jueves, 4 de julio de 2019

Patricia Frattini


Aprendí a leer o eso creo en inglés. Esto sucedió en Lima, en un colegio americano, donde estaba viviendo con mis padres y hermanos. Ya sabéis, empecé con las vocales como en todas partes y luego el alfabeto, “ei, bi, ci, di...”. Poco tiempo después con la ayuda de mi madre, a ratos libres fuera del horario del colegio, aprendí a leer español bien o digamos que medio bien. La caligrafía era un tema más arduo pues escribía todas las letras en mayúsculas, después conseguí escribir en cursiva según se exigía en las normas colegiales en España; pero ya mucho después y hasta el presente lo sigo haciendo como al principio, es decir, sigo escribiendo todo en mayúsculas aunque ligadas simulando que es una escritura cursiva, todo un paripé. 

Me encanta todo lo que no sé, todo lo que me cuesta y lo que creo que nunca sabré. De todo eso, de ese esfuerzo con el lío de idiomas, creo que salió este amor inmenso que tengo por las letras, por las lenguas y cómo no por la literatura; de la admiración que tengo a todos los que escriben, los que vivan o no de ello.

Tuve la suerte de estar mucho tiempo en mi primera infancia en casa de mi abuelo en Buenos-Aires en la que había una biblioteca en el primer piso, con muchos muchos libros. Posteriormente sus hijas (mi madre y mi tía) siguiendo ese “delirio de amor” familiar por la lectura, estuvieron muy pendientes de mis lecturas. Les doy las gracias a ambas por haberme inculcado ese amor (selectivo, ¡eh! muy selectivo, puñeteramente selectivo) por los libros. Ellas me iniciaron en ese difícil arte de elegir, de escoger lo que sabían me iba a gustar, lo que merecía la pena para no perder el tiempo con libros que a la larga iba a abandonar (yo nunca he abandonado ninguno) o no me iban a gustar. la clave está en seleccionar esos libros que como decía Borges provocan “el placer de releer”; frase que siempre hemos llevado a gala. Gracias a él por recomendarnos volver a leer lo que tanto nos gustó, gracias por siempre a nuestro genial escritor y compatriota.

Me acuerdo que ellas, las dos vigilantes de mis lecturas, me preguntaban insistentemente los fines de semana a la hora del café ( esa hora prácticamente se convertía en un club improvisado de lectura ) y yo, a mis once años, escuchándolas casi siempre callada y concentrada (estas sesiones me procuraron tener un rico vocabulario). Así que me veía interrogada sin remedio.

―¿Ya lo has terminado?
 ―¿Qué te ha parecido? 
―¿Has empezado ya el de Puck?
 ―Verás lo que te va gustar Kipling o Tagore o Dickens…o el que fuese.

Ellas siempre extendían sus conocimientos hasta el infinito ―el mío, mi infinito― con aquellas memorias prodigiosas... se acordaban de películas con los nombres de los directores, actores y actrices con pelos y señales; se sabían muchas letras de canciones, ―en inglés, of course― se retaban mutuamente... O cuando empezaban a leer algo que yo no conocía ni por asomo; como cuando les dio por leer literatura oriental o temas relacionados con la literatura y cultura asiática como Yukio Mishima. Posteriormente ya conocí a Kawabata y creo que fue cuando ganó el premio Nobel cuando entraron en tropel en mi vida, ―bueno, en mi casa y en ese club improvisado de lectura―, aunque yo no los leía pues era muy pequeña. Menos mal. Posteriormente, y ya de mayor, sí que he leído muchos libros de estos autores.

Con ellas era una presión la que tenía con la lectura. Leía libros a veces por no escucharlas. Gracias, muchas gracias por tanto. 

