Un libro y yo |
Tenía 6 años y una fresca brisa de una mañana de julio me daba en la cara. Subido en un camión recorría los pocos kilómetros que separaban Dos Hermanas de Sevilla. Comenzaba el éxodo de mi familia hacia una nueva vida en busca de trabajo y de oportunidades. La cara sonriente de mis hermanos pequeños y de mi madre, las tengo aún grabadas en mi memoria.
Tan pequeño y ya llevaba un bagaje de sueños y aventuras: ¡sabía leer y escribir! Mis fantasías volaban por el Reino de Thule, donde la preciosa reina Sigrid acompañaba al Capitán Trueno, a Goliath y a Crispín contra los infieles sarracenos; El Jabato, Taurus y Fideo se embarcaban en busca de la bella Claudia; Roberto Alcázar y Pedrín luchando contra todo tipo de criminales; las locuras del TBO y el DDT, Rompetechos, las hermanas Gilda, los inventos del doctor Franz de Copenhague, la 13 Rue del Percebe, Zipi y Zape; las Hazañas Bélicas; El Guerrero del Antifaz; Mortadelo y Filemón; los desafíos de pistoleros del oeste y el colorido de los indios, Jerónimo y los comanches...
En el taller de costura de mi abuelo, las mujeres, mi madre y mis tías, se afanaban en terminar las hombreras, planchar pantalones, pasar hilvanes ... mientras yo leía sentado en un alfeizar de la ventana que daba a la calle todo lo que caía en mis manos, ¡hasta las revistas del Selecciones Reader's Digest!
Mis padres solo conocían las primeras letras y se pasaban todo el día trabajando, mi madre en la sastrería, mi padre en la obra. Entonces, ¿quién me enseñó a leer? Me estrené con 5 años en el Colegio de la Compasión. Recuerdo vagamente como a la madre Sor Emilia no le gustaba que hiciera las tareas con la mano izquierda y, en cambio, la Madre Blanca no me decía nada. Fueron estas dos monjas las encargadas de iniciarme en la lectura y la escritura. No tengo demasiados recuerdos ya que era muy pequeño, pero mis pensamientos se trasladan al patio de recreo donde cogíamos “vinagretas” para chuparlas y sacar su sabor agrio y fuerte, al moral de moras negras que nos ponía el babi blanco manchado como si fuera tinta, a la leche en polvo de media mañana y, especialmente, a la campana, muy tenue, que nos decía que ya era hora de volver a casa, de coger a mi hermano Tomás de la mano, de ponernos la caperuza de color azul y el abrigo de confección hecho en el taller, de correr con nuestros pantalónes cortos y las piernas al aire llenando la calle de gritos con nuestras caras de felicidad.
Miguel Rosa
Maestro
Miguel Rosa
Maestro
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