jueves, 3 de julio de 2014

Nicolás Jarque Alegre


No sabría precisar el momento exacto de cuando aprendí a leer, pero no falseo la realidad si haciendo un esfuerzo de imaginación, lo sitúo en el parvulario, con aquellos alfabetos pintados en las pizarras. Juntando letras mayúsculas y minúsculas. Confundiéndolas. Cantando, jugando mientras aprendíamos. Tuvo que ser después de que mi padre me enseñase a escribir la a,eso sí lo recuerdo bien y lo satisfecho que estuvimos los dos con ese logro. Seguro que tras ese triunfo llegaron otras pequeñas victorias en forma de e, de o, de n, de s... Y así todas las letras. Gracias a ello, tiempo más tarde, los cuentos de Caperucita Roja, de Garbancito, del Gato con botas... que me contaba mi madre podía leerlos, entenderlos y no quedarme solo en las ilustraciones, y aunque no disponían de la misma dulzura que la voz de mi madre o de mi abuela, disfrutaba de esas fabulas, sintiéndome mayor, como ellas.

Pero si prescindimos de esta etapa de iniciación común para la mayoría de los mi generación, podría aseverar, sin miedo a equivocarme, que mi primera lectura, la que yo considero así por ser ajena a las obligaciones escolares, se produjo por casualidad, con ocho o nueve años.

Fue en la biblioteca de mi pueblo. Curioseando por las estanterías, aquí, allá, cuando me topé con un libro cuya cubierta llamó mi atención. Y sin pensarlo mucho, me lo llevé a casa los quince días reglamentarios. Fue Papel Mojado de Juan José Millás, un escritor entonces desconocido para mí, y al que hoy en día le rezo cada noche para que me inspire, aunque esto es otra historia que ahora no viene a anticuento. Recuerdo que el libro me encantó. Que la trama me llevó por una senda desconocida para mí, donde lo infantil se quedaba atrás y la historia policiaca del libro, de mayores entonces, me enganchó. Pero a pesar de la buena experiencia, la lectura no consiguió alejarme de los partidos de fútbol eternos, de la televisión, de los juegos y de la alergia que sentía cada vez que el profesor de lengua enumeraba los libros a leer para aprobar su materia. Siento que en aquella época Camilo José Cela, Quim Monzó, Unamuno, Isabel Allende, entre otros grandes autores, no me cautivaran.

Y el tiempo pasó. Di el estirón. Me centré en los números, en contabilizarlos en el debe y en el haber, hasta que la escritura, por cierto alentada en gran medida por Millás y su espacio radiofónico, despertó mi curiosidad por las letras. Entonces, con naturalidad, me vi recuperando el tiempo perdido. Me obligué, esta vez con deleite, a leer los clásicos indispensables, las lecturas recomendadas y todo aquello con aroma literario que caía en mis manos. Así, con cierto apuro, confieso que ya había analizado muchos balances cuando descubrí a García Márquez, a Benedetti, a Vilas-Matas, a Vargas Llosa, el Quijote, la Metamorfosis, Pedro Páramo..., a otros escritores —clásicos o contemporáneos— y a un buen ramillete de autores, microrrelatistas la mayoría, que he ido conociendo en los últimos años; de los que he disfrutado y aprendido al leer sus creaciones.

De esta forma, con infinidad de lecturas aún pendientes, llego a la parada llamada actualidad, donde hace unos días, otra vez, por casualidad aunque no exista, he vuelto a releer Papel Mojado, sin tanta devoción como la primera vez, pero con la misma atención a las letras del maestro Millás. Y de este modo quiero pensar que se estrecha el círculo de mi experiencia lectora y, ello me sirve para cerrar esta narración, no sin antes aconsejar, solicitar, suplicar a quien corresponda y a mí mismo, para que sigamos leyendo e inculcando a nuestros pequeños que no hay mejor aprendizaje, medicina, entretenimiento o descubrimiento vital que los libros y su lectura.

Así que conjuguemos para aplicarnos de verdad el cuento: Leo, lees, leen, leemos, leéis, leen.

Nicolás Jarque Alegre.
Contable.

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