Después, poco a poco fuimos progresando y yo opinando sobre mis lecturas. Me adentré a la gran literatura en general y años después a la española ―de posguerra en particular― y que ha sido una literatura, sobre todo la femenina de la Generación del 50, que adoro. Esa Barcelona del racionamiento, gris; esas ciudades españolas con unas historias maravillosamente contadas y descritas desde el movimiento del tremendismo español con “La familia de Pascual Duarte” de Camilo José Cela como principal ejemplo, novela que me entusiasmó. Fue este libro con el que se inició el movimiento de tremendas historias realistas, también como el libro “Nada” de Carmen Laforet.

Me gustan mucho también las escritoras Carmen Martín Gaite con su libro “Retahílas”, Ana María Matute y “Los Abel”, Mercedes Salisachs con “La gangrena”, Rosa Chacel, Josefina Aldecoa… Bueno y así poco a poco fuimos llegando a la literatura universal, los grandes libros, las grandes obras, los libros “gordos”, los tochos, los rusos, (era todo un sinónimo); luego, la literatura americana clásica del Siglo XX, Faulkner, Salinger, Steinbeck, Capote, Harper Lee, Hemingway... y nunca nada del irlandés, Joyce. 

Progresando poco a poco con más años y madurez, no muchos más años de los once, cuando empecé a leer libros de “verdad”. El primero que me regalaron “las vigilantes de mis lecturas” fue “Historias de Puck” de Rudyard Kipling, con algo más de cuatrocientas páginas, y que sigo conservando desde entonces. 

Después me fueron introduciendo en la magia de nuestra literatura, la propia, que ante mi curiosidad decían que era pronto para empezar con la hispanoamericana cuando yo quería hacerlo con dieciséis años más o menos. Y en su momento, por fin me encontré con los maravillosos Adolfo Bioy Casares y su inseparable amigo Borges; Vargas Llosa (“Los cachorros”, fue el primer libro que leí de él y poco conocido, un libro pequeño con pocas páginas, casi un libro de bolsillo); Silvina Bullrich o aquellas “Boquitas pintadas” de Manuel Puig; Gabriel García Márquez y su magia total con aquel laberinto de nombres y parentescos en “Cien años de Soledad” o esa “Rayuela” del afrancesado y querido Julio Cortázar. 

Últimamente me ha dado por leer solo en italiano para conocer su mejor literatura sin traducir. En Madrid hay una pequeña librería detrás del Liceo Italiano que es para mí visita obligada, allí se encuentra lo último publicado por las grandes editoras italianas como la Feltrinelli o la Einaudi. He descubierto en estos años a unas maravillosas escritoras como a Natalia Ginzburg, Simonetta Agnello Horby, con la primera novela que leí de ella, “La mennulara” (no sé si tiene traducción en español, en italiano significa “la recolectora de almendras”); y casi toda la obra del escritor Andrea Camilleri; la poesía de Alda Merini, esta poetisa con una historia personalmuy dura, ya que pasó en un manicomio veinte años de su vida; los cuentos cortos de Dino Buzzati, ―que me lo he llevado en muchos viajes largos― me gusta mucho también Baricco o el clásico contemporáneo, Alberto Moravia y su mujer, Elsa Morante con su “Isla de Arturo”, Leonardo Sciascia y tantos y tantos grandes escritores más. Un placer. 

Nosotras tres siempre hemos pensado que cuando no estemos ya aquí, se seguirán escribiendo maravillosos libros que nunca conoceremos... una locura, vamos, una locura absoluta. Este era un tema recurrente que salía de tiempo en tiempo, sobre todo cuando terminaban alguna obra de arte (según ellas) y decían muy convencidas:

 ―¡Qué suerte hemos tenido de poder leerlo! 

Pues bien, teniendo un blog de cocina y estando bastante al día de las opciones disponibles, no tengo libro digital, ya que sigue siendo para mí un placer tener un libro entre las manos, tocarlo y sobre todo, olerlo, ¿por qué será? Siempre siempre los huelo como si fuese un ritual, ¿algo innato? Seguramente es algo que habré visto hacer mil veces a esas dos locas por los libros. Quizá.


