lunes, 9 de enero de 2017

Carmen Martagón


    Aprender a leer es encender un fuego, 
cada sílaba que se deletrea es una chispa”.
Victor Hugo   

 OLVIDAR LAS PALABRAS Y ENCENDER LA CHISPA
Hay historias de tu vida que siempre recuerdas. Desconoces si es por esa forma especial que tiene la memoria de elegir los acontecimientos para traerlos al presente, o bien, por las veces que tu madre o tu abuela los refieren a propios y extraños en un intento por dar a conocer y ensalzar tus méritos actuales o infantiles.
Pensar en esa chispa, que logró encender el fuego en mi interior y rememorar mis primeros pasos en la lectura, significa traer a mi presente la figura de doña Lola, mi maestra de primer curso de Educación General Básica (E.G.B.). Recuerdo a doña Lola como una señora de buena planta, elegante, alta y grandota, con los labios pintados de rojo brillante, siempre sonriente y muy cariñosa. En sus manos, de largos dedos, un lápiz, también rojo (casi idéntico al esmalte impecable de sus uñas) que guiaba entre las letras de mi primera cartilla “Amiguitos”.
Cada día, nuestra maestra nos sentaba uno a uno en su mesa, con la hoja que tocaba para completar el aprendizaje. Ella nombraba la letra y la repetíamos una y otra vez. A pesar de mis ganas de aprender y mi avance al repetir cada palabra, lo cierto es que no recordaba ni una sola de ellas al día siguiente y teníamos que volver a empezar. “La m con la a: ma, la m con la e: me… Mi mamá me ama, mi mamá me mima, yo amo y mimo a mi mamá”
Con el paso de los días doña Lola no era capaz de explicarse, ni aclararle a mi madre, por qué razón aquella niña buena y aplicada, siempre dispuesta a colocarse junto a la maestra para leer, olvidaba todo lo leído al día siguiente. Hasta que en una ocasión, sin motivo aparente, se obró el milagro. Tal vez por el tiempo, por la paciencia de aquella mujer adorable o bien porque la madurez se instaló en aquella niña tenaz y trabajadora. Lo cierto es que superadas aquellas pequeñas dificultades lectoras, el avance fue más que evidente en unos meses.
A partir de entonces recuerdo mi pasión por leerlo todo: carteles, anuncios, recibos e incluso las etiquetas de los alimentos que, aunque entonces no eran tan extensas explicando ingredientes ni valores nutricionales, sí solían llevar el nombre del producto, los ingredientes básicos y la procedencia o la fábrica dónde se elaboraba.
Mis primeros pinitos con la lectura coincidieron con nuestras visitas a Portugal para ver y estar con la familia de mi abuela y esto ocasionó todo un conflicto en mi aprendizaje lector. Fue embarcar en el ferry desde Ayamonte hasta Vila Real de Santo Antonio y comenzar a preguntar cómo se leía aquella letra extraña parecida a la “O” con sombrero o esa “C” a la que dibujaron un rabito de cochino. Yo leía “pao” y mi abuela me explicaba con mimo y paciencia que se pronunciaba como una especie de “u”, pero a mí me sonaba como un disparo (paun). De esa forma tan especial se pedía el pan en Portugal, con un disparo a bocajarro en la panadería del barrio.
Casi a la fuerza, de la mano de mi abuela por las calles de Tavira, aprendí, entre otras muchas cosas, que “menino” no era cómo llamaban al gato, que a los bomberos se les añadía una “i” tras la “e” y que para escribir “yo” colocaban Eu, exactamente así era cómo llamábamos a nuestra vecina del portal de al lado, Eugenia Salguero. La “C” con su “rabito” sonaba como una “Z” y en las tiendas de ropa infantil podía leerse “crianças” al hablar de los niños. En aquel tiempo de descubrimientos, desconocía lo importantes que llegarían a ser mis lecturas en el país vecino.
A lo largo de mi vida he regresado muchas veces a Portugal y tengo entrañables recuerdos pero de entre todos los que guardo en mi memoria, me quedo con el más hermoso: la risa de mi abuela al ver mi cara mientras intentaba leer en español lo escrito en portugués o cuando me ofuscaba por no entender aquel cambio de letras en el “pan nuestro de cada día”.
Volviendo a mis tiempos de aprendizaje escolar y mi avance curso tras curso, tengo un bonito recuerdo de las lecturas en los libros de Senda, en ellos se forjó mi amor por los cuentos. Me gustaban todas las historias, siempre quería ser quien leyera en voz alta las aventuras fantásticas que en ellas se describían. Tengo grabado, de forma especial, aquel cuento del libro de lectura Senda 3 que comenzaba así:
    “-¿Qué es el viento?
    Quien mejor lo sabe es Pandora. Porque Pandora tiene todos los vientos encerrados en  una caja…”
Yo quería ser cómo Pandora. Me parecía extraordinario que aquella mujer controlara los vientos. Quería ser Pandora y tener encerrados a la brisa, al céfiro o al vendaval juntos en una caja, para después sacarlos y volar con ellos. Aquellos vientos impulsaron mis sueños. Con ellos, mi imaginación eligió acomodarse en el aire para irse posando en todos los libros que llegaban a mis manos. Así me convertí en la más valiente pirata “viento en popa a toda vela en su bergantín”, mientras leía a Espronceda. También me transformé en “la princesa triste de la boca de fresa” con la pluma de Rubén Darío.
Pero, sin duda, mi mejor recuerdo pasea junto a un burro blandito, de ojos color azabache, al que Juan Ramón Jiménez llamó Platero. Ese burro pequeño y suave, a pesar de los años, sigue siendo el mismo en el corazón de los niños. Él forma parte de mi amor a los libros y de todas las aventuras en las que me embarcaron aquellas primeras letras. Esas letras impresas en las páginas de una cartilla repleta de dibujos: una iglesia, un racimo de uvas, un ojo... Las primeras páginas que aquella niña de ojos oscuros y ávidos de aprender olvidaba, sin saber por qué, tras el sueño reparador de cada noche.

Carmen Martagón. 
Psicóloga.



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