viernes, 22 de mayo de 2015

David F. Cañaveral


No existe mejor evasión, compañía y complicidad que la que brinda un libro. Leer es el acto más mágico que el humano normal y corriente puede realizar, ya sea leer en papel o en pantalla, mediante letras o imágenes y sonidos.

Recuerdo cómo aprendí a leer. De hecho, recuerdo haber aprendido dos veces, porque una cosa es aprender a leer y otra aprender a LEER.

La primera vez es aquella en la que aprendes a unir las letras y formar palabras, frases, párrafos, historias… Y eso, juntar letras, fue exactamente lo que me enseñaron a hacer. Fue obra de mi maestra de preescolar, Charo. Ella dibujó una serie de ilustraciones, una para cada letra, en la que convertía cada grafía en un personaje. La Q, por ejemplo, era una abuelita que requería que la U la acompañara para poder caminar. Charo logró que aquellas desconocidas se convirtieran pronto en nuestras amigas. Y, de pronto, surgió la inmensidad del mundo: todo aquello que aún estaba por leer y descubrir. De repente, era como tener superpoderes. Ahora sí que eras de los mayores.

La segunda vez es aquella en la que no solo eres capaz de juntar las letras y leer todo lo que te rodea, sino la vez que descubres el universo que puede esconderse en el interior de esas palabras y frases, dentro de las páginas de un libro. Esta es la más apasionante. Recuerdo el día que mi padre llegó a casa y me regaló un libro de la serie blanca de “El barco de vapor”. La idea de leer aquel libro, en principio, se me antojó costosa. Pero no fue sino el comienzo de algo extraordinario, de la capacidad de soñar en vigilia. Devoré libros y libros de aquella colección y de otras. Recuerdo a mi madre aconsejándome qué leer a continuación. Ella siempre me ha recordado la importancia de leer.

Y de esta manera tan aparentemente sencilla como asombrosa, descubrí la lectura.

Con el tiempo, he comprendido que, de no haber tenido quien me animara a amar las letras, jamás hubiera llegado a la escritura. Ahora, no solo leo; también escribo. Y las historias, las mías y las de otros, son siempre mi mejor evasión, compañía y complicidad.

Hace tiempo que ya no soy capaz de recordar… ¿cómo era la vida antes de leer?

David F. Cañaveral.
Escritor.



martes, 19 de mayo de 2015

Julia Mora Herrera

La verdad es que no sé cuándo aprendí a leer ni cuales fueron mis primeras lecturas pero sí que recuerdo un año escrito en la pizarra, 1993. A partir de esa imagen se suceden en mi memoria los recuerdos de mi etapa escolar: el globo amarillo de papel charol colgando sobre mi mesa, la tonalidad verde que invadía la clase, los que fueron mis compañeros durante años, aquellos a los que no volví a ver... Al mismo tiempo rememoro los archivadores de nuestras fichas y tareas, cada uno tenía un dibujo concreto que nos identificaba. El mío era una luna. No sé si fue casualidad o no pero desde pequeña más de una maestra me decía _ y no quiero señalar _ que siempre andaba por esos lares.

Aunque no recuerde con certeza cuándo aprendí a leer sí que recuerdo cuando empecé a escribir, y también, quién me incentivó: la señorita Mayti. Ella fue nuestra profesora durante toda la Primaria y nosotros, para siempre, sus enanitos del bosque. Recuerdo que me dio un cuadernillo más bonito de lo normal para que volcara en él mi imaginación. Así surgieron mis primeras poesías sobre la luna, las estrellas, los planetas, las estaciones del año y las flores. Mayti me ayudaba a pulirlas y a corregir la ortografía y, además, me animaba a presentarlas a concursos y a recitárselas a los niños de las otras clases y ¡ahí iba yo! sin tan siquiera plantearme lo que significaba el miedo escénico. Eso debe de ser una de tantas cosas inútiles que se adquieren con la edad.

A día de hoy, y a pesar de haber crecido, aún sigo visitando ese satélite protagonista de mis relatos infantiles. Mi mente sigue siendo tan inquieta e inoportuna como cuando era niña, hasta tal punto que me interrumpe incluso en este momento. Sin previo aviso, viaja hacia otra época y me advierte de que mi historia no es tan interesante como la de otras muchas personas, las personas que no aprendieron a leer.

