lunes, 31 de octubre de 2016

Marina Cruz Gracia


El arte de leer.

Mi primera maestra se llamaba Susana. Evocarla me lleva a sentir un dulce cariño, mientras mi rostro sonríe. Me enseñó —en realidad nos enseñó, pero lo aprecio como si hubiera sido solo para mí— el sonido de cada letra del abecedario. Después dijo que solo hacía falta unirlos y ya se sabía leer. Cuando logré fijarlos, que según recuerdo fue con mucha rapidez, estaba feliz. «Ya no soy analfabeta», pensé.

Mi abuelo hablaba mucho sobre los problemas que ocasionaba el analfabetismo. Un día, no sé qué edad tendría, le pregunté qué era eso y él me dijo: «No saber leer ni escribir, hija». Callé, pero en mi mente comenzaron a revolotear unos oscuros pensamientos. Yo pertenecía a esa gente a la que, según decía el abuelo, se la dominaba con facilidad. Entonces me propuse aprender a leer costara lo que costara. Tenía un libro de cuentos «Blancanieves y los siete enanitos» que me gustaba mucho. A la mañana siguiente de enterarme de mi triste condición, lo tomé y comencé a decir todo lo que en él estaba escrito. Mi madre me preguntó qué hacía; yo le contesté que estaba leyendo. Ella se sonrió y me aclaró que eso no era leer, que solo estaba repitiendo de memoria lo que había escuchado. Con mi ilusión desvanecida, comencé a mirar aquellos signos y creo que de tanto hacerlo algo debí aprender o no me hubiera sido tan fácil memorizar sus sonidos, cuando me los dio a conocer Susana.

Llegué a casa pletórica de alegría.
—¡Ya sé leer, mamá! ¡Ya sé leer!

Mi madre estaba cocinando. Los vidrios de la ventana se hallaban empañados por el vapor. Entonces, con su dedo índice escribió sobre uno de ellos y me pidió que leyera. Yo vi que era una sola palabra muy larga. Debía responder bien; lo sentía como un examen. Miré la primera de las letras y pronuncié el sonido de la f y así seguí con el de la l, o, r, e, n, t, i, n, o. Cuando terminé me preguntó que decía; me costó, me costó mucho, pero contesté: «¡Florentino!», que era el nombre de mi abuelo. Entonces ella sonrió y me aclaró que aquello era apenas el comienzo, que faltaba mucho aún. Me dolieron sus palabras, pero sabía que tenía razón.

Con el transcurso de los días empecé a llenar mis cuadernos con oraciones como: El oso se asea. La osa se casa… Más adelante pintaba frutillas, peras, uvas, hojas… y tenía que escribir enunciados sobre aquellos dibujos. «Blancanieves y los siete enanitos» lo degustaba sola y con la boca cerrada. Mi madre no volvió a decirme que no sabía leer. Pero, el camino recién había comenzado. De manos de las maestras llegaron a mí: «El cántaro fresco» y «Chico Carlo» de Juana de Ibarbourou, «Perico» de Juan José Morosoli, «Cuentos de la selva» de Horacio Quiroga, entre otros.

En la escuela, para conmemorar el Día del Libro —creo que por entonces ya estaba en quinto grado— nos dieron uno a cada niño. Lo debíamos leer en voz baja y estar concentrados. No puedo recordar el nombre del que me tocó; es una pena. Hablaba de cómo comenzaron las primeras historias, de cómo se transmitían en forma oral, de la aparición de la imprenta, del trabajo que daba que un ejemplar llegara a nuestras manos… Lo que más llamó mi atención es que decía que un libro siempre estaba para quien lo quisiera. Nunca se enojaba, no te abandonaba, te contaba historias que lograban divertirte, hacerte razonar o educarte y que era el mejor amigo que se podía tener. Esas palabras me calaron profundamente y me convertí en una lectora apasionada. A mis doce años de edad leía clásicos como «Crimen y castigo» de Dostoyevski, «Ana Karenina» de Tolstói, y más, muchos más. No es que hubiera elegido aquel tipo de literatura, no; esos eran los libros que había en mi casa. Cuando ya me dieron la oportunidad de ir a librerías y escoger lo que deseaba comencé con «Cuentos de amor de locura y de muerte» de Horacio Quiroga, «La tregua» de Mario Benedetti, «Cien años de soledad» de Gabriel García Márquez, entre muchos otros.

El camino de aprender a leer sigue comenzando cada día. Se trata de un arte en el que siempre somos novatos. Cada libro nos plantea un nuevo reto: ¿comprenderemos en realidad lo que su autor nos quiere transmitir? Ese es el dilema.

 Marina Cruz Gracia.
 Escritora. 


lunes, 24 de octubre de 2016

Rosa María Torres del Castillo

Ilustradora Sophie Blackall


   Para mi papá, Antonio
Para mi nieta, Camila

Aprendí a leer y escribir cuando tenía cinco años y eso me marcó la vida, la familiar, la profesional, la de todos los días. Ahora viene la investigación a explicar con razones científicas algo que he sabido siempre.

No aprendí en un pre-escolar o con maestra. Aprendí con mi papá. En casa y con cariño. No me pregunten qué 'método' usó o cómo lo hizo. Recuerdo que me sentaba en sus piernas, en su oficina, en cualquier lugar de la casa, en el jardín; me leía en voz alta, me contaba historias y me pedía que se las contara de vuelta, colgaba carteles en los árboles de mango, jugábamos juegos con letras o números, me rodeaba de rompecabezas, de libros, cuadernos, libretas, hojas en blanco, lápices de colores, borradores, sacapuntas, crayones, pequeñas pizarras. Podía usar y combinar todo eso como se me antojara: para dibujar, colorear, pintar, leer, escribir, recortar, pegar. Ese era para mí uno de los momentos más preciados del día. Era como jugar. Era jugar.

