martes, 25 de febrero de 2014

Julieta Pinasco


Hay un mantra que dice "Si querés que tus hijos lean, que te vean leer". Mis padres tenían una biblioteca inmensa. Mi madre, con su escaso séptimo grado, es una lectora compulsiva. Debe ser uno de los pocos seres humanos que ha leído varias veces las obras completas de Dostoievski, en los tres tomos publicados en papel biblia por Aguilar. Si el mantra fuera ley, mis dos hermanos y yo, criados en el mismo hogar, con la misma biblioteca a disposición y -mal que nos pese- por los mismos padres, seríamos tres lectores compulsivos.
(Suena una chicharra de alerta).

Pues no. Mi hermano Mariano no lee ni los chistes del periódico, el menor supo leer cuando yo le puse el libro adelante; y yo, que soy la mayor, no hago más que leer. La conclusión pone en evidencia la fragilidad del mantra mencionado. Los motivos por los que cada ser humano lee deben de ser infinitos y escapan a mi posibilidad de comprensión. Solo puedo hablar por mí misma: yo leí para ahuyentar mi soledad infantil, para escapar al terror que me producían los silencios prolongados de mi madre a una edad en que la madre es ese cuerpo que nos abraza y nos alberga. Mis hermanos -por sus escasos años de diferencia- se tuvieron a sí mismos, yo tuve los libros. Si no hubiera habido tantos en mi casa, y algún otro adulto me los hubiera ofrecido, yo habría leído igual. Porque la cuestión no estuvo ni en la biblioteca ni en los padres lectores, sino en el vacío que los libros vinieron a ocupar. El mundo dolía mucho menos a través de las palabras y el libro podía cerrarse cuando se tornaba insoportable: mi madre, no.

Cierto es que hay infinitas maneras de hacerse el idiota ante lo real: quizá, a los seis años, leer haya sido una manera saludable que, una vez puesta en práctica, avivó el placer por los mundos sustitutivos, y la sublimación por la escritura (he asesinado a mi progenitora tantas veces a través de las palabras que ahora puedo ser la hija que la sostiene y la cuida). Los libros me han dicho lo que buscaba oír, me mostraron otros caminos, me dieron una estructura que no supo enseñarme mi madre porque carecía de eso que es "maternar": la voluntad de cuidar, de darle cuerpo al amor y poder mirar al otro con confianza. Los libros ordenaron mis emociones, me enseñaron formas de pensarme, me mostraron que somos seres de relatos, que los poemas abren las puertas de la percepción y me hicieron ser Julieta Pinasco.

Pero no soy una fundamentalista de la lectura: no creo que alguien sea mejor o peor persona porque lea o no. De hecho, mis hermanos no-lectores son personas de una calidad muy superior a la mía. Cada persona elige de qué forma mediar con lo real: algunos optan por la música, otros dibujan, algunos trabajan el jardín, otros tienen cientos de amigos.

Yo elegí leer. Y volvería a hacerlo si me fueran concedidas otras existencias. Y como esto último es imposible, trato de sacarle rédito a la vida que tengo leyendo un libro tras otro. Y así alcanzo cierta clase de felicidad que es mía y con la cual no pretendo, jamás, catequizar. No hay universales en el deseo y la alegría: solo paraísos individuales. El mío -como el de tantos otros- tiene forma de libro. 


Julieta Pinasco.
Profesora y escritora.

La autora escribió esta entrada en su blog Acuática y me ha dado permiso para trascribirlo aquí y usar su foto personal. Muchísimas gracias.

domingo, 23 de febrero de 2014

Antonio Calvo Roy


Lamento no tener una fecha ni un año ni una persona en particular. No recuerdo el proceso exacto, las dudas y los avances más allá de los palotes, lo raras que eran las uves en la caligrafía, las cartillas con frases un poco tontas llenas de emes. Como allí recuerdo sólo a dos monjas, sor Umbelina y sor Covadonga, sin duda a ellas les corresponde haberme descubierto el mundo de la lectura, es decir, el mundo.

Probablemente lo viví como un proceso natural, porque, como yo era el pequeño, en casa todos leían ya y siempre había libros, revistas, periódicos y tebeos. Un poco más tarde, ya en otro colegio, sé que me gustaba el golpecito que daba en la cabeza el inspector cuando venía al cole a ver cómo íbamos y te pasaba el testigo para leer. Recuerdo que siempre estaba deseando que me tocara, porque era algo que me gustaba hacer y que hacía bien. Pero, lo siento, no tengo presentes los detalles de cómo llegue al país de la lectura, aunque sé que he pasado allí muchos de los mejores ratos que recuerdo.

