domingo, 13 de octubre de 2013

Carmen Ugarte


Aprendí a leer con tres años, y no lo hice en ninguna escuela sino en el hule con el mapa de España que mi abuela, como tantas otras, tenía sobre la mesa de la cocina.

Fue en el verano y la maestra no fue otra que mi prima Corona, que lista ella y con tres años más que yo, había sido una alumna aprovechada en aquel curso que acababa de terminar. Generosa, además de lista, quiso compartir con su prima pequeña aquel tesoro del conocimiento, aquella llave que nos abriría tantas puertas de ahí en adelante. Así que allí, inclinadas nuestras cabecitas sobre el tapete, iban sus dedos señalando, y mis ojos siguiéndolos, las palabras mágicas: Madrid, Burgos, Vizcaya... Y esta es una eme y la eme con la a suena ma.

Bueno, de esto último no me acuerdo, la verdad, no sé qué método siguió para transmitirme su ciencia, pero la verdad es que al final del verano yo ya sabía leer las palabras sueltas, supongo que para la comprensión lectora todavía tardaría un poco.

El portero de la finca donde vivíamos cumplía su trabajo metido en un chiscón que había justo antes del vestíbulo de ascensor y escalera, y entretenía su inactividad forzosa leyendo novelas de Marcial Lafuente Estefanía, que le prestaba la quiosquera de nada más salir a la acera. Un día, en que mi madre se debió parar allí, en el chiscón, para hablar con él sobre algo, yo me fijé en la novela en curso y como la portada tenía letras, y yo ya sabía lo que había que hacer con ellas, las leí en voz alta para asombro del señor Juan, que así se llamaba el portero, y un poco de mi madre que aprovechó para lucir las habilidades recién adquiridas de su niña. Así, cada vez que bajaba o subía, el señor Juan aprovechaba para ponerme a prueba y hacía que le leyera algunas de las palabras que ilustraban la contraportada de la novela que andaba leyendo.

Poco tiempo después ingresé en el colegio de enfrente, pero como mi madre puso en conocimiento de las profesoras que yo ya sabía leer, tras la preceptiva prueba y comprobación pertinente, se saltaron conmigo la cartilla y me pasaron directamente al catón, que era el libro de las mayores.

Los tapetes que reproducían mapas desaparecieron de mi vida, supongo que porque se pasaron de moda, sin yo darme cuenta, pero siempre mantuve bien vivo el recuerdo y la anécdota de cómo había aprendido a leer. Un día, muchos, muchos años después, iba en un autobús por la calle Fuencarral de Madrid y volví a ver esos tapetes en el escaparate de una tienda, hoy ya desaparecida. No sé ni adónde iba ni si llevaba prisa, lo que sí que sé es que me bajé del autobús en la parada siguiente, retrocedí el camino y compré uno de aquellos tapetes que volví a poner en la mesa de mi actual cocina. Desde entonces no han faltado, pues los voy reponiendo según se van gastando. A mis hijos también les he enseñado en ellos dónde quedaban las provincias de España.


María del Carmen Ugarte García (María Garcia en FB)
Economista prejubilada.

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