miércoles, 23 de noviembre de 2016

Ángela Sahagún




Cuenta la leyenda familiar que empecé a leer antes de los cuatro años. Era una niña enfermiza: a menudo tenía anginas, con fiebre alta, que anunciaban una lesión cardiovascular parecida a la que padecía mi madre. Hasta que me operaron a los siete años, me tenían metida en la cama una semana sí y dos también. Un suplicio para la familia. Debieron pensar que era mejor enseñarme a leer que aguantar mis “me aburro” continuos. Hay que tener en cuenta que no había televisión ni, mucho menos, maquinitas informáticas. Esas que van a conseguir que los niños lectores sean especímenes en vías de extinción.

Recuerdo mi cama llena de cuentos troquelados. Cuentos que memoricé por haberlos escuchado muchas veces. Debió ser fácil aprender a leer en ellos. Caperucita Roja  la recitaba al revés... “Baí tacirupeca por el quebos Lalatrá, lalatrá, lalatrá”. Además, mi padre, al que le gustaba mucho pintar, había llenado las paredes del dormitorio con Blancanieves y los siete enanitos,  Mariuca la castañera, Bambi y, en las puertas del mueble donde guardaba mis cuentos, estaban Caperucita y el lobo en casa de la abuelita. Mi mundo se pobló de esos cuentos que ahora afirman los pedagogos que son terribles para la formación de los tiernos infantes. Y debe de ser verdad, aunque confieso que jamás he intentado comerme a un niño, como el lobo, ni abandonar a mis hijos, como hicieron los padres de Pulgarcito. Bueno, la verdad es que a veces si qué pensé en hacerlo, pero enseguida lo superé.

Mención aparte merecen los tebeos. Diego Valor y el Capitán Trueno se mezclaban sin rubor con Azucena, una revistilla para niñas, y con el muy famoso TBO. Los compraba los jueves, que era cuando no teníamos clase por la tarde, y, una vez devorados, nos los cambiábamos entre los amigos. Intercambios llenos de sueños y manchas de chocolate.

Gracias a los cuentos y a los tebeos. Gracias a los libros con la versión de cómics en su interior (¿Alguien recuerda la colección Historias de la editorial Bruguera?) repito, gracias a ellos, superé el terrible hastío que me producía la lectura y copia al dictado del Quijote, en ese colegio de monjas en el que intentaron formarme el espíritu hacendoso y cristiano, apostólico y de las JONS. Le cogí tal asco que no he conseguido leerlo hasta el año en que cumplí los sesenta, y lo hice llevada por una secreta vergüenza y, sobre todo, porque me empeciné en hacerlo. Es como lo que me ha pasado con las acelgas: sé que son buenísimas para la salud, pero no me gustaron de pequeña y siguen sin gustarme. Nada. En absoluto. Quizás mi aversión a la obra cumbre de la literatura castellana me naciera por los pescozones que me daba sor Manuela cada vez que se me caía un borrón de tinta en el dictado: era torpe con aquellas asquerosas plumillas y poco rápida con el secante.

Por entonces (estoy hablando de los años cincuenta del siglo pasado) el fomento de la lectura se terminaba ahí y en la Historia Sagrada: con un Diluvio universal sorteado por un Noé animalista a la par que borracho, un Moisés con la cabeza emisora de rayos y centellas y la interminable lista de profetas. Me gustaba leer la Enciclopedia, que lo mismo te hablaba de planetas, que de los reyes godos y sus regicidios, o te planteaba problemas de choques de trenes, como si tal cosa, al tiempo que te exigía dividir por tres sin el menor remordimiento.

Todo era así hasta hacer el ingreso en el bachillerato, entonces te decían que había que leer también a los clásicos franceses... que es lo que toda niña de diez a doce años desea hacer, sin duda. Al menos ya teníamos bolígrafos y un sano espíritu rebelde contra las monjas.

Por entonces y por libre, me gustaba Antoñita la fantástica, o Mari Pepa y su hermano Cuchifritín. Me encantaban las aventuras de Guillermo Brown, escritas por Richmal Crompton. Luego, además de la colección Historia, de la que aún guardo bastantes libros, y de las historias de Pollyanna, de Eleonor H. Porter, me leí varias veces una novelita que me entusiasmó: Allende los mares, se llamaba, escrita por María Luisa Fillias de Becker. Reconozco que este nuevo mundo rosa aportó a mi personalidad una pátina de cursilería que a veces me acecha sin poder remediarlo, a pesar de que a los catorce años tomé conciencia de ello e intenté disfrazarla de cierta rudeza acentuada por un vocabulario que a veces lindaba con la grosería. ¡Qué se le va a hacer! la edad del pavo llamaba a mi puerta al mismo tiempo que las novelas de bolsillo de Ciencia ficción, compradas junto a las de Corín Tellado en los puestos de mercadillo. Las de Corín Tellado las devoraba a escondidas. ¡Qué infravalorada está esa escritora que mezclaba el odio con el amor platónico, los besos apasionados y la reconciliación matrimonial como nadie! Loor y gloria a Corín, que me sumergió en un caos emocional en el que soñaba con besos prolongados y ardientes, al mismo tiempo que tenía que guardar la compostura que se le exigía a la muchachita recatada y honesta que preconizaban las monjas... Pero esa es otra historia. 