Desde relativamente pronto me veo siempre con algo de leer en las manos, quizá imitando a mis hermanos mayores, a los que sé que daba la lata para que me leyeran cuando yo no sabía. Siempre había por ahí un tebeo –los comprábamos los domingos, Pumby, Pulgarcito…-, un libro de Tarzán de los que tenían viñetas cada cuatro páginas, una estupenda edición con pastas amarillas de editorial Juventud de Jim Boton y Lucas el maquinista, de Michael Ende, los libros gordos de Disney con el Tío Gilito y toda la familia. Y, sobre todo, los tintines, el primero de ellos, un regalo para mi hermana, Las 7 bolas de cristal. Un poco después, quizá en los primeros años 70, sé que me gustaban las clases de lengua porque me gustaba buscar palabras en el diccionario, justo en la edición del DRAE de 1970, la de un solo tomo. Y sí, no se me olvida, una vez que estaba enfermo en la cama, las tapas grises de El zoo de Pitus, un libro maravilloso de esos que te acompañan siempre. Quizá el primer libro que me impresionó de verdad.

En los veranos recuerdo el estupor de algunos amigos porque, tanto a mi hermana de mi edad como a mí, nos gustaba quedar con ellos más tarde, no nada más comer, para tener un rato de compañía con Jorge, Dick, Julio, Ana y Tim, los cinco de Enid Blyton, con Óscar, agente secreto, con la maravillosa alfombra voladora y los disfraces de agrimensor -¿qué sería aquello?- de Tevan Sventon –pronunciado siempre Tevan Eston-, y los siete, entre otros compañeros de entonces. Eso sí, me mantenía lejos de las Torres de Malory y Puk no se qué (¿cabecita loca pero gran corazón?), reservados para mis hermanas.

Algún verano más tarde Tres pioneros, de Eric Collier, fue otro de los libros que me impresionó. Afortunadamente la biblioteca de casa estaba muy bien surtida y mi padre era, además de un gran lector, un excelente pasador de libros. Mi segunda guerra mundial, mi Delibes, mi Plinio… Y no se olvida tampoco el que considero el paso a la lectura, digamos, adulta, la de verdad verdad. Yo tendría unos 15 o 16 o así y mi padre me dio los tres tomos que acababan de salir, 1976, de los cuentos de Cortázar en la edición de Alianza que los reunía todos. Entonces, el mundo cambió. Qué el mundo, el Universo. Desde entonces, todo lo demás vino solo, aunque nunca he perdido el gusto por la obra de Julio Cortázar, así que este año en el que se celebra el centenario de su nacimiento y se publican inéditos, los paladeo con placer.

Y ahí sigo, leyendo todo lo que cae en mis manos, viviendo siempre intensamente las escapadas a ese maravilloso país de la lectura. Y de todos ellos, el único al que vuelvo reiteradamente, al menos cada dos o tres años, es al Quijote, un paisaje conocido y siempre lleno de sorpresas. Me gustaría poder decir con Borges, en su poema Un lector, “Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las que he leído.”

Antonio Calvo Roy.
Periodista.

sábado, 22 de febrero de 2014

Aitor Lázpita



Aprendí a leer a los dieciséis.

Uno. No fui un lector precoz. Me gustaba mucho la música. Desde que tengo memoria, recuerdo estar pegado a un cassette. A los diez años había decidido que iba a ser una estrella de rock y ninguna otra cosa me interesaba.

Dos. Me gustaba leer cómics. Es el primer género que amé de verdad. Siendo niño no leí a Stevenson, ni a Twain, ni a Enid Blyton. Pasé de Hergé a Gallardo y Mediavilla.

Tres. La escuela puso todo de su parte para hacerme odiar la lectura. No lo consiguió, pero por poco. Recuerdo que me obligaron a leer el “Poema de mío Cid”, la versión original, antes de cumplir los quince años. Tampoco lo consiguieron. Las palabras “lectura” y “obligatoria” nunca deben ir juntas.

Cuatro. A los dieciséis años tuve una revelación. Mi hermano había comprado “El lobo estepario”, de Hermann Hesse, en una edición de bolsillo. Cayó en mis manos y lo leí como si estuviera en trance. Ese verano leí “América”, de Kafka, “El extraño” y “La peste”, de Camus. Descubrí la lectura como un necesidad, como una droga. Me hacía gozar y sufrir. Olvidé todo lo demás. Fue el comienzo de una relación que no tiene fin.

 Aprendí a leer a los dieciséis.


Aitor Lázpita.
Profesor de lengua y literatura.



sábado, 15 de febrero de 2014

José Luis Gamboa


Debía correr el año 1966 cuando mi primera maestra, la señorita Miqui, me inoculó un virus del que aún -por suerte- no me he curado: la lectura.

