La primera imagen que recuerdo de cuando aprendí a leer es la de mi madre tirada en el suelo conmigo, armando palabras con un rompecabezas hecho de cubiletes con letras de colores. Aquella escena la sitúo en el apartamento que mi familia alquilaba en Rota, frente al desaparecido Hotel Buenos Aires, para pasar aquellos largos veranos de la infancia. Ni siquiera sé si la escena ocurrió en la realidad, al menos en la ubicación en la que la sitúo, pero podría ser, ya que por aquel entonces no había comenzado a ir al colegio, y de lo que sí estoy seguro es de que, cuando ingresé en los parvulitos del colegio del Espíritu Santo, en la sevillana calle Dueñas, ya sabía a leer.
Mi
familia era un tanto singular para lo que se estilaba entonces. Eran
los años sesenta del siglo pasado, y no era habitual que mis dos
progenitores fueran universitarios, y en especial mi madre, que a sus
ochenta y tres años forma parte de aquella minoría de mujeres que
accedieron y culminaron los estudios superiores cuando aún no
estaban autorizadas a tener a su nombre una cuenta bancaria. Sus
padres, de extracción humilde y vida azarosa, siempre tuvieron claro
que para salir de la pobreza había que estudiar, y ellos tres, mi
abuelo, mi abuela y mi madre, fueron personas claves en mi recorrido
vital.
Mis
abuelos maternos fueron también unos personajes muy curiosos.
Siempre los conocí separados y ello, hace casi cincuenta años,
tampoco era muy frecuente que digamos. En cierta ocasión, mi abuelo
me regaló una gran bola del mundo iluminada. Cada vez que lo veía,
me enseñaba el nombre de las grandes capitales del mundo y a
localizarlas en aquella esfera multicolor. Cada rato que pasaba con
él, era un viaje de Tananarive a Otawa, de Ulan Bator a Montevideo,
de Saigón a Uagadugú. Luego me exponía ante sus amistades cual
mono de feria, y yo respondía de forma repelente a sus preguntas
sobre los diversos países que componían el planeta, en el que
existían nombres hoy tan extraños como Rhodesia o Alto Volta,
Yugoslavia o el Pakistán Oriental.
Un
día acompañé a mi abuela en uno de sus habituales paseos. Nos
adentramos por la calle Sol, a la altura de la iglesia de los
Terceros y nos detuvimos ante el escaparate de una librería. La
recuerdo atestada de volúmenes que se erguían amenazantes para mi
corta estatura, en torno a los estrechos pasillos de aquel laberinto.
De allí salí con mi primer libro: La vuelta al mundo en ochenta
días, de Julio Verne, en una edición de tapa dura, creo
recordar que de Ramón Sopena. No he olvidado aquellas noches de
lectura en la habitación que compartíamos mi hermano, mi abuela y
yo. Luego vinieron otras, y con Julio Verne no sólo recorrí el
mundo de la mano de Phileas Fogg, sino que me introduje en el centro
de la tierra, me convertí en un capitán de quince años surcando
los mares del sur y lloré la muerte del perro Dingo mientras hería
de muerte al malvado Negoro, o me sumergí junto al capitán Nemo en
las profundidades marinas más tenebrosas, en aquellas ediciones
ilustradas de Bruguera, en las que las viñetas que aparecían cada
cuatro páginas, aliviaban la intensidad del texto.
Aquella
combinación inducida por una pareja imperfecta resultó perfecta
para mí. Mi mundo continuó ampliándose hasta límites
insospechados con nuevos autores, entre los que debo tener un
recuerdo especial para Enid Blyton y su intrépido grupo de cinco
aventureros adolescentes.
Un
tiempo más tarde, aquel mundo imaginario se tornó realidad cuando
apareció por casa la tía Dora, que venía de Brasil a visitar a la
familia. Dora Pelletti fue para mí la constatación real de que
aquellos mundos existían más allá de mi mente. Conocerla fue sin
duda uno de los hitos más importantes que haya podido vivir. Durante
años recibí sus libros sobre selvas inexpugnables, ríos
inabarcables y aves exóticas que no podía imaginar.
Décadas después, cuando tras buscarla durante cinco años me volví a encontrar con ella, quise escribir sobre nuestra inexplicable historia. Deseaba entender una relación tan especial, que se había mantenido durante tantos años, con una mujer que había tratado apenas una semana. Tras escribir El guacamayo rojo, la novela que surgió de aquello, caí en la cuenta de que en realidad, lo que había escrito era un homenaje a mis abuelos Gabriel y Matilde, auténticos responsables de mi ferviente deseo de ensanchar el mundo. Gracias a la tía Dora pude reconocer lo mucho que les debo a ellos. Porque todo lo que hoy continúa, comenzó un día en el suelo del salón de una casa de la calle Santa María del Mar de Rota, junto a la playa de La Costilla.
Décadas después, cuando tras buscarla durante cinco años me volví a encontrar con ella, quise escribir sobre nuestra inexplicable historia. Deseaba entender una relación tan especial, que se había mantenido durante tantos años, con una mujer que había tratado apenas una semana. Tras escribir El guacamayo rojo, la novela que surgió de aquello, caí en la cuenta de que en realidad, lo que había escrito era un homenaje a mis abuelos Gabriel y Matilde, auténticos responsables de mi ferviente deseo de ensanchar el mundo. Gracias a la tía Dora pude reconocer lo mucho que les debo a ellos. Porque todo lo que hoy continúa, comenzó un día en el suelo del salón de una casa de la calle Santa María del Mar de Rota, junto a la playa de La Costilla.
Cuando
fui padre, busqué un rompecabezas similar a aquel que tuve de niño.
Nunca lo encontré.
Manuel Machuca.
Escritor.
Manuel Machuca.
Escritor.
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