taxi "cocodrilo" |
Ahora que me puse a hacer memoria, veo que no sé cómo aprendí a leer; lo que sé es que después de una temporada de dolor, leía. En mi infancia hay un antes y un después marcados por el dolor y por la capacidad de leer. Sin embargo, no asocio la lectura con el dolor, sino con la existencia y sus vicisitudes.
De niño tuve malos dientes; incluso mis
dientes de leche eran malos y requirieron la intervención del dentista. Mi
madre me llevó una y otra vez a un consultorio en el centro de la ciudad de
México, trepados en unos horribles taxis pintados en dos tonos intensos, negro
y verde, separados por una zigzagueante franja blanca, los cuales la gente
había bautizado como “cocodrilos”. Mi madre y yo en un cocodrilo, epítome de la
buena dentadura, de camino al suplicio del dentista. Lógicamente, yo entonces
no lo sabía, pero ahora sé que mi madre era una muchacha inexperta y asustada,
con su primer hijo vivo después de dos embarazos perdidos. Escudriño en mis
recuerdos y no logro determinar si ella me enseñó a leer. Recuerdo, eso sí, las
revistas ilustradas con que trataba de distraerme. Recuerdo a mi favorito, el
Llanero Solitario, y en segundo lugar a Supermán, con el pelo azul de tan
negro, como el de mi madre.
La tortura del dentista. A la lejanía del
consultorio había que sumar las horas en la sala de espera que desembocaban en
el sillón de los tormentos, rodeado del instrumental alevoso que maltrataba mis
cinco años. En esos meses lentos aprendí a leer. Recuerdo el efecto que
ejercían sobre mi ánimo esas lecturas. Recuerdo el sentimiento de realidad de
lo leído, de otra realidad superpuesta que le sumaba una dimensión a la
realidad ordinaria. En cambio, no tengo ningún recuerdo de la vuelta a casa. Mi
memoria es como una película que se repite con ligeras variaciones y se termina
de súbito con la pérdida definitiva y dolorosa de algún diente, nervio o
colgajo, como unas viejas series de televisión, “Suspenso Chocomilk”, que tanto
me gustaban y que terminaban increíblemente con la muerte del protagonista: el
Llanero abaleado a mansalva detrás de una gran roca, Supermán encerrado con un
saquito de kriptonita y Batman, inconsciente, arrojado dentro un cajón al foso
de los cocodrilos, les digo que todo se repite.
De camino al dentista en un cocodrilo,
cierto día chocamos. Antes de que se generalizaran los semáforos, en diversos
cruceros se levantaban zócalos desde donde un policía dirigía el tránsito (en
México los llamaban “tamarindos”, por el color de su uniforme –iba a escribir “disfraz”)
y contra uno de esos pedestales nos dimos de frente. Enfrascado en mi lectura,
no tuve tiempo de precaverme y me golpeé malamente la cabeza contra el respaldo
del asiento delantero: otro dolor por culpa de los dientes. El chofer bajó de
pésimo humor a revisar su cocodrilo y sin preguntarnos si estábamos bien,
reanudó la marcha, olvidado también del tamarindo, al que no pude ver nunca,
espero que no haya quedado por ahí tirado en el pavimento.
Todavía hay más sangre. Por esa misma
época, como buen chico, pasé por una hemorragia nasal incontrolable. Mi madre,
de nueva cuenta, tuvo que lidiar con la situación. El hospital al que llegamos,
que era el que nos correspondía por el seguro médico de mi padre, estaba
sobrepasado por el accidente de algún autobús y fui internado en una cama de la
sala general femenina. Junto a mí, en la mesita habitual, una tía me dejó una
pila de libros de cuentos ilustrados que devoré con la nariz taponada por muchos
centímetros de tela de gasa. Un poco más lejos, en la cama contigua, se tendía
una niña de mi edad, aquejada de un mal desconocido para mí. Nos veíamos de
soslayo sin saber decirnos nada, hasta que me autorizaron a levantarme y mi
madre, pensando en lo aburrido que estaría, me instaló al lado de ella para que
le leyera mis libros. Eso lo recuerdo bien: mi temblor íntimo al leer por
primera vez para alguien más, para esa niña palidísima, callada y de ojos
enormes que alternaban entre el libro y el lector. Percibí estremecido una que
llamaré “admiración natural”: me sentí admirado y, al mismo tiempo, tuve la
certeza de que para ella lo normal era que le leyera un libro mientras yacía en
su lecho de enferma.
Me dieron de alta uno o dos días después.
Mi madre, protagonista de estos recuerdos, como puede verse, me sugirió que le
dejara a mi vecina los libros ilustrados. Me escurrí tras las cortinas que
separaban las camas y vi algo que no debí ver, un “procedimiento médico”, para
usar el eufemismo acostumbrado. Ella estaba anestesiada y no se percató de mi visita.
Dejé los libros donde pude y escapé: me tocaba ser el pálido de los ojos muy
abiertos. Espero que me haya perdonado.
Aunque me siento joven, confieso que han
pasado los años. En mi ciudad ya no hay cocodrilos ni tamarindos; por lo demás,
tampoco tengo dientes ni mucho menos puedo preguntarle a mi madre si fue ella la
que me enseñó a leer. Tal vez sí; quizá siempre creyó que yo no lo había
olvidado y por eso jamás lo comentamos al paso de las décadas. Tampoco hablamos
de la niña aquella, supongo que se le habrá borrado de la cabeza. Si
sobrevivió, es ahora una mujer de cincuenta y tantos. Se casó, tiene hijos y
quizá incluso algún nieto precoz. Ojalá que pudiera escribir su propia historia
y que yo figurara ahí, el dueño del misterio de los signos sobre el papel y del
dolor y de la vida.
Javier Dávila
Profesor y traductor
Profesor y traductor
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