Sin apenas esfuerzo, todavía puedo verla con sus ojos redondos y pequeños y su permanente. Como imaginaréis, la relación entre la lectura y yo es vieja: desde que tengo uso de razón, el regalo que casi siempre pedía por Reyes era un libro.

Del que guardo mejor recuerdo es de una adaptación de Los viajes de Marco Polo. Planear expediciones a aquellas tierras lejanas y ver lo que vio el veneciano fue uno de los entretenimientos de mi infancia. También me resultó fascinante una Historia de China de la Editorial Bruguera. La leí en la azotea de mi casa familiar. Por desgracia, no la puse a cubierto y una lluvia repentina acabó con el volumen. 

De entre la malas experiencias (porque de todo ha habido en tantos años), destacaré la enorme decepción que me supuso saber que Don Quijote no existió (desde entonces, mi relación con la obra de Cervantes es esquiva) y mi ambigüedad hacia Julio Verne (no me gustó nada 20.000 leguas de viaje submarino, pero me encantó La vuelta al mundo en 80 días y, sobre todo, Miguel Strogoff).


José Luis Gamboa
Profesor de lengua y literatura.

viernes, 14 de febrero de 2014

Manuel Mellado


Bucear en la memoria no es un ejercicio fácil cuando se quiere llegar con precisión a unos recuerdos concretos. Mi introspección no me aclara cuándo y cómo empecé a leer. Los recuerdos más cercanos y significativos de mi acercamiento al mundo de las letras se encierran en un triángulo de experiencias que por diferentes razones tuvieron un gran significado en mi historia vital.

El primero hace referencias a muchas tardes, sobre todo de invierno, lluviosas y desapacibles, en las que mi padre y yo coincidíamos en torno a la mesa camilla. Una de las ventajas de ser el primogénito fue haber recibido la atención especial que todo padre dispensa a su primer hijo. Las imágenes que me llegan de los almacenes del tiempo son bromas, juegos y enseñanzas con un lápiz de mina dura sobre papeles, que frecuentemente envolvieron alimentos pocas horas antes. En ellos y en cuadernos de dos rayas, bajo su guía, escribí letras, nombres y, especialmente, por lo que supuso en mi historial académico posterior,  números y cuentas muy por encima de lo que sabían los niños de la misma edad en mi barrio.

El segundo recuerdo son algunas secuencias deshilvanadas de mi primera escuela. Era una “miga” a la que asistíamos los niños y niñas menores de cinco años de mi barrio. La tutelaba una mujer, doña Elisa, delgada, adusta y muy religiosa. Estaba justo enfrente de mi casa y la maestra sentía por mí un cariño especia;, así fue como entré antes que los demás niños, tal vez con tres años. Era tan pequeño que no podía llevar la sillita que todos los demás transportaban todos los días desde su casa por lo que me la llevaba mi madre. En invierno también nos llevábamos unas latitas con brasas encendidas para calentarnos. Todo en esta escuela era un ritual: ¡Ave María Purísima! era pedir permiso. ¡Sin pecado concebida! era la autorización para entrar. El día transcurría entre rezos y cantos colectivos (todo se cantaba: canciones, abecedario, números, sumas sencillas,…) Uno de mis recuerdos más vívidos son el enorme ábaco con el que nos hacía cantar los números y lo que me gustaba pasar sus bolas. También rememoro la fila que los niños formábamos junto a su mesa para leer en aquella extraña cartilla amarillenta y llena de letras escritas en muy distintas tipografías. Sólo conservo en mi memoria la secuencia de ir algunas veces (era pequeño y tenía que solicitarlo acercándome a su mesa) a leer las letras una y otra vez, animado por la indulgente voz de doña Elisa que me señalaba las letras en las diferentes grafías.

El tercer lado o vértice de mi memoria lectora se centra en mis primeros años de colegio. Entré con cinco años en la Escuela Nacional; no recuerdo el nombre oficial, nosotros la nombrábamos por el nombre de su ubicación “El Llanete”. En mi pueblo había dos escuelas públicas de niños, una de niñas, dos colegios privados para niñas de monjas y un seminario claretiano. Mi primera clase era muy grande, en forma de rectángulo demasiado alargado; no menos de 40 niños nos repartíamos en torno a mesas redondas grandes y bajitas. Mis recuerdos más significativos tienen que ver con los apuros que pasé allí. Mi prima me había regalado una maleta desproporcionada a lo que yo tenía que llevar en mi primer curso que junto a las pocas que otros alumnos aportaban, se convirtieron en los objetos más apreciados para ser utilizados como proyectiles cuando el maestro se ausentaba, cosa bastante frecuente. Don Fideo, creo que no dije nunca el  auténtico nombre de mi primer maestro, nos llamaba por turnos, nos colocaba en semicírculo alrededor de su mesa e íbamos leyendo en nuestra cartilla “Cu Cú”, el trozo que nos tocaba. Ahora me da risa, pero lo pasé muy mal. Antes de mitad de curso, en los continuos vuelos de mi maleta, mi cartilla se había destrozado, sólo me quedaron dos hojas. Yo ya había leído la cartilla con mi padre y me la sabía de memoria. Cuando leía el niño anterior a mí yo recitaba mi parte de memoria. El maestro no se dio cuenta en todo el curso. Tuve que equivocarme algunas veces o, tal vez ni siquiera se percató de mi presencia, porque me dejó repitiendo.