Fui una niña privilegiada que, a diferencia de la espeluznante mayoría de niños en el mundo, no vivió la lectura y la escritura como imposición o como tortura. Soy hija de una extraordinaria experiencia de homeschooling temprano. Total libertad, mucha improvisación, mucho juego.

Mi papá era un hombre de negocios, un trabajador básicamente autodidacta, de origen humilde y con poca escolaridad, que empezó desde abajo y llegó lejos. Se levantaba temprano, se vestía de blanco entero y con sombrero. Leía mucho, disfrutaba la lectura y cultivaba la caligrafía como un arte. Un papá mayor - podría haber sido mi abuelo - que decidió enseñar a su hija a leer y escribir y flecharla con la lectura y la escritura. Me habría gustado preguntarle por qué y cómo lo hizo, pero no tuve oportunidad. Murió cuando yo tenía 12 años. Así me salió esta dedicatoria en uno de mis primeros libros, El nombre de Ramona Cuji, relatos de visitas a círculos de alfabetización durante la Campaña Nacional de Alfabetización "Monseñor Leonidas Proaño" que dirigí en el Ecuador a fines de los 1980s:
"A la memoria de mi padre
quien me enseñó a leer y escribir
para que un día yo enseñara a otros
y le escribiera esta larga carta".

Cuando, cumplidos los 6 años, entré a primer grado en el Colegio Alemán de Quito, yo no solo sabía leer y escribir sino que leía y escribía. Lo que me daba gana de escribir. Lo que encontraba para leer. Las revistas y los libros que me compraba semanalmente mi mamá y que conservo en mi biblioteca. La enciclopedia de tapa roja que me regaló mi papá y que también conservo. Las cartas que empecé a escribirle a raíz de que él y mi mamá se separaron y las que me escribía él, con su letra pulcra y su redacción esmerada.

Mientras mis compañeros hacían garabatos y coreaban sílabas, yo me aburría y me sentía fuera de lugar. Y así habría sido el resto del año - y habría aprendido ahí mismo a odiar la escuela - de no ser porque mi profesora Hildegard Dania decidió tomarse el asunto a pecho y diseñarme un programa a medida: pequeñas redacciones ilustradas, un diario de clase, excursiones a la biblioteca, tiempo libre de premio para hacer las cosas que me gustaban.

Al final del primer grado el colegio me regaló un hermoso libro de fotos de Alemania, con tapa dura y fotos a todo color, separadas con papel de cera, que decía en la primera página: "Por su absoluta superioridad frente a sus demás compañeros". Conservo aquel libro como la reliquia que era para mi mamá. Ella lo mostraba orgullosa, por años, a cuanto amigo, pariente o visitante asomaba por nuestra casa en Quito.
Soy pues testimonio vivo de que aprender a leer y escribir a temprana edad es quizás el mejor predictor de éxito escolar, un potente dispositivo de autoestima y felicidad, un disparador de habilidades cognitivas importantísimas como el razonamiento, la reflexión, el espíritu crítico, la creatividad, la imaginación, la fantasía. Tengo claro que esa mentada "superioridad" no tenía que ver con el cociente intelectual sino con las alas que crecen en el roce íntimo con la lengua escrita, con las palabras y con las ideas que ella transmite y suscita.

No obstante, soy muy cauta al plantear mi historia personal como una ruta a seguir. En conferencias o en consultas, cuando me preguntan si los niños deben iniciarse en la lectura y la escritura antes de entrar a la escuela, necesito tiempo y mucho tino para explicar. Porque tengo clara la complejidad y excepcionalidad de esa iniciación y las mil cosas que pueden salir mal.

No todo papá o mamá, no toda persona adulta, quiere y puede hacer lo que hizo mi papá. No toda escuela o maestro están dispuestos o habilitados para hacerse cargo de la diversidad y para atender a itinerarios individuales de los alumnos. Lo cierto es que, en la infancia y a cualquier edad, hacen falta ciertas condiciones subjetivas y objetivas para que florezca y se desarrolle la necesidad vital de leer y escribir.

He visto, a través de mi propios hijos, de mi nieta y de cientos de niños, la torpeza alfabetizadora de una escuela que a menudo violenta la infancia, abruma a los niños con tareas y obligaciones, y termina enseñándoles en poco tiempo a odiar la lectura y la escritura antes que a apreciarlas. 
Si me preguntan, a partir de mi experiencia infantil, digo: la lectura y la escritura son mundos maravillosos que todo niño y niña deben tener derecho a disfrutar desde la infancia. Si me preguntan como mamá, digo: ofrezcan a sus hijos situaciones, actos y materiales de lectura y escritura, de dibujo, de pintura, y dejen que ellos vayan entusiasmándose y descubriendo las posibilidades. Como pedagoga y especialista, digo: huyan de pre-escolares y escuelas apurados, obsesionados con escolarizar a ritmos forzados; prefieran siempre a los que valoran y alientan el juego y respetan los ritmos y gustos de los niños.

La mejor estrategia para ayudar a los niños a leer y escribir es no forzar, no apresurar, ofrecerles las condiciones para que sean ellos quienes decidan qué, cuándo y cómo. El objetivo no es que los niños aprendan a leer y escribir lo antes posible, sino que aprendan a amar la lectura y la escritura.

Rosa María Torres del Castillo.
Pedagoga, lingüista, periodista educativa y activista social.


La autora escribió esta entrada en su blog OTRAƎDUCACION y me ha dado permiso para trascribirlo aquí. Muchísimas gracias.