he ido revisando y adornando con el paso de las décadas hasta el punto de que, quizá, tengan ya más de ensoñación que de realidad.

El caso es que uno de esos recuerdos, que no sé si se refiere exactamente a mi primera lectura pero que, sin duda, ha de estar cercano, es de un cuento de Aladino que me embelesaba sentado a esa mesa camilla con los recios faldones cubriéndome las piernas y el hornillo eléctrico caldeándome los pies. Era uno de esos cuentos de muy pocas páginas, para las primeras lecturas, con los contornos recortados para acomodarse al dibujo de la portada, que era amarilla. Estaba Aladino con su lámpara maravillosa y delante tenía la cueva de los ladrones. En cada una de las páginas interiores había un dibujo enorme con apenas una frase en letras bien grandes. 
 
Recuerdo esta exploración en el mundo de la lectura como algo casi mágico, como si se me abriera ante los ojos todo un universo desconocido que hasta entonces me había estado vedado. Creo que fue así como empecé a leer, incluso sospecho que lo hice en mi casa y no en el colegio. En mis tiempos no había guarderías. Quizá fue mi madre la que me ilustró. No lo sé y ya no puedo preguntárselo.

Y si tengo la sospecha de que aprendí en casa no es solo porque no guardo el menor rastro en la memoria de tal experiencia en la escuela (a pesar de que recuerdo el primer e infausto día de clase), sino por lo que explico a continuación.

Me escolarizaron con un año de retraso debido a unas fiebres reumáticas que me diagnosticaron. Me recomendaron reposo absoluto y ese primer curso lo perdí. Me quedé en casa y gran parte del tiempo, en la cama. Bueno, más concretamente, dando botes sobre la cama, porque, como decía mi madre, era un niño muy inquieto. Supongo que tendría seis o siete años.

En ese tiempo de convalecencia creo que fue en el que aprendí a leer. Probablemente con ese cuento de Aladino y con otros similares, pero también con los tebeos que me traía mi padre cuando regresaba de trabajar a mediodía. Yo esperaba con verdadera impaciencia su vuelta a casa para comer. Siempre me traía un TBO, un Jaimito, un DDT, un Pumby o algún otro de los que proliferaban en aquella época.

Desde entonces, siempre que me tenía que quedar en cama por un resfriado o una gripe, mi padre no fallaba. Es curioso que solo me comprara tebeos cuando me ponía malo, lo que solía ocurrirme sistemáticamente al principio de cada curso escolar porque en cuanto comenzaba el otoño yo cazaba al vuelo todos los virus de gripe que había en el barrio. Una de mis características a lo largo de mi vida escolar, incluso cuando comencé en el instituto, fue la de faltar a los primeros días de clase por enfermedad, con lo que eso tiene de desventaja para un niño, ya que es en esas primeras horas de contacto con los otros compañeritos cuando se fraguan las amistades y se forman los grupos. Yo siempre llegaba tarde.

Después me aficioné mucho a la lectura, tanto que creo que leía más que ahora o quizá es que el tiempo entonces se estiraba como un chicle. No como ahora, que las horas son más cortas. Recuerdo que con diez o doce años me empapaba con los libros de Tarzán, el auténtico Tarzán de Edgard Rice Burroughs. En casa teníamos la colección completa, que seguramente mis padres le compraron a mi hermano mayor. Cuando llegaba del colegio mi madre me daba la merienda (pan con chocolate) y me sentaba en el sillón, junto al balcón, a leer tratando de estirar al máximo el tiempo del bocadillo porque al acabarlo debía ponerme a estudiar. Lo habitual era que mi padre pusiera punto final al larguísimo tiempo de merienda, aunque con cierta manga ancha para hacerme creer que mi treta funcionaba.

Los libros ilustrados de Bruguera y los tebeos (entonces no se llamaban cómics) del Capitán Trueno, El Jabato, el Guerrero del Antifaz, el Mosquetero Azul, el Cosaco Verde, el Sargento Furia o Hazañas Bélicas, heredados de mis hermanos mayores, fueron también víctimas de mi avidez.
 
Creo que mi madurez lectora llegó con la colección de los libros de RTVE que compraba mi padre en el quiosco cada semana. Aquella colección magnífica, con letra diminuta que hoy no puedo leer, marcaron un hito en la vida cultural española de entonces. Aún conservo algunos de aquellos ejemplares que compró mi padre y es fácil encontrarlos todavía en las librerías de la Cuesta de Moyano a precios ínfimos.

