No me acuerdo de cómo aprendí a leer. De lo que sí tengo un recuerdo muy vivo es de cómo enseñé a leer a cuatro personas, hace ya unos veinte años. Es una historia larga y complicada en la que participamos, entre otros, los payos, los gitanos, la chatarra, la heroína, el rey de España, la Policía Nacional y los periódicos.
En 1994 llevaba yo ocho años flotando en un vacío legal: España tenía una ley de objeción de conciencia
que nos daba el derecho de rechazar el servicio militar obligatorio por razones éticas o filosóficas, cosa
que yo había hecho en 1986, cuando me tocó ir a tallarme (así se decía cuando al joven de 17 años
le tocaba presentarse en el ayuntamiento para alistarse en el servicio militar). La ley de objeción era
buena, pero los legisladores tardaron mucho en decidirse a aprobar un reglamento y, cuando por fin
se animaron, el texto no estuvo a la altura de las circunstancias. El reglamento de la “prestación social
sustitutoria del servicio militar” era pobretón y difícil de aplicar. El principal problema fue que se había
diseñado para cubrir las necesidades de los cuatro gatos que objetaban al servicio militar a principios
de los ochenta, mientras que en 1994, cuando España todavía andaba con la resaca de los excesos
del quinto centenario, las olimpiadas y el año jacobeo, los jóvenes se habían volcado en masa hacia la
objeción, precisamente porque sabían que los objetores llevábamos ocho años cruzados de brazos. Los
cuatro gatos nos habíamos convertido en más de dos millones, y el reglamento no daba para tantos.
La administración se encontró ante la obligación de aplicar una norma fundamentada en la idea de que
la prestación era una situación excepcional que afectaba a un puñado de jovencitos excéntricos, cuando
las cifras anunciaban a gritos que el porcentaje de objetores superaría muy pronto el de aquellos que
estaban dispuestos a hacer el servicio militar. El papeleo fue de pesadilla. Las instituciones encargadas
de prestar el servicio social se vieron desbordadas desde el primer día y tuvieron que inventar trabajos
y oficios con aroma a voluntariado social. A un amigo lo mandaron a Aranjuez con una libreta para que
tomara notas del nivel del río Tajo a su paso por varios lugares. A otro lo pusieron directamente a hacer
trabajo administrativo “voluntario” en la sede del gobierno autónomo de Madrid. Decenas de miles se
quedaron en casa con la aquiescencia de sus supervisores. A mí me mandaron a un colegio a cuidar a los
niños durante las dos horas posteriores a las clases, en la biblioteca.
Al segundo día de “trabajo”, fui a ver al administrador de mi servicio. Le dije que no iba a volver, que
en la biblioteca de ese colegio ya había gente cuidando a los niños y que, en todo caso, aquello no
era trabajo social para un voluntario, sino empleo para una persona con un sueldo. Me amenazó con
aplicarme la ley de los insumisos, o sea, con mandarme a la cárcel, pero el director del programa,
persona inteligente, echó un vistazo a mi currículum (en el que había referencias a unas cuantas
actividades de voluntariado social) y me reorientó a un proyecto de alfabetización de adultos. Aquello
tenía mucha más lógica y, además, era un terreno que yo ya conocía.
Poco después tuve una reunión con el equipo del proyecto. Éramos cuatro: el director, que también
dirigía una pequeña asociación en la villa de Vallecas (Madrid), y tres profesores, uno verdaderamente
voluntario y dos que veníamos a cumplir nuestra prestación social sustitutoria. Se trataba de impartir
clases de alfabetización a adultos de grupos marginales para que pudieran presentarse al examen del
carnet de conducir. Nos describieron el perfil de los alumnos, nos dieron los materiales del curso y nos
llevaron al lugar donde se iban a dar las clases: el poblado de La Rosilla.
La Rosilla era una iniciativa de realojo e integración de familias gitanas que procedían en su mayoría
de Los Focos, barriada muy problemática de Madrid que las autoridades decidieron desmantelar a
principios de los años noventa. Calculo que tendría unas 24 viviendas dispuestas en forma de U, mirando
a la carretera de Villaverde a Vallecas, en medio de una zona sin urbanizar a las afueras de la ciudad.
El genio popular había rebautizado el lugar como “Los Pitufos” porque las casas estaban pintadas cada
una de un color distinto, a cual más chillón. Enfrente había un polígono industrial y los comercios más
cercanos quedaban a unos quince minutos a pie, a la entrada de la villa de Vallecas. No había aceras ni
senderos. No había iluminación ni semáforos. La Rosilla estaba en mitad de la nada.
