jueves, 12 de junio de 2014

Francisco Galván




Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero… Bueno, en realidad, yo no tuve tanta suerte como Antonio Machado. Mi infancia giró en torno a una mesa camilla con un brasero, los pies calientes y la espalda fría, en un piso de una remota colonia de Carabanchel Alto edificada para dar cobijo a los funcionarios del régimen.

Tengo pocos recuerdos sobre mi más tierna infancia aunque los que conservo son vivísimos, tanto que a veces pienso que no son ciertos del todo y que los he ido revisando y adornando con el paso de las décadas hasta el punto de que, quizá, tengan ya más de ensoñación que de realidad.

El caso es que uno de esos recuerdos, que no sé si se refiere exactamente a mi primera lectura pero que, sin duda, ha de estar cercano, es de un cuento de Aladino que me embelesaba sentado a esa mesa camilla con los recios faldones cubriéndome las piernas y el hornillo eléctrico caldeándome los pies. Era uno de esos cuentos de muy pocas páginas, para las primeras lecturas, con los contornos recortados para acomodarse al dibujo de la portada, que era amarilla. Estaba Aladino con su lámpara maravillosa y delante tenía la cueva de los ladrones. En cada una de las páginas interiores había un dibujo enorme con apenas una frase en letras bien grandes. 
 
Recuerdo esta exploración en el mundo de la lectura como algo casi mágico, como si se me abriera ante los ojos todo un universo desconocido que hasta entonces me había estado vedado. Creo que fue así como empecé a leer, incluso sospecho que lo hice en mi casa y no en el colegio. En mis tiempos no había guarderías. Quizá fue mi madre la que me ilustró. No lo sé y ya no puedo preguntárselo.

Y si tengo la sospecha de que aprendí en casa no es solo porque no guardo el menor rastro en la memoria de tal experiencia en la escuela (a pesar de que recuerdo el primer e infausto día de clase), sino por lo que explico a continuación.

Me escolarizaron con un año de retraso debido a unas fiebres reumáticas que me diagnosticaron. Me recomendaron reposo absoluto y ese primer curso lo perdí. Me quedé en casa y gran parte del tiempo, en la cama. Bueno, más concretamente, dando botes sobre la cama, porque, como decía mi madre, era un niño muy inquieto. Supongo que tendría seis o siete años.

En ese tiempo de convalecencia creo que fue en el que aprendí a leer. Probablemente con ese cuento de Aladino y con otros similares, pero también con los tebeos que me traía mi padre cuando regresaba de trabajar a mediodía. Yo esperaba con verdadera impaciencia su vuelta a casa para comer. Siempre me traía un TBO, un Jaimito, un DDT, un Pumby o algún otro de los que proliferaban en aquella época.

Desde entonces, siempre que me tenía que quedar en cama por un resfriado o una gripe, mi padre no fallaba. Es curioso que solo me comprara tebeos cuando me ponía malo, lo que solía ocurrirme sistemáticamente al principio de cada curso escolar porque en cuanto comenzaba el otoño yo cazaba al vuelo todos los virus de gripe que había en el barrio. Una de mis características a lo largo de mi vida escolar, incluso cuando comencé en el instituto, fue la de faltar a los primeros días de clase por enfermedad, con lo que eso tiene de desventaja para un niño, ya que es en esas primeras horas de contacto con los otros compañeritos cuando se fraguan las amistades y se forman los grupos. Yo siempre llegaba tarde.

Después me aficioné mucho a la lectura, tanto que creo que leía más que ahora o quizá es que el tiempo entonces se estiraba como un chicle. No como ahora, que las horas son más cortas. Recuerdo que con diez o doce años me empapaba con los libros de Tarzán, el auténtico Tarzán de Edgard Rice Burroughs. En casa teníamos la colección completa, que seguramente mis padres le compraron a mi hermano mayor. Cuando llegaba del colegio mi madre me daba la merienda (pan con chocolate) y me sentaba en el sillón, junto al balcón, a leer tratando de estirar al máximo el tiempo del bocadillo porque al acabarlo debía ponerme a estudiar. Lo habitual era que mi padre pusiera punto final al larguísimo tiempo de merienda, aunque con cierta manga ancha para hacerme creer que mi treta funcionaba.

Los libros ilustrados de Bruguera y los tebeos (entonces no se llamaban cómics) del Capitán Trueno, El Jabato, el Guerrero del Antifaz, el Mosquetero Azul, el Cosaco Verde, el Sargento Furia o Hazañas Bélicas, heredados de mis hermanos mayores, fueron también víctimas de mi avidez.
 
Creo que mi madurez lectora llegó con la colección de los libros de RTVE que compraba mi padre en el quiosco cada semana. Aquella colección magnífica, con letra diminuta que hoy no puedo leer, marcaron un hito en la vida cultural española de entonces. Aún conservo algunos de aquellos ejemplares que compró mi padre y es fácil encontrarlos todavía en las librerías de la Cuesta de Moyano a precios ínfimos.

Ese ha sido mi recorrido vital de lector que continúo ahora alternando con la escritura. Precisamente este mes acabo de publicar mi décima novela, “El precio de la codicia”. Mi décima, como El Real Madrid.

Francisco Galván.
Escritor.

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