miércoles, 30 de octubre de 2013

Julien Thériault



Que yo recuerde, no sabía leer antes de ingresar en la escuela, aunque mis hermanas mayores sí me enseñaron las letras, seguramente porque estaba ávido de conocer esos signos misteriosos que veía por todas partes. Curiosamente, el único libro que recuerdo haber hojeado era la guía telefónica, seguramente porque estaba a mi alcance en la mesita del teléfono y porque no importaba que lo deteriorara puesto que nos traían otro nuevo gratis cada año.

Según mis cómputos, ingresé en la escuela un martes 8 de septiembre de 1959. Era uno de esos días estupendos de casi fin de verano, soleado y caliente. La verdad, no tenía en absoluto ninguna gana de que me encerraran en aquel edificio de la ladrillo marrón, que me parecía casi tan hostil como las fábricas esparcidas por la ciudad. Más bien me quedaba a jugar, como lo había hecho hasta entonces todos los días de mi vida: me gustaba así y no veía razón alguna para que cambiara. Así que me eché a llorar y me cabreé hasta que me liberaron, hacia medio día. Un único consuelo: me «regalaron» libros, que empecé a hojear pocas horas después.

El día siguiente, ya amansado, salí para la escuela con buen humor, curioso de descubrir lo que contenían todos esos libros y, el viernes por la tarde, estaba impaciente que llegara el lunes…

El libro de lectura y la maestra – joven, linda y amable - eran, por supuesto las llaves que permitían comprender todos los otros libros.

Empezamos por la i. Cada letra tenía su historieta. Me acuerdo que la historieta de la i era la de un ratón. Decían que la i sonaba como el grito de un ratón, lo cual no me servía mucho, puesto que en nuestro suburbio norteamericano típico, bien ordenado, los ratones eran tan escasos como los osos. (O nadie confesaba que los había en su casa.) Al día siguiente, aprendimos la u, con un cochero que le gritaba Hu! a su caballo para que avanzara. En mi entorno los caballos eran tan exóticos como los ratones y los osos, así que aprendí a la vez que representaba la u y como arrancaban los caballos. Entre las otras letras, me acuerdo de la e, letra elegante que vestía sus sombreritos: é, è, ê, y de la s, ilustrada por un carpintero condenado a ir a trabajar en la luna de tanto aserrar que no dejar dormir a nadie.

Día tras día, semana tras semana, letras nuevas. ¿Cuándo llegaríamos a la última? Por encima de la pizarra, había unos cartones negros, con el alfabeto escrito en letras blancas, cursivas perfectas, minúsculas y mayúsculas, verdaderas letras de monjas. No aprendíamos las letras en orden alfabético, lo cual hubiera simplificado mi inventario de las que nos faltaban para aprender. ¡Cuál no fue mi decepción y mi consternación cuando, en lugar de contarnos las historietas de la k, de la x, o de la w, las dejaron y empezaron a enseñarnos un sinfín de combinaciones: an, en, in, on, au, eau, eu, ou, gn, ch, oi, oin, ein ain…! Los ejercicios de deletreo y los dictados se hacían cada vez más trabajosos. Pero yo era muy curioso y, total, me gustaba aprender y me encantaba poder leer.

Finalmente, podía descifrar la guía telefónica. Me pareció bastante aburrida, aparte de los encabezamientos de secciones, con los nombres de las ciudades y pueblos de los alrededores. Me intrigaba en particular Mascouche, porque, a mi parecer, hablaban mucho de ese pueblo en la radio y la televisión. Por lo que contaban, me parecía un lugar extraño e inquietante hasta que me desasnaron y me explicaron que en la radio hablaban de Moscú.

El primer libro que leí fue una versión infantil ilustrada de Los viajes de Gulliver, que me habían regalado para Navidad. Creo que estaba en el segundo grado. Por primera vez experimenté que leer podía transportarme a otros mundos, a otras épocas, sin salir de mi suburbio demasiado tranquilo…

Julien Thériault
Commis-comptable 


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