Ese ha sido mi recorrido vital de lector que continúo ahora alternando con la escritura. Precisamente este mes acabo de publicar mi décima novela, “El precio de la codicia”. Mi décima, como El Real Madrid.

Francisco Galván.
Escritor.

domingo, 18 de mayo de 2014

Mercedes García Llanos




Hay un recuerdo difuso en mi memoria de cómo, cuándo, con quién, aprendí a leer “oficialmente”. Y sin embargo, permanece intacta la sensación de que mi encuentro con las palabras surgió como una necesidad, llamémosla, "fisiológica".

Me explico: Cuando yo era muy niña, mucho, oía en mi casa quejarse de mi falta de interés por la comida exceptuando aquella sopa que llegaba puntual cada noche a la mesa de nuestra cocina y que para que yo le hiciera caso debía carecer de fideos y, por el contrario, tenía que estar rebosante de figuritas que alguien me decía que se llamaban "letras".

Desde siempre me atrajeron sus cantos de sirena, lo que hacía que mis platos, para tranquilidad de todo el mundo, se llenaran hasta el borde y bajaran a la misma velocidad que una marea se retrae hacia los rayos de la luna. Buceaba, blandiendo mi cuchara, en el fondo del caldo con olor a puchero, sabor a hogar humilde y textura conseguida a base de horas de fuego lento. Muy lento. Así que aquello que se llamaban "letras" navegaban a toda vela, primero hacia mi estómago y mas tarde, en busca de significado, hacia mi cerebro. Era allí donde yo intentaba descifrarlas, y donde presa de la desesperación, acababan provocándome una indigestión que volcaba, eso sí, con mucha dignidad y pulcritud, en múltiples servilletas en las que ellas se dejaban derramar cual lágrimas rebeldes. Pensándolo bien éste también podría considerarse mi inicio de escritura. Pero claro, ésta sería otra historia…

Tiempo después, alguien que me conminaba a llamarla “hermana” o “Sor…” le puso nombre a mis figuritas¸ me enseñó a llamarlas, a esbozarlas, a llevármelas de la mano y formar el circulo mágico: m con a, ma. Y otra vez: m con a... Fue entonces cuando supe que mamá me hablaba desde sus ollas. Aprender a escucharla fue rescatar los tesoros de su sopa, romper secretos en mi plato y encontrar tropezones de emociones en mi cuchara.

El tiempo iba pasando y la palabra "mamá" creció, casi al mismo tiempo que yo, y se convirtió en "madre". Fue entonces cuando mis digestiones se hicieron mucho menos pesadas. Desde ese momento, además de cultivar largas conversaciones con mi madre en los hondos platos de la vajilla de mi infancia, devoro libros y más libros que intento hagan más emocional a mi cerebro, el cual por cierto, se ha acostumbrado a mis "atracones" y me reclama ingerir alimento muy frecuentemente. Temiendo una nueva recaída, mi estómago, mi cerebro y yo hemos llegado a una especie de acuerdo de "dieta" basada en hábitos diarios muy saludables. La receta parece sencilla y lo es a poco que se le ponga un mínimo de voluntad: 100 gramos de realidad, 500 gramos de imaginación y cantidades ingentes de poesía "de la de andar por casa". Esa que guardo en mis zapatillas y que nos tomamos de postre entre página y página, entre miradas furtivas a las nubes en busca de espacios para la ensoñación y sorbitos de café.

De momento nuestras analíticas son impecables por lo que el doctor ha pasado de preocuparse por mi sistema digestivo a ocuparse de mi sistema nervioso. Piensa que ahora que mi madre vive alejada de los fogones por el olvido es incapaz de hablarme desde allí. O bien que yo no puedo escucharla desde esa distancia que él considera insalvable. ¡Claro! Nunca, ni mi madre, ni yo, le hemos confesado que nuestras conversaciones trascienden en las miradas y en los silencios que ella dejaba reposar en los pucheros de mi niñez; justo cuando ella dejó que fueran otros los que me hicieran descubrir que la m con la a formaba "ma"; justo ahora cuando recuerdo cómo ella, sin yo saberlo, me enseñó que hay muchas clases de lecturas, otras que traspasan las páginas de los libros pero deben resguardarse también en ellos, entre líneas, contra el olvido. Y lo hizo justo entonces, mucho antes de que yo supiera como se engendra esta pasión a la que algunos llaman leer.

Mercedes García Llano
Auxiliar administrativa.