Precisamente por recogerse en este blog retales de recuerdos sobre cómo aprendimos a leer pienso que entre sus páginas merecen un hueco las personas que por circunstancias de la vida fueron privadas de esta capacidad tan maravillosa. Aquellos niños que tuvieron que crecer de golpe y dejar atrás los cuentos de final feliz. Al igual que yo ellos también tienen grabado un año, 1936.

Cuando estalló la guerra civil mi abuelo tenía siete años y sólo llevaba un mes en la escuela. No pudo seguir asistiendo porque tuvo que huir del pueblo con su familia y posteriormente comenzar a trabajar en el campo. Su maestro era un guardia civil y según él toda la gente de su edad “que sabe” es  porque asistió a sus clases. En ese escaso mes estudió la Cartilla, el libro para aprender las letras, y el Catón, el libro de lecturas, pero no tuvo tiempo de llegar al siguiente nivel, la Raya”.
A pesar de haber estado tan poco tiempo en la escuela mi abuelo tiene grabado un fragmento del Catón que me gustaría compartir con vosotros: “Caminaba una vez un viejo por un sendero a paso lento pero certero, y al pasar por la orilla del río vio a un niño que braceaba fuertemente…”

Su segunda toma de contacto con la lectura no fue hasta trece años después. Poco antes de irse a la mili estuvo dando clases con un profesor particular durante tres meses para poder escribir cartas a su familia desde su destino. Además, aprendió a hacer cuentas y a copiar manuscritos porque, según él, las letras de antes no eran como las de ahora, eran más revueltas, bonitas y complicadas. Gracias a esas clases consiguió desenvolverse por sí solo y hasta hoy en día sigue practicando por su cuenta.
Mi abuela tampoco tuvo la suerte de ir a la escuela. A veces se escapaba por las mañanas para asistir a clase pero al poco la recogía su madre porque tenía que quedarse al cuidado de sus hermanos y de la casa mientras ella se iba a trabajar. A ratos interrumpidos aprendió las letras con la Cartilla y a restar.
Recuerda que tanto las niñas mayores como las pequeñas estudiaban juntas en la misma clase pero, sobre todo, la sensación que le invadía cuando podía ir a la escuela. Aquello le parecía lo mejor que existía, y lo que más le gustaba era el camino de vuelta a casa con sus amigas.
Guarda un especial cariño a su maestra Rosario. Era muy buena y sentía mucha pena al ver la situación en la que se encontraban ella y su familia. También era su vecina, por eso, a veces se la llevaba de casa a clase y, además, fue quién confeccionó su vestido de comunión.
Uno de los motivos por los que mi abuela ansiaba ir a la escuela era la preocupación que le asediaba al tener que ir a algún sitio y no saber lo que estaba escrito en los letreros, no saber por dónde ir. Por eso, cuando encontraba cualquier papel con texto ella intentaba juntar las letras con el fin de descifrar sus palabras. También aprovechaba cuando iba al cementerio el día de Todos los Santos para leer los nombres de las lápidas. Y así… es como ella “aprendió” a leer.
En el transcurso de estas líneas se adivina el fuerte contraste entre mi experiencia y la de mis abuelos. Al mismo tiempo tomo conciencia de la suerte que he tenido de haber crecido entre libros y con unos padres, familiares y profesores maravillosos que siempre me han ayudado. Por eso, me asombran las personas, que como mis abuelos, han suplido la falta de posibilidades con fuerza de voluntad. Gracias a esa actitud ante la vida han desarrollado una mente crítica que no se adquiere con estudios ni se aprende en los libros y es por todo esto que se han convertido en las personas que más admiro. Me alegra muchísimo poder dedicarles estas palabras.


Julia Mora Herrera.
Publicista y diseñadora.


sábado, 9 de mayo de 2015

Cecilia De Marchi Moyano



Mil y una noches

Aprendí a leer sola –o algo así– a los cuatro años. Por una parte, mis padres amaban la lectura y la casa siempre estuvo llena de estantes y libros. Además, cuando mi hermana Mariela estaba en la escuela, yo escuchaba a mi madre enseñar y repetir letras y palabras.