Mi madre me contó que se extrañó de que no hubiera pasado con mis vecinos a segundo curso, sabiendo más que ellos por lo que habló con uno de los maestros amigo suyo. Un día apareció el director, me hizo unas preguntas y al cabo de un rato me llevó a otra clase. Era segundo, estaba atiborrada de niños, me colocaron con un chaval muy grande, emigrante retornado de Alemania. Llevaba unas semanas en mi nueva clase cuando un comentario que hice a mi compañero provocó un revuelo. El maestro, era una persona atenta y observadora, estaba explicando los miles, cómo se leían y escribían, yo comenté a mi compañero que sabía los millones. Me escuchó y me sacó a la pizarra, escribió diferentes cantidades desde las centenas de mil a los millones y las leí todas. Me llevó otra vez al director y me subieron a tercero. No había sitio para mí en aquellas bancas, con asientos abatibles y tuve que estar el resto del curso sentándome en los huecos que dejaban libres los alumnos que faltaban. Miserias y grandezas de la escuela pública.

 ¿Quién influyó más en mi aprendizaje lector? Sí,  tengo muy clara la historia de cómo se desarrolló mi gusto por la lectura y el hábito lector voraz que me sigue proporcionando muchos de los grandes momentos de disfrute en mi vida. Leer se convirtió en una de mis pasiones. Los tebeos fueron mi enganche lector, adquirí una capacidad de vivir las aventuras de mis héroes de cómic tal, que pronto se me hicieron imprescindibles. Paralelamente desarrollé mis competencias comerciales, organizando una cadena de trueque en la que cambiaba constantemente los tebeos leídos por otros nuevos. Aprovechaba incluso las enfermedades propias de la edad, así leí la colección entera de Don Z, acompañando a un amigo todos los días que le duraron las paperas. Mi gusto por la historia, la geografía, la antropología, biología, etc., se despertó leyendo El Capitán Trueno, El Jabato, Flecha Roja, La Pantera Negra… En aquellos tiempos yo no era permeable a la ideología subyacente y sí viví y recreé mundos inimaginables en mi imaginación que superaban incluso a las películas que también veía con la misma pasión.

Una lectura intermedia que me acercó al mundo de los adultos la realicé cada verano cuando iba de vacaciones con mis tías modistas. En sus talleres se amontonaban todas las fotonovelas del mercado y en especial las de Corín Tellado. Con ellas y las radionovelas, que también escuchaba, aprendí a comprender todo un mundo de pasiones y tragedias muy alejado de mi edad. Me sorprendo muchas veces cuando me pregunto ¿por qué soy como soy y pienso como pienso?

El salto definitivo a la lectura literaria lo di junto a mi pandilla del instituto, no sé con exactitud el curso. Algunos de ellos se habían hecho socios de la Biblioteca Municipal y empezamos a quedar allí antes de dar una vuelta por “La Carrera”, lugar de paseo habitual dónde buscábamos a las chicas. Por imitación decidí hacerme socio. Seguramente porque lo estábamos estudiando, el primer libro que cogí para llevármelo a casa fue: “La Divina Comedia”. El bibliotecario D. José Arenas, hombre serio y poco amigable con los adolescentes, se resistió a entregármelo pero la razón de necesidad por estudios lo convenció. Cuando fui a devolverlo me preguntó: ¿lo has leído? Le dije que sí y añadí, si he podido leer este libro, no habrá ninguno que se me resista. Él se sonrió, pero conseguí que nunca me dijera que no podía sacar un libro, cosa poco habitual en él. De ste modo pude sacar la colección de Aguilar, encuadernada en piel y papel biblia, sobre Clásicos Universales: La novela picaresca completa, Novelas Ejemplares de Cervantes, Dostoievski, Tolstoi, Lorca… o cualquier libro sin problema y con su beneplácito. Fueron años de lectura frenética en la que probé todos los géneros y estilos desde poesía a teatro, desde la novela negra a la ciencia ficción, desde lo banal a lo más culto. Desde aquellos lejanos tiempos hasta hoy la lectura ha sido mi arma secreta y mi consuelo, mi lugar de recreo y mi herramienta…

Manuel Mellado.
Maestro jubilado.