jueves, 23 de octubre de 2014

Carmen Camacho


En los primeros recuerdos que guardo de las letras, Carmencita no sabía leer. No sabía leer  y ya estaba intentando escribir. La hija de Leo —premonitorio nombre— había abierto una “miguilla”, que así llamaban a cierta suerte de guarderías provisorias, diletantes, furtivas, habilitadas en cualquier garaje, donde a cambio de poco dinero una muchacha cuidaba a la recua de nenes, en este caso de un barrio jornalero en un pueblico de Jaén, que aún no teníamos edad para ir al colegio. Carmencita en la miguilla, el cuerpo volcado contra la mesa, la incorregible lengua fuera —se me continúa escapando cuando algo me exige mucha atención—, el lápiz apretujado en la mano izquierda. Trataba de hacer la “o”. Oes inestables, aproximadas, demasiado temblorosas. José Antonio, creo que se llamaba aquel niño con Síndrome de Down. Yo miraba fascinada su papel. José Antonio sí, José Antonio sí que sabe hacer las oes realmente bien.

En los primeros recuerdos que guardo de las letras, Carmencita no sabía leer. Tirada en el suelo bocabajo, miraba la portada de aquella revista, un Teleprograma de entonces con Heidi ocupándolo todo. Yo era Heidi, claro, era Heidi libre por la sierra, buenagente, víctima y dulce rebelada contra su institutriz, tenía mi abuelito y un pájaro: necesitaba saber urgentemente qué ponía en aquella portada, al lado de mi estampa.

No recuerdo mi cartilla, no sé dónde me dieron de leer. Recuerdo en su lugar un libro que me parecía maravilloso; se llamaba “Ya leo”. “Ya leo”: toda una advertencia retadora. El “Ya leo”, cuanto más lo leía más me gustaba. Lo guardaba en casa amiga, la de mi abuela, en cajón amigo, el de los juguetes.

A continuación aprendí a leer música, la clave de sol. Mi primer recuerdo con las notas musicales vuelve a ser escribiéndolas, sobre el pentagrama, mientras las intentaba cantar. Mi primera letra, la “o”. Mi primera nota, un “la”.

Los libros primeros y preferidos de Carmencita, los que guarda mi recuerdo, eran uno de Pipi Calzaslargas, insumisa y pelirroja (yo era Pipi, claro), El hada acaramelada de Gloria Fuertes y uno viejísimo de cuentos con algunos dibujos, no demasiados, a una sola tinta. A aquellos dibujos les hacían falta colores. Odiaba el amarillo. El amarillo no se ve bien a la poca luz de las tardes de invierno. Desmoñaba los rotuladores contra el cuento, “pero quién, quién se habrá inventado el amarillo”.

Y tebeos. Mi madre me prohibía leer tebeos, “porque con los mortadelos miras los dibujos en vez de leer”. Aquella respuesta me escandalizaba, delataba su profundo desconocimiento del que para mí era todo un género literario. Por supuesto, me los leí todos.

El castigo recurrente que recibía Carmencita por portarse mal era limpiar el polvo del salón. Mala idea, porque allí estaban los libros. Sé de memoria aquellas portadas, el color de aquellos tomos, el peso de cada volumen voluminoso de la Enciclopedia Larousse. Como muchas otras, aquella biblioteca escueta trasminaba las ideas, regalos o préstamos fortuitos, gustos y pretensiones de mis padres. Por parte del viejo había libros de misterios insondables: avistamientos de ovnis, secretos incaicos, caballos de Troya y sábanas funerarias como la santa de Turín o la del Che en Bolivia. Las novelas de tiros parecían no merecer balda, pues se apilaban por decenas sobre su mesilla del dormitorio. La aportación de mi madre eran los libros gordos adquiridos en Círculo de Lectores o en su paso por Salvat como comercial vehemente. A mí, que no había visto otra en mi vida, me parecía regularcilla aquella biblioteca. Pero me gustaban, eso sí, los muchos títulos (El hombre de Apulia, Edad Prohibida, Ha estallado la paz, Los cipreses creen en Dios), los cuentos Un señor muy viejo con unas alas enormes o El ahogado más bello del mundo, de un tal García Márquez; el libro, también de misterio, intitulado “El parto y el puerperio” y las fotografías de aquel libro de pastas duras: Tú, esa desconocida. “¿Yoooo?”, me preguntaba. Y Carmencita volvía a abrir los ojos y el libro de par en par.

En aquella biblioteca y su estrecho y cuestionable catálogo adquirí estas maneras de pobre que tengo a la hora de leer y de las aún no me he sabido desasir. Sucede que entiendo (demasiado) que no todos los libros me gustan, que no tengo opción de tener tantos y, entonces, cuando llega a mis manos EL LIBRO, así con mayúsculas, me recreo tanto en él que acabo por aprendérmelo de memoria. Suelo ser extremadamente lenta en leer los libros que me gustan: para que no se me gasten. Cuando ya los he leído, los vuelvo a leer. Y así, sin quererlo, los acabo haciendo míos. Me pertenecen a mí casi tanto como a su autor.

Un día llegó a mis manos un libro nuevo, El jardinero de Rabindranath Tagore, traducido con todas las jotas de Juan Ramón Jiménez. Creo que ya entonces me di cuenta de que mi lectura siempre sería aún más lenta, repetida, viciosa, y que los libros que lograban darme el asombro y placer de aquella primera vez entre jardines y carruajes venidos de Oriente en las palabras de Tagore me iban a acompañar durante toda mi vida. Por cierto, perdí o presté El jardinero.

Todos tenemos alguien a quien dar las gracias por enseñarnos y darnos de leer. En mi caso, se llama Salud. A mi tía Salud, a quien tanto tiempo hace que no veo, debo la nota “la”, la palabra “caz” que escribió en mi cuaderno cerca de una acequia y aluciné, las ceras de colores, algunas respuestas libres, todas mis primeras lecturas importantes, Tagore included.

No recuerdo mi cartilla, no sé dónde me dieron de leer, decía. Pero sí recuerdo a otros aprendices: a mi hermana Luisa, ocho años menor que yo, con su cartilla Micho, y mi madre o yo misma dándole su merienda diaria de letras, sílabas y palabras. Ella ahora es maestra, y los niños aprenden enamoradamente a leer con ella; a mi hermana Luisa y también recuerdo a otra persona: un chico al que conocí hace algún tiempo. Además de guapo, aquel amor mío era bien listo: me contó que a los tres años ya leía perfectamente; su hermano le enseñó. Parece que lo estoy viendo, yendo con su sillica a la miguilla, pues también él se crió en esas clandestinidades lectivas. Yo no estuve allí con él, claro, ni siquiera había nacido cuando ese muchacho fascinaba a la madre con su precocidad lectora. Yo no lo vi leer hasta cuarenta y tantos años después de aquello, una tarde de sábado, sentado en mi mecedora con un pequeño libro de género epistolar. Pero recuerdo a aquel niñito lector de tres años, sí, perfectamente. A veces recuerdo lo que yo no viví sino a través de otros.

—Por cierto que a Carmencita nunca la llamaron Carmencita. Tenía el prolongado y estricto nombre de Carmen María. Es como si a Heidi la hubieran llamado siempre Adelaida. Pero mi viejo era idéntico al de Pipi (además, me llamaba Carmenchu). Y yo siempre estoy a punto de irme a escribir a la isla Taka Tuka.


Carmen Camacho. 
Escritora.

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