viernes, 3 de mayo de 2024

Mari Gómez

 

Aunque nosotros vivíamos en Tetúán, mi madre se fue a Melilla para dar a luz en casa de mi abuela. Nací en 1933, en plena República. Un año realmente importante para las mujeres ya que pudieron ejercer por primera vez su derecho al voto.

Mi padre fue el que me inició en las primeras letras. Cuando volvía del trabajo se sentaba conmigo en la mesa grande del comedor y en la cartilla Rayas 1 me iba marcando las letras y las sílabas. Algunas tardes, cuando mi padre no podía,  mi madre se encargaba de seguir con la tarea de enseñarme a leer. De este modo, antes de ir al colegio, yo ya conocía los primeros rudimentos de la lectura.

 

Antes de cumplir los cinco años me llevaron al colegio de la Congregación de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas. Era un colegio solo de niñas. Las de párvulos y las de primero estábamos todas juntas. Nuestra maestra era sor Guadalupe. Tenía 72 años y veía solo por un ojo. A pesar de su edad y su poca visión se encargaba de alrededor de 60 alumnas, ¡algo inimaginable en los tiempos actuales!


Como yo era de las más pequeñas siempre estaba sentada en la primera fila. Sor Guadalupe nos daba de leer todos los días pero a escribir nos enseñaban las niñas más mayores. Nos cogían la mano y nos la dirigían hasta hacer las muestras de escritura.


Al año siguiente pasé a segundo y mi maestra fue sor Isabel. Recuerdo que, a pesar de nuestra corta edad, nos dejaba ir a la panadería que había junto al colegio a comprar un bollito de viena recién hecho. Lo comíamos con una onza de chocolate que traíamos de casa. En esta clase la práctica de la lectura era salir y leer en voz alta porque ya todas leíamos con fluidez.


En cuarto nos cambiamos de casa y, como el colegio nos cogía muy lejos, nuestros padres decidieron cambiarnos a la academia “La General”. El director se llamaba don J. Ramirez y le apodaban “El Chato” precisamente porque era justo lo contrario: tenía una muy buena napia.

 

Mis primeros libritos de lectura fueron los Cuentos de Calleja. Un poco más mayor leía la revista infantil de Flechas y Pelayos, una revista vinculada a la Falange Española, Los Cuentos de Mari Pepa, Los Cuentos de Florita, el  tebeo Chicos, etc. En quinto nos obligaban a leer un libro por semana de los que teníamos que hacer un resumen. Eran libros clásicos y los cogíamos de la biblioteca que estaba enfrente de la academia. Paralelamente en casa, escondidos entre los libros de texto, leía las novelas rosas de María Mercedes Ortoll y de su cuñada, la también escritora Concha Linares Becerra.


He sido una lectora empedernida. Imposible enumerar la cantidad de libros que he leído en tantísimos años. Especialmente me han gustado los escritores de la Generación del 98 y del 27. Por nombrar algunos El Mayorazgo de Labraz de Pío Baroja, Niebla de Unamuno, Zorba el Griego de Nikos Kazantzakis, La buena tierra de Pearl S. Buck, Ho-Ming, hija de la nueva China de Elizabeth Foreman…


Aún sigo leyendo a pesar de que veo muy poco y a veces doble, pero pongo las letras de mi libro digital muy grandes y esto me permite seguir con una de mis aficiones favoritas.

 

Mari Gómez

Maestra nacional jubilada.