Por esas ironías del destino, los vecinos de enfrente de La Rosilla eran la fábrica de Pedro Durán (una de
las marcas de joyería de plata más conocidas de España) y la imprenta del cupón de la ONCE (la lotería
que más dinero mueve en el país). Allí sigue, si no me engañan las fotos que veo por Internet.
En el poblado vivía, en aislamiento casi total, un puñado de familias gitanas que obtenían sus ingresos
de la venta de fruta, chatarra, ropa usada o heroína, según el caso. Cada familia tenía su negocio y
rara vez se metía en el del otro: el que andaba con la fruta, andaba con la fruta, y el que andaba con
la heroína, con eso andaba. Era muy fácil saber quiénes vendían género barato y quiénes género caro,
primero porque los del género caro no salían a vender a los mercados ambulantes, sino que recibían al
cliente en casa, y segundo, porque los traficantes tenían teléfonos móviles, cosa no tan frecuente en el
Madrid de 1994. También tenían coches deportivos, mientras que los de la fruta, la ropa y la chatarra
eran ambulantes y, por lo tanto, tenían furgonetas blancas.
Mis alumnos eran tres gitanos jóvenes, de 17 a 21 años. Querían aprender a leer y escribir para
sacarse el carnet de conducir y evitar que la guardia civil o la policía los detuviera constantemente y les
confiscara su principal medio de subsistencia, a saber, la furgoneta. También, me decían, les gustaría
poder leer los letreros de la carretera, porque en general se orientaban por instinto, por costumbre o
preguntando. Uno de ellos, el Bizcocho, me decía que había aprendido a distinguir algunos nombres
como “Madrid”, “M-30”, “Centro ciudad” y otras cosas por el estilo, pero que con tanta autopista como
estaban construyendo, cada vez se perdían más.
Empezaron las clases. Las letras, las sílabas, las palabras... El proceso es mucho más interesante que con
niños pequeños por la sencilla razón de que, mientras estos últimos absorben directamente lo que se
les enseña, los adultos analizan y procuran razonar. Como el lenguaje es una convención casi del todo
arbitraria, las preguntas que surgen durante las clases son de lo más interesante. Varios alumnos se
preguntaban continuamente por qué no escribíamos igual que pronunciábamos. La respuesta canónica
que les dábamos era que sí, que el español se escribía igual que se pronunciaba, pero ellos insistían en
que aquello no era verdad. Y tenían razón. Si al fuerte acento madrileño le agregamos una fuerte dosis
de caló y otra de exclusión social, la pronunciación se aleja mucho, muchísimo del canon. Ni siquiera
los mejores locutores de radio o presentadores de televisión hablan exactamente como escriben, y mis
alumnos me lo demostraban a cada paso.
Otra duda muy habitual entre estos alumnos era el punto en el que había que “cortar” las palabras. Para
algunos, si separábamos “el” y “coche” en la expresión “el coche”, no había motivo para unir “vender” y
“lo” en “venderlo”, o viceversa.
Había otro alumno que afirmaba que la hache, la be, la uve, la y griega y la elle eran inventos de los
payos para dejar en evidencia a los gitanos, o sea, que se habían creado con mala intención para dejar
en ridículo a los demás. Para compensar, los alumnos usaban bastantes expresiones gitanas en sus
redacciones de las que yo desconocía tanto la ortografía como el significado. En esos casos, invertíamos
los papeles y yo me convertía en alumno.
Hubo muchas más anécdotas que no recuerdo pero que nos hicieron reflexionar sobre los métodos
educativos que usábamos y sobre la necesidad de adaptarlos a una situación muy especial. Los
estudiantes iban aprendiendo, pero los instructores aprendían mucho más. Hoy lamento no haber
tomado notas de aquella experiencia, que se podrían haber aprovechado en proyectos similares.
Una tarde, al llegar al poblado, me encontré con todos los alumnos en pie dentro de la clase, con las
manos en los bolsillos. Enfrente había cuatro personas que yo no conocía, también con las manos en
los bolsillos, y a su lado estaba el director del proyecto. Este último me explicó que habían recibido una
nueva subvención y que teníamos que ampliar las clases con otros cuatro alumnos y otro profesor. Él
sería el profesor y esos eran los alumnos nuevos.
De inmediato, mis estudiantes dijeron que se negaban a estar en la misma clase con los nuevos. Las
razones estaban a la vista: todos los nuevos llevaban teléfonos móviles, y todos los antiguos trabajaban
en la chatarra y en la fruta. La cosa era muy seria. Las manos en los bolsillos eran la antesala de las
manos en las navajas. Como nunca he tenido madera de héroe, reuní a mis tres alumnos y anuncié que
ese día daríamos la clase en la calle y que ya veríamos qué hacíamos después. Nos sentamos en los
escalones del centro y allí dimos la lección.
