Yo aprendí a leer con arañas, elefantes, iglesias, ojos y uvas de la cartilla Palau. Ni muy pronto, ni muy tarde: nunca fui de los que destacó académicamente hablando. Y además reconozco que leer me aburrió muchísimo, salvo los tebeos, hasta los catorce años cumplidos.
Mi primer libro
inacabado es de cuando cursaba quinto de EGB, y se titulaba “Nube
de Noviembre”. Algún día lo buscaré y me enfrentaré a él. Pero
es cierto que en parte a él le hago responsable de mi animadversión
a las lecturas escolares. ¿Por qué no había libros divertidos en
el colegio? ¿Por qué eran todos tan soberanamente aburridos?
Curiosamente, o quizás por eso mismo, me entró el gusanillo por la
escritura. En sexto de EGB escribí mi primera obra de teatro y se la
enseñé a mi profesor de lengua, Don Dimas. Se la dí para que la
leyera y me diera su opinión. Y él se lo tomó en serio: fue una
crítica atroz. Escribió con bolígrafo rojo los distintos aspectos
que consideraba oportunos: “Estructura: mal”, “Argumento: mal”,
“Personajes: mal”… Pero hubo una sorpresa: “Humor: muy bien”.
Y aquello me hizo pensar que iba en el buen camino. Si había hecho
sonreír a mi profesor de lengua, ya sólo era cuestión de mejorar
el estilo.
Además, me explicó
lo que para mí fue la revelación más importante que debe conocer
cualquiera que quiera contar historias, y es que éstas han de tener
una presentación, un nudo, y un desenlace. Después de aquello,
estuve completamente convencido de que la literatura había dejado de
tener secretos para mí. Estaba chupado.
Pero volvamos al
tema que nos ocupa, que en el fondo no es otro que el amor a la
lectura. Ciertamente las cosas no pintaban bien para que entre los
libros y yo surgiera el amor. Me resultaba mucho más entretenido y
divertido lo que yo escribía que lo que me obligaban a leer. En el
instituto celebraban mis redacciones en la clase de lengua, más que
cualquier otro texto (quizás tuviera algo que ver el hecho de que
pusiera a mis compañeros de protagonistas de las distintas historias
que cada semana llevaba escritas a clase). Esto, en definitiva, sólo
me reafirmaba en el convencimiento de que era mejor lo que yo
escribía, al menos mucho más divertido y entretenido, que lo que
escribieran otros, por muy famosos que fueran y por mucho que mi
libro de texto hablase de ellos.
La literatura
lloraba desconsolada y silenciosa oculta tras una esquina, abandonada
por mí (quizás esto resulte un poco prepotente, e incluso
repelente, pero la imagen es chula). Si humanizara a la literatura,
para mí sería una mujer madura, de figura estilizada, vestida con
un velo y túnica vaporosas, con largas mangas, con el cabello largo
y de color gris, completamente lacio, y unos ojos de color azul claro
muy intensos. Puestos a imaginar…
Bueno, intentaré de
nuevo regresar al tema que nos ocupa. Había una serie de cuestiones
que eran inamovibles en mi convencimiento adolescente. A saber: si
duermes, descansas; si estudias, aprendes; si comes, engordas; si
haces ejercicio, te fortaleces; y si lees, te aburres. Eso era así.
Ya está.
Y un día, doña
Teresa, mi profesora de lengua y literatura de primero de BUP, de la
que no estaba enamorado, pero que sí me sirvió de inspiración para
algunos “momentos de recogimiento” propios de la edad, nos mandó
un nuevo libro para leer: “El pájaro Burlón”, de Gerald
Durrell. Un libro que, por cierto, a día de hoy es casi imposible de
encontrar en ningún sitio. Lo cogí con el mismo entusiasmo con el
que cada día me levanto a las seis de la mañana (ninguno, por si no
ha quedado claro), mientras la literatura se asomaba por la esquina
tras la que se había escondido antes y me observaba, sin yo saberlo,
con el esbozo de una sonrisa pícara en su cara.
Aquella novela me
conquistó, me divirtió muchísimo, me enganchó. Me demostró hasta
qué punto estaba equivocado en todas mis reflexiones sobre la
escritura y la literatura: ni yo era tan bueno, ni leer tenía que
ser aburrido. Probablemente no es la mejor novela que he leído
(bueno, seguro que no), ni la peor, pero fue la primera, y eso es
algo que sólo puedo compartir con ella. Igual que no se olvida el
primer beso, estoy convencido de que el primer libro que de verdad te
“hace sentir” tampoco se olvida. Yo no lo he olvidado después de
treinta años, ni creo que lo haga en lo que me reste de vida. A fin
de cuentas le debo mi amor a la lectura. No es una cuestión baladí.
Antonio Darriba Pinilla.
Aprendiz de escribidor.
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