Yo aprendí a leer por hambre. Por hambre, o por exceso de comida; da igual, porque en mi caso era lo mismo. No hablo de cuando aprendí a juntar letras y formar palabras y unir palabras y seguir formando otras cosas más largas acerca de las cuales ahora enseño. No. Ese juntar letras fue anterior, claro, pero no llamo a eso «leer». Uno aprende a leer cuando descubre que la lectura le salvará la vida.
Pero será mejor que vaya por orden, que es la única manera de caminar por los recuerdos: ordenándolos para que la memoria les invente un sentido.
Según me contaron, aprendí a unir unas letras con otras, como decía, de mi hermana, ocho años mayor. Yo tenía tres años y ella, una clara vocación docente y pocas muñecas para divertirse. No sé qué método usó, pero lo cierto es que tiemblo al imaginarlo porque, en cambio, recuerdo bien cuando, unos diez años después, declaró que me enseñaría a jugar a la canasta: durante semanas, me hizo sentar frente a ella, mesa por medio, y me ponía once naipes en la mano. Mientras ella armaba a cada rato hileras y montoncitos de cartas y luego se anotaba cientos de puntos, yo debía pasar las horas levantando un naipe del mazo y descartándome de otro, una y otra vez, hasta que ella acabara de jugar.
Volvamos a lo de la lectura. Para eso, tengo que explicarles que, desde bebita y hasta mi adolescencia, yo tenía lo que hoy llamarían un severo trastorno alimentario y que en aquella época recibía dos diagnósticos, «capricho» y «maña», y un único tratamiento: una madre ora llorosa y suplicante, ora colérica, intentando embutirme en la boca alguna cucharada de comida. Así, en cada almuerzo, en cada cena. Yo masticaba para siempre aquel bocado hasta que, en un descuido de ella, lograba disimularlo debajo de la servilleta o tirarlo al suelo. Cuando el resto de la familia se levantaba de la mesa, mi madre seguía firme en su come-tido o su co-metido, nunca mejor dicho, llorando y maldiciendo hasta que, por fin, yo vomitaba lo poco que había conseguido tragar. En fin, aquello no era un infierno: era EL infierno, y yo deseaba que llegase de una vez la parte en que Satán me envolvería en llamas para obtener algún alivio.
Una noche —yo andaría por los seis años—, cuando me llamaron a cenar, llevé conmigo el libro que leía y, en silencio, lo apoyé, abierto y sujeto entre mi plato y el sifón de soda. Continué leyendo mientras servían la comida, pero apenas me di cuenta. Mi familia, atónita, se abstuvo de corregir aquel atentado a la etiqueta cuando vio que yo, sin apartar la mirada del relato, agarraba el tenedor y empezaba a comer. No sé qué habría en el plato, pero el libro era uno de la Condesa de Ségur (así firmaba su autora, a mí no me digan ná) cuya protagonista se llamaba Genoveva, y gracias a él pude acabar aquella cena con algo de alimento en el estómago. Tenía seis años y era la primera vez que comía sin que nadie me obligara.
Desde esa noche y hasta muchos años después, solo era capaz de comer si leía. Mi madre ya no lloraba ni gritaba: se limitaba a traer a la mesa una botella de más para que yo pudiese sujetar el libro abierto contra el plato.
Los relatos, literalmente por partida doble, me salvaron la vida y me ayudaron a ganármela muchos años después, cuando escogí mi oficio para mantenerme. Ya ven: uno no aprende a leer cuando se lo enseñan, sino cuando descubre que, sin historias, sin poemas, no se sobrevive.
Gra Litvak
Profesora de Lengua y coordinadora de talleres de escritura creativa.
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