Por suerte, el director del proyecto entendió que el riesgo era demasiado grande y decidió cambiar. Al
fin y al cabo, todos sabíamos que los traficantes tenían dinero de sobra para pagarse su instrucción, si
así lo deseaban. Unos días después trajo a cuatro chicos del otro gran poblado de chabolas e inmenso
mercado de drogas del sur de Madrid, que se llamaba La Celsa. Estos muchachos también eran
vendedores ambulantes y se entendieron bien con nuestros alumnos. Llegaban puntualmente cada
tarde en una furgoneta, asistían a las clases y se marchaban de inmediato. Así pudimos seguir en paz
con el proyecto, sin que nadie tuviera que amenazar a nadie. Uno de los chicos de La Celsa se unió a
nuestro grupo, así que desde entonces tuve cuatro alumnos en lugar de tres.
En aquella época en la que la lucha contra la exclusión social ganaba muchos votos, a alguien se le
ocurrió la idea de organizar una visita del Rey de España al poblado de La Celsa. El objetivo, según los
medios de comunicación de la época, era demostrar, por una parte, que los patriarcas del poblado eran
buenas personas capaces de gobernar a los gitanos que vivían allí (es decir, controlar el trapicheo de
drogas, la delincuencia, la violencia y demás lacras que aquejaban a aquel núcleo de población) y, por
otra, que el monarca español era un mandatario plural, abierto e integrador al que no se le caían los
anillos por pasear un rato con los gitanos entre las chabolas del sur de Madrid.
Durante el mes que transcurrió entre el anuncio de la visita real y la visita en sí, las autoridades de los
payos y de los gitanos fueron expulsando a cualquiera que vendiera mercancía ilegal de La Celsa hasta
dejar el poblado en un estado jurídica y socialmente prístino e impoluto. Los camellos, como se llamaba
entonces a los que trapicheaban con drogas, cambiaron de escenario y se fueron a trabajar a los otros
puntos que todos los compradores conocían, como la Cruz del Cura y, por supuesto, La Rosilla, que les
quedaba bastante cerca.
Por aquel entonces yo estaba ya más que habituado a recorrer aquel trayecto apocalíptico que separaba
la estación de tren del centro social (pasando por la platería y la imprenta de la ONCE) y sabía cómo
actuar si me salía al paso algún yonqui o un traficante que aún no me conociera. No podía imaginarme
que aquellos encuentros fortuitos pudieran llegar a convertirse en una auténtica marejada de caras
nuevas que me ofrecían papelinas de heroína, chinos (crack), jeringuillas, gomas, pipas y demás
parafernalia toxicológica, y que a la marejada de delincuentes le acompañara una caterva todavía más
densa de heroinómanos que me pedían dinero, ropa, comida, bebida, sexo, lo que fuera. Pero eso fue
exactamente lo que sucedió. Parapetado tras los logotipos del proyecto y de la Comunidad de Madrid
(en esos ambientes algunos trabajadores sociales gozaban de cierto grado de inmunidad) , yo avanzaba,
incrédulo, hacia un poblado que estaba realmente transformado. En aquellos días vimos más que nunca
el camión de la metadona aparcado a la puerta del cupón, y por primera vez vi a los adictos esperando
en fila para tomarse su dosis.
Durante aquellos extraños días, mis alumnos, nerviosos e incómodos, se quejaban de la suciedad
y los problemas que traía tanto toxicómano. Aun así, no se desesperaban porque sabían que todo
terminaría, como de hecho terminó, el día 14 de diciembre, una vez que el Rey Juan Carlos I y la Reina
Sofía se hubieron tomado un café con el tío Aquilino en La Celsa. Aquella misma tarde, todos aquellos
advenedizos, dispersos por todo Madrid, empezaron a regresar a sus lugares de costumbre.
La visita del Rey produjo una interesante y entrañable colección de anécdotas que han pasado a la
historia: el café de puchero “estupendo”, la Reina abrazada a los niños gitanos, el brasero con el que se
calentaron y demás. Por desgracia, la cosa se quedó en anécdota y a nadie se le ocurrió aprovechar el
potencial transformador de la visita para hacer algo productivo, como por ejemplo crear un fondo de
desarrollo o diseñar un plan de integración para acabar con la lamentable situación de aquellos barrios.
En realidad, la visita no cambiaba nada, pero muchos vecinos de La Celsa prefirieron pensar que sí, que
las cosas ya no iban a volver a ser como antes, y cuando los traficantes quisieron entrar otra vez en el
poblado, los estaban esperando.
