Que yo
recuerde, no sabía leer antes de ingresar en la escuela, aunque mis hermanas
mayores sí me enseñaron las letras, seguramente porque estaba ávido de conocer
esos signos misteriosos que veía por todas partes. Curiosamente, el único libro
que recuerdo haber hojeado era la guía telefónica, seguramente porque estaba a
mi alcance en la mesita del teléfono y porque no importaba que lo deteriorara
puesto que nos traían otro nuevo gratis cada año.
Según
mis cómputos, ingresé en la escuela un martes 8 de septiembre de 1959. Era uno de
esos días estupendos de casi fin de verano, soleado y caliente. La verdad, no
tenía en absoluto ninguna gana de que me encerraran en aquel edificio de la ladrillo marrón, que me parecía casi tan hostil como las fábricas esparcidas por la ciudad. Más bien me
quedaba a jugar, como lo había hecho hasta entonces todos los días de mi vida:
me gustaba así y no veía razón alguna para que cambiara. Así que me eché a
llorar y me cabreé hasta que me liberaron, hacia medio día. Un único consuelo: me
«regalaron» libros, que empecé a hojear pocas horas después.
El día
siguiente, ya amansado, salí para la escuela con buen humor, curioso de
descubrir lo que contenían todos esos libros y, el viernes por la tarde, estaba
impaciente que llegara el lunes…
El
libro de lectura y la maestra – joven, linda y amable - eran, por supuesto las
llaves que permitían comprender todos los otros libros.
Empezamos
por la i. Cada letra tenía su historieta. Me acuerdo que
la historieta de la i era la de un
ratón. Decían que la i sonaba como el
grito de un ratón, lo cual no me servía mucho, puesto que en nuestro suburbio
norteamericano típico, bien ordenado, los ratones eran tan escasos como los
osos. (O nadie confesaba que los había en su casa.) Al día siguiente,
aprendimos la u, con un cochero que le
gritaba Hu! a su caballo para que
avanzara. En mi entorno los caballos eran tan exóticos como los ratones y los
osos, así que aprendí a la vez que representaba la u y como arrancaban los caballos. Entre las otras letras, me
acuerdo de la e, letra elegante que
vestía sus sombreritos: é, è, ê, y de
la s, ilustrada por un carpintero condenado a ir a trabajar en la luna
de tanto aserrar que no dejar dormir a nadie.
Día
tras día, semana tras semana, letras nuevas. ¿Cuándo llegaríamos a la última? Por
encima de la pizarra, había unos cartones negros, con el alfabeto escrito en
letras blancas, cursivas perfectas, minúsculas y mayúsculas, verdaderas letras
de monjas. No aprendíamos las letras en orden alfabético, lo cual hubiera
simplificado mi inventario de las que nos faltaban para aprender. ¡Cuál no fue
mi decepción y mi consternación cuando, en lugar de contarnos las historietas
de la k, de la x, o de la w, las dejaron
y empezaron a enseñarnos un sinfín de combinaciones: an, en, in, on, au, eau, eu, ou, gn, ch, oi, oin, ein ain…! Los
ejercicios de deletreo y los dictados se hacían cada vez más trabajosos. Pero
yo era muy curioso y, total, me gustaba aprender y me encantaba poder leer.
Finalmente,
podía descifrar la guía telefónica. Me pareció bastante aburrida, aparte de los
encabezamientos de secciones, con los nombres de las ciudades y pueblos de los
alrededores. Me intrigaba en particular Mascouche,
porque, a mi parecer, hablaban mucho de ese pueblo en la radio y la televisión. Por lo
que contaban, me parecía un lugar extraño e inquietante hasta que me desasnaron
y me explicaron que en la radio hablaban de Moscú.
El
primer libro que leí fue una versión infantil ilustrada de Los viajes de Gulliver, que me habían regalado para Navidad. Creo
que estaba en el segundo grado. Por primera vez experimenté que leer podía
transportarme a otros mundos, a otras épocas, sin salir de mi suburbio
demasiado tranquilo…
Julien
Thériault
Commis-comptable
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