Pepita, casa, gato, papá
Mi padre siempre guardaba un trozo de papel en el bolsillo de la chaqueta. Podía ser un pedazo de sobre usado o media cuartilla. Jamás desperdiciaba un hoja que pudiera volver a ser utilizada. Con su letra inglesa de cuidada caligrafía, dibujaba palabras de tinta azul. Después de la cena o tras un paseo por el campo sacaba un papelito y me enseñaba a descifrarlas.
En las tardes de verano, tumbado en una manta sobre el frío suelo, dibujaba en el aire palabras que yo jugaba a adivinar. Aunque él fue mi primer maestro, no pisó una escuela hasta después de cumplir los setenta años. Aprendió a leer gracias a su propio padre, mi abuelo Miguel, al que no conocí. Mientras cuidaban las cabras, le escribía las letras y las palabras con un lápiz sobre un papel de estraza gris en el que mi abuela había envuelto los mandados. Cuando no tenían papel ni lápiz, utilizaban un atadillo de hierbas y las piedras del campo.
Se aficionó tanto a la lectura que las cuadrillas de jornaleros lo aupaban para que les leyera las noticias de El Liberal. Las hojas del periódico eran tan grandes que ocultaban a aquel chiquillo tan pequeño. Siendo un muchacho, aprovechaba los descansos en el tajo para estudiar. Mientras los demás fumaban o sesteaban bajo un olivo, él se dedicaba a sus libros: álgebra, aritmética, geografía y la ortografía de Luis Miranda Podadera, que solía citar. Por las noches acudía a los cortijos donde lo requerían para redactar cartas o enseñar a leer y escribir a la chiquillería.
”El saber no ocupa lugar” era una de sus sentencias favoritas.
Lo recuerdo con claridad, sentado a la mesa, afilando el lápiz con una navaja, sosteniendo mi mano que garabatea sus primeras palabras:
Pepita, casa, gato, papá
Maestra
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