Unos días después, la camioneta de La Celsa llegó con un solo estudiante. “Se han escondido”, nos dijo
el muchacho, que era el único menor de edad del grupo. Nos explicó que después de la visita de los
reyes había habido una batalla campal entre “los de la droga” y los demás, y que estos últimos habían
herido a varios traficantes. Ahora los traficantes tenían que vengar esa sangre y los atacantes debían
desaparecer. Los otros tres alumnos formaban parte del grupo que se había escondido y no se podía
saber cuándo volverían. Visiblemente afectado y asustado, y muy atento a lo que había a su alrededor,
el chico entró en clase y se aplicó a su labor.
Días después, uno de los alumnos adelantados, que unos meses antes no era capaz de escribir su
nombre, llegó con un recorte de periódico. Nos dijo que en el bar, leyendo los titulares, se dio cuenta
de que aquella noticia tenía que ver con nosotros, así que se aplicó a leer como pudo. En el cuerpo
del texto había logrado identificar, con ayuda de un amigo, dos nombres propios. Leyó en alto: “dos
jóvenes mueren en un ajuste de cuentas”. Se quedó en silencio un momento y luego nos dijo que esos
dos jóvenes eran alumnos nuestros, de La Celsa, y que por supuesto aquello no era un simple ajuste de
cuentas, sino la esperada venganza de los traficantes, que ya campaban por sus respetos en el poblado.
“Voy a escribir al periódico”, nos dijo, “y les voy a decir que dejen de contar mentiras, que si los gitanos
nos jugamos la vida luchando contra la droga no es justo que vayan por ahí diciendo que nos matamos
por gusto. Ahora que podemos leer, se van a acabar estas mentiras. ¿Por qué no los protegió la policía,
la misma que limpió el barrio cuando fueron los reyes?”.
Estuvimos hablando del tema, de los años perdidos, de todo lo que los payos habrían publicado hasta
entonces, y de todo lo que podrían publicar todavía, antes de que ellos fueran capaces de leer con
fluidez. Se daban cuenta, en efecto, de que al aprender a leer no solo iban a conseguir un carnet de
conducir. También abrirían una puerta a un mundo que hasta ahora les estaba prohibido. Reflexionamos
sobre la importancia de la lectura, sobre la participación. Era injusto que solo se oyeran algunas
voces. Aquellos jóvenes iletrados tenían unas ideas muy claras y, en ciertos aspectos, muy maduras.
Recordamos a nuestros dos compañeros de clase, uno de 18 años y otro de 20. Fumamos mucho y
escribimos varios borradores de la carta que pensábamos enviar a la redacción de aquel periódico, carta
que por desgracia tampoco he conservado.
Las circunstancias quisieron que aquel proyecto trascendiera sus propios objetivos. Nuestros alumnos
se dieron cuenta, de forma trágica, de que la lectura era una aptitud mucho más importante que un
carnet de conducir. Al mismo tiempo, nosotros descubrimos otro tipo de ignorancia. Los gitanos siempre
habían estado allí, en sus poblados, al pie de la carretera. Yo los veía igual que el Bizcocho veía los
carteles cuando iba con la furgoneta: él pensaba que entendía los carteles y yo creía entender lo que
pasaba en los poblados, pero en realidad ninguno de los dos entendía. Los dos tuvimos que aprender.
Epílogo
Los traficantes siguieron dominando el barrio de La Celsa hasta que las autoridades decidieron
desmantelarlo en 1999. Casi todo el tráfico de droga se trasladó entonces a La Rosilla, pero aquel
poblado era mucho más pequeño, lo que provocó una situación insostenible que llevó a desmantelar
también aquel núcleo en el año 2000. Los traficantes se fueron entonces a Las Barranquillas, que
aguantó hasta 2006 o 2007. Después fueron a parar a la Cañada Real, que es donde hoy se siguen
escribiendo historias como esta.
A principios de los 80, la inmensa mayoría de la población gitana de España era analfabeta y casi tres
cuartas partes vivían en infraviviendas. Hoy, todos los niños gitanos están escolarizados y tan solo el 8%
sigue malviviendo en chabolas. Las políticas de integración elegidas en España han funcionado y son un
ejemplo para el resto de Europa.
El gobierno de España anunció la abolición del servicio militar en 1996. Los últimos “quintos” se
licenciaron en el año 2001. La prestación social sustitutoria del servicio estuvo vigente poco más de siete
años.
José García Verdugo
Editor y traductor.
Editor y traductor.
De vez en cuando regreso a este blog que tanto me gusta, para leer otra entrada. Extraordinario relato Pepe.
ResponderEliminarSoy Gaby, no sé por qué sale como anónimo
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