Patricia Frattini
Diseñadora gráfica y bloguera.


miércoles, 27 de febrero de 2019

Carlos de Miguel Aguado



A ver, como explicaros que yo estoy aquí de rebote. Y cuando digo aquí, es un aquí con diferentes matices.  Aquí escribiendo en este instante,  aquí apareciendo en este blog y aquí, en este mundillo literario. Pues eso, de rebote. Rebote no en el sentido de que esté de casualidad. Son cosas muy distintas. Si es necesario, lo aclaro. La casualidad es algo que te encuentras sin pretenderlo, una coincidencia fortuita o un parecido razonable. Y no es eso, para nada. Yo estoy de rebote porque reboto, porque soy como una pelota. Y las pelotas rebotan. Así de sencillo.

A mí me gustaba pintar, escuchar a los Eagles y jugar al fútbol. A partes iguales. Lo de leer, como que no. No recuerdo la edad a la que aprendí a leer porque aún no he aprendido. Pero sí recuerdo que me temblaba la voz cuando leíamos en alto en clase y que me trababa cada dos por tres. Tenía miedo a equivocarme y me equivocaba constantemente. Y lo de escribir, como que tampoco. La dislexia y yo, también mantuvimos un cálido romance. La cosa mala es que, entre lo uno, lo otro y lo de más allá, algunas piezas no terminaban de encajar en mi cabeza. 

Los primeros libros que recuerdo nos hicieron leer en el colegio fueron: El Lazarillo de Tormes y Fuente Ovejuna. Logré desarrollar una mirada desafiante frente a la lectura. Más tarde llegaron La Regenta, Fortunata y Jacinta y El Quijote. El divorcio era total. Mientras tanto seguía pintando, ahora ya escuchaba algo de jazz, y mucho fútbol. Esos eran mis auténticos amigos.

Pero en el invierno de 1993, mi madrina me regaló un enemigo por mí cumpleaños. Yo tenía catorce años ya. Se llamaba El guardián entre el centeno. Un magnífico nombre para mi némesis. Y lo peor es que yo sabía que mi madrina me quería mucho. Cogí ese libro con sólo dos dedos de cada mano. Ya había oído hablar de las famosas enfermedades venéreas. Vete tú a saber si… En fin, lo abrí y leí la dedicatoria: 

"Bueno Carlos, no sé si eres aficionado a la lectura, aunque estoy segura de que, si no es así, algún día lo serás (espero…). De todas formas, te regalo este libro ahora; es un libro que hay que leerlo casi obligatoriamente, por lo menos antes de los 18 o 20 años, así que tienes tiempo, ¿no? Para mí fue muy especial. Ya me contarás. Feliz cumpleaños. Pat-1993”

Según lo leía, iba contestándome a mí mismo. ¿Aficionado a la lectura? Más bien, no ¿Algún día lo seré? Déjame que piense… ¿Leer obligatoriamente? He oído esa frase antes. ¿Tiempo, yo? Mucho, sí, pero no para esto.

La cuestión es que, ya os he contado, que soy una pelota y que vivo de un charco a otro brincando. Así que agarré ese librito y salté sobre él. Y cuál fue mi sorpresa cuando, poco después, lo cerré y me había cautivado. Me metí en el mundo de ese muchacho y me encontré muy a gusto a su lado.

Guardé esa mirada desafiante en un armario y la reemplacé por otra, digamos, cautelosa. En absoluto había amor, pero había sospechas. El tiempo pasó y las fricciones continuaron hasta que fui consciente de que mientras leía, podía, además, perder el tiempo aprendiendo. Para mí, un verdadero descubrimiento. Así que comencé a saltar de nuevo, de la física a la etología, de la antropología a la psiquiatría, de la cosmología a la ciencia-ficción. Salpicándolo todo.
 
Y así, seguí rebotando durante largos años hasta que decidí, ya ves tú, que yo también escribiría. Así que, aquí estoy, hundido en un charco que más bien parece un océano del que no puedo salir y me llega el agua hasta el cuello.


Carlos de Miguel Aguado
Astrofísico frustrado.
Hago casas, cuadros y libros.