Lo cierto es que me hubiera encantado tener una maestra, o un maestro, al que recordar con lágrimas de agradecimiento. Pero las cosas no sucedieron así, el recuerdo de mis primeros años de colegio está manchado por unas monjas malhumoradas con una regla demasiado rápida para darte en los nudillos por cualquier tontería. Aprendí a leer con mi familia y mis cuentos. Los libros me ayudaban a evadirme de un mundo lleno de deberes y de cortos recreos donde jamás me eligieron para jugar al “balón prisionero”. Gracias a esos maravillosos libros, a mis amigos y a mi familia, recuerdo mi infancia con cierta nostalgia y mi adolescencia como un mal menor. Mi eterno agradecimiento.

Ángela Sahagún
Restauradora de pintura.


martes, 1 de noviembre de 2016

Alix Elena Rosales




Conocer la O por lo redondo

Llegar a conocer “la O por lo redondo” es un alumbramiento intelectual que para muchos era traumático y doloroso dado que en mis tiempos todavía “la letra entraba con sangre”, y de este modo, se justificaba el maltrato por un derecho inalienable. Para otros, aprender a conocer esa “O” del saber fue un momento de magia, que de tanto intentar relacionar una grafía, junto a un sonido, resultaba un significado. En muchos de los casos, también esa magia era reforzada por un premio, traducido en la ganancia de un beneficio: el aprendizaje, o un bien material, como un juguete o la camiseta que deseabas, o un par de zapatos de cual carecías.
En ambos casos se trataba de aprender a leer y aprender a escribir, enfrentarse a un mundo de saberes a los que teníamos derecho, tendríamos que asumir por madurez en cuanto a edad, y la escuela, como institución, que reclamaba tu presencia. En mis recuerdos están presente las dos vertientes, aprender por métodos de castigos y recompensa, y el de llegar a aprender por descubrimiento de un significado.
Corrían los años 70, había una urgencia de conocimientos pues en 1969 el hombre había llegado a la luna, habíamos descubierto que el satélite no era de queso como en los cuentos que contaba mi abuela, y dicho sea de paso, la luna era una ladrona, robaba la luz del sol para brillar en el firmamento. Y lo más tremendo para los saberes de un niño, comprender que la luna no te persigue a cada paso, como creías. Esa “O” en el cielo me habría desilusionado tanto como saber que los Reyes Magos, San Nicolás o el niño Jesús, no te traían los regalos, detrás de esos mitos estaba algún adulto, que con trabajo, ganaba dinero para regalarte felicidad.
En el pueblo donde nací siempre hubo la señorita solterona que no teniendo compromisos enseñaba a los niños en la antesala de la edad escolar. Las madres ya sea por ganar tiempo libre o porque era muy cómodo que otro se ocupara, nos dejaban en las casas de dichas maestras, así que cuando ibas al primer año de la escuela formal, ya eras un dechado de virtudes. Con la llegada del progreso esto cambió, ya “la seño” no era una solterona “que vestía santos en la iglesia”, también era una futura ama de casa que esperaba a que su príncipe encantado pidiera su mano, y las clases representaban un modo de producción de bienes para comprar el ajuar, además que decidían quiénes les cantarían serenatas a la luz de la luna, y sin miedo a la soledad, con ideales fijos, se convertían en emancipadas feministas. No tenía importancia cuál tipo de maestra te tocaba en suerte, lo imprescindible era que el método diera frutos, y entre los 4 y 5 años un niño venezolano ya sabría leer y escribir.
El procedimiento comenzaba con recitar en voz alta las letras del abecedario, una vez que ya tenías grabado en la memoria el alfabeto, proseguía la unión de consonantes y vocales, el fatigoso silabeo: la Pe con la A suena PA y la EME con la A suena MA... Un arduo adagio de sonidos que componían las palabras: mamá, papá, mío, luna, paloma. Y de ahí se pasaba a las frases, que como en oraciones religiosas se repetían una y otra vez, hasta que ocurriera el milagro de poder identificarlas o por la buena memoria o por la comprensión: “Mi mamá me ama”, “Papá lima la pala”.
