Aprendí
a leer en una escuela de pueblo, en el grupo escolar Juan de Herrera
(Maliaño), antes de ir al instituto José María de Pereda (Santander),
donde se entraba en aquellos tiempos tras un examen de ingreso a los
diez u once años. Creo en aquella escuela en la que ingresé con seis
años, la recuerdo con cariño, en ella aprendí a leer sobre una vieja
cartilla que Don Benceslao, mi maestro, me dio recordándome que la letra
destacada en la chimenea de una humeante locomotora era la I sobre un
tren que emitía, en voz de mi maestro, un agudo PÍÍÍÍ…
Leer
es un aprendizaje para toda la vida, instrumento cotidiano de
comunicación. A mí me enseñó Don Benceslao sobre una cartilla de la
época, aquel maestro al cual pateé cuando mi madre me obligó a ir a la
escuela contra mi voluntad, pues yo prefería ir con mi padre a la huerta
o a jugar en la cuadra de mi vecino, mejor aún a su huerta, para comer
las peras de sus excelentes frutales que cuidaba con tanto mimo y cómo
puedo demostrar con la cicatriz que un palo dejó en mis “partes bajas
más al sur” por robarle su fruta. Se llamaba David, era un rústico
hombre de campo y le estoy muy agradecido por haberme enseñado más de un
par cosas, incluso con su palo, no muy sabio pero sí certero.
De
aquella escuela tradicional muchas son las críticas realizadas, pero en
mi recuerdo esta pequeña escuela de pueblo está unida a la infancia, a
esos años de espíritus limpios en los que se forjan importantes
aprendizajes perdurables en el tiempo y mejorables con la experiencia y,
de entre todos, el más destacado es la lectura sin lugar a dudas.
Javier Escajedo Arrese
Maestro y pedagogo jubilado
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