domingo, 18 de mayo de 2014

Mercedes García Llanos




Hay un recuerdo difuso en mi memoria de cómo, cuándo, con quién, aprendí a leer “oficialmente”. Y sin embargo, permanece intacta la sensación de que mi encuentro con las palabras surgió como una necesidad, llamémosla, "fisiológica".

Me explico: Cuando yo era muy niña, mucho, oía en mi casa quejarse de mi falta de interés por la comida exceptuando aquella sopa que llegaba puntual cada noche a la mesa de nuestra cocina y que para que yo le hiciera caso debía carecer de fideos y, por el contrario, tenía que estar rebosante de figuritas que alguien me decía que se llamaban "letras".

Desde siempre me atrajeron sus cantos de sirena, lo que hacía que mis platos, para tranquilidad de todo el mundo, se llenaran hasta el borde y bajaran a la misma velocidad que una marea se retrae hacia los rayos de la luna. Buceaba, blandiendo mi cuchara, en el fondo del caldo con olor a puchero, sabor a hogar humilde y textura conseguida a base de horas de fuego lento. Muy lento. Así que aquello que se llamaban "letras" navegaban a toda vela, primero hacia mi estómago y mas tarde, en busca de significado, hacia mi cerebro. Era allí donde yo intentaba descifrarlas, y donde presa de la desesperación, acababan provocándome una indigestión que volcaba, eso sí, con mucha dignidad y pulcritud, en múltiples servilletas en las que ellas se dejaban derramar cual lágrimas rebeldes. Pensándolo bien éste también podría considerarse mi inicio de escritura. Pero claro, ésta sería otra historia…

Tiempo después, alguien que me conminaba a llamarla “hermana” o “Sor…” le puso nombre a mis figuritas¸ me enseñó a llamarlas, a esbozarlas, a llevármelas de la mano y formar el circulo mágico: m con a, ma. Y otra vez: m con a... Fue entonces cuando supe que mamá me hablaba desde sus ollas. Aprender a escucharla fue rescatar los tesoros de su sopa, romper secretos en mi plato y encontrar tropezones de emociones en mi cuchara.

El tiempo iba pasando y la palabra "mamá" creció, casi al mismo tiempo que yo, y se convirtió en "madre". Fue entonces cuando mis digestiones se hicieron mucho menos pesadas. Desde ese momento, además de cultivar largas conversaciones con mi madre en los hondos platos de la vajilla de mi infancia, devoro libros y más libros que intento hagan más emocional a mi cerebro, el cual por cierto, se ha acostumbrado a mis "atracones" y me reclama ingerir alimento muy frecuentemente. Temiendo una nueva recaída, mi estómago, mi cerebro y yo hemos llegado a una especie de acuerdo de "dieta" basada en hábitos diarios muy saludables. La receta parece sencilla y lo es a poco que se le ponga un mínimo de voluntad: 100 gramos de realidad, 500 gramos de imaginación y cantidades ingentes de poesía "de la de andar por casa". Esa que guardo en mis zapatillas y que nos tomamos de postre entre página y página, entre miradas furtivas a las nubes en busca de espacios para la ensoñación y sorbitos de café.

De momento nuestras analíticas son impecables por lo que el doctor ha pasado de preocuparse por mi sistema digestivo a ocuparse de mi sistema nervioso. Piensa que ahora que mi madre vive alejada de los fogones por el olvido es incapaz de hablarme desde allí. O bien que yo no puedo escucharla desde esa distancia que él considera insalvable. ¡Claro! Nunca, ni mi madre, ni yo, le hemos confesado que nuestras conversaciones trascienden en las miradas y en los silencios que ella dejaba reposar en los pucheros de mi niñez; justo cuando ella dejó que fueran otros los que me hicieran descubrir que la m con la a formaba "ma"; justo ahora cuando recuerdo cómo ella, sin yo saberlo, me enseñó que hay muchas clases de lecturas, otras que traspasan las páginas de los libros pero deben resguardarse también en ellos, entre líneas, contra el olvido. Y lo hizo justo entonces, mucho antes de que yo supiera como se engendra esta pasión a la que algunos llaman leer.

Mercedes García Llano
Auxiliar administrativa.


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