El nuestro fue amor a primera vista. Los libros me hicieron sentir siempre acogida y protegida, y retada: cada libro es un universo en expansión.

La segunda vez que aprendí a leer fue a los treinta años.

A los 22 fui atacada por un compañero de la universidad. No era la primera vez que sufría una agresión sexual. En mi país ser mujer es peligroso.

En cierto modo, perdí el sentido. Aunque sí podía reconocer letras y juntarlas, pronunciar estos sonidos era igual que mirar en el vacío. No lograba aferrar el significado de las palabras. Me tomó mucho tiempo, años, lograr que estos dibujitos me volvieran a contar.

Quien me enseñó a leer de nuevo fue mi hija. Ella me pedía cada noche que le contara un cuento, y noche a noche, cuento a cuento, me hizo volver a descifrar las cajas chinas que se encuentran en cada palabra. Como en las mil y una noches, mi pequeña Sherezada me logró liberar de un verdugo terrible: mi propia mente.

Ahora mismo no solo logro hilvanar palabras y significados, sino que también voy contándome. Ahora mismo, los libros han vuelto a ser lo que eran: lugares solitarios y concurridos, monstruosos y acogedores, memoria colectiva y creación privada. Han vuelto a ser universos en expansión.

Cecilia De Marchi Moyano

Escritora y correctora de estilo. 



jueves, 7 de mayo de 2015

Manuel Jesús Fernández Naranjo



“Recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidarse es difícil para quien tiene corazón.”  (Gabriel García Márquez).

No tengo un recuerdo muy claro de cómo aprendí a leer ni de quién me enseñó. Sí tengo un vago recuerdo de mi madre y mi padre prestándome atención cuando empezaba a “leer” ciertas cosas como etiquetas, carteles, cajas de juguetes… Mi familia no era lectora, no había mucha tradición. Sólo la prensa, algunas revistas y poco más.

Sobre todo me acuerdo de la miguilla de doña Paquita, como le llamábamos los que íbamos y cómo se le conocía en el barrio. Era una casa cercana en la que coincidíamos muchos de los niños del barrio y a la que fui hasta los 7 años. Llevábamos nuestra pequeña silla que dejábamos en la casa de la maestra y nos sentábamos en una habitación en filas de tres sillas enfrentadas con un pasillo central y la pequeña pizarra estaba en una de las paredes frontales.

Posiblemente allí aprendí a leer y a escribir porque cuando entré en el colegio directamente fui a 2º de EGB. Y ya era capaz de leer los nombres de los cromos de los equipos de fútbol, sobre todo del Barcelona y del Sevilla que eran los que más me gustaban.

Mis primeras lecturas fueron los tebeos de mi hermano, que tiene seis años más que yo, las aventuras de Astérix y los cuentos de Mortadelo.  Por aquella época escribí dos pequeñas obritas artesanales: una, La revelación (rebelión) de los Cuervos, sobre una revuelta de una tribu india frente a los “comboys” (cowboys) y La historia del ciclismo porque en aquella época me apasionaba la pugna entre Eddi Merkc y Luis Ocaña.

También me acuerdo de hojear la revista Selecciones del Reader´s Digest de la que mi padre era socio y que el primer libro que me leí fue El Triángulo de las Bermudas de Charles Berlitz. Después vinieron las lecturas escolares y mi empeño
en 2º de BUP por leerme todas las novelas ejemplares de Cervantes, .

A partir de ahí, el vuelo. Libros de historia, para estudiar y disfrutar, novelas clásicas y recientes. De todos ellos, mis libros preferidos quizás sean Bomarzo de Manuel Mújica Laínez y La conjura de los necios de John Kennedy Tool.

Pero mi recuerdo más especial es el placer de leer junto a mi compañera en el patio de su casa o en la plaza de Peñaflor, oliendo a azahar. 

Por eso, lo que me quedan son más sensaciones que recuerdos concretos. El placer de la lectura más que la lectura en sí. El acto más que el libro. El corazón más que la memoria.


Manuel Jesús Fernández Naranjo
Maestro.