Te sorprendías a tí mismo que lograras seguir adelante en la páginas de los manuales, mientras más páginas más reunías sabiduría. Si en caso contrario no se avanzaba significaba que eras un “un borriquito como tú, que no sabe ni la U”, y comenzaban los métodos de tortura: reglazos en las palmas de mano por cada olvido, castigos en el rincón sin mirar hacia los lados por no haber repetido tu lección, arrodillados en el patio sobre las tapas de coca-cola, por reincidente; tiradas del pelo en el punto justo cerca de la sien, y así por el dolor te acordabas, golpes en la cabeza con los nudillos para abrirte un “hueco” virtual por donde colar el saber en tu cabeza. Estos eran los castigos físicos, también los había psicológicos: “ se lo diré a tu madre o padre que no estudias o que te comportas mal”, “si no te aprendes eso, te meteré en el cuarto de la calavera”, “eres un tarado o un estúpido”, “ qué burro que eres, no conoces la “o por lo redondo”.
Por poseer una memoria de elefante, no recibí mucho maltrato, pero si los vi padecer a mis compañeritos, cada día, y me hacía sentir una terrible pena por ellos. Yo aprendí de memoria, lo repito, y mi astucia, hacía creer a la maestra que yo lo sabía, es decir, que comprendía, que llegaba a mi el significado de cada sonido, cada palabra y cada frase; hasta que un buen día, por arte de magia, me di cuenta que podía leer no sólo mi libro, sino los carteles de publicidad: “Comparte su suavidad”, titulares del periódico: “Alto costo de precios en los alimentos de primera necesidad ”, y los soportes con los nombres de las tiendas. Este último descubrimiento me llevaba a repetir todos los carteles cuando andaba por la calle, y a los que estaban cerca me mandaba a hacer silencio. ¡Qué enfado!
Con el proceso de escritura me fue fácil, ya en muy temprana edad, antes de las escuelitas privadas de las señoritas, mis hermanas mayores me daban viejos cuadernos para hacer círculos, los que más tarde descubrí que era la decimosexta letra del abecedario. También con ésta práctica supe cómo se componía mi nombre, tan corto, tan extraño por ser extranjero, tan mío, porque me pertenecía...y que no podía intercambiarse sus letras como en algunas palabras creando otras, con significados distintos o iguales como: coco- oso-Ana, Pepe; en casos como: sopa- paso-sapo, to-ma-te= tomate- Tómate /te-mato. Cómo entró en mi cabeza ese mecanismo, no tengo idea, es una magia que entra sin varitas, te apropias del significado y ya, al parecer es la edad, es la intervención repetitiva con un entrenamiento constante. Tal vez, el miedo a que te duela en cualquier parte de tu cuerpo o con el susto de que entre con “sangre, o se te aparezca una calavera en el cuarto del aseo o trastero, el miedo al abandono en el cuarto oscuro”, el encasillarte en ser “un burro”, con todo respeto por el animal, la ofensa de siempre. Recuerdo las gratificaciones una vez adquirida la capacidad de leer, un merecido viaje de vacaciones, algún bonito regalo, pero nada comparable con el sentirme apreciada y admirada por mis semejantes, por mis seres queridos. Fue un todo.
El tiempo es inexorable y con ellos vamos creciendo de muchas maneras, adquiriendo hábitos que se quedarán en ti para siempre. Descubrir lo que dicen los libros se expande más allá del manual. Cuando tenía como 8 o 9 años me acerqué a un manual de literatura, pertenecía a mi hermana mayor, —el libro- que estaba abierto encima de la mesa, esperaba por ser leído...Fue entonces que estuve de frente a un hallazgo: la magia de las letras, también pueden hacerte volar, sufrir y vivir. Nunca me había pasado, ni con los cuentos, por muy tristes o trágicos que fueran, ni con las fábulas, con la ternura de los animales. No, no. Fue la “La I Latina”, un cuento que me produjo tal conmoción, y en plena tragedia lagrimosa mi hermana me rescató. No le importó el por qué del llanto, sólo que yo hubiera entendido una historia que no era para niños. Y fui literalmente una ladrona de libros, me he enfrentado a los obstáculos de las lecturas calibradas según la edad...no les he hecho caso, he ido a por los libros... El inicio de un enamoramiento que sigue conmigo, destinó la carrera que iba a ejercer en el futuro...y hoy por hoy me acompaña en los círculos de la vida, como un alianza, redonda, redonda, sin fin. 

Alix Elena Rosales.
Profesora y escritora.