La verdad es que
no sé cuándo aprendí a leer ni cuales fueron mis primeras lecturas
pero sí que recuerdo un año escrito en la pizarra, 1993. A partir
de esa imagen se suceden en mi memoria los recuerdos de mi etapa
escolar: el globo amarillo de papel charol colgando sobre mi mesa, la
tonalidad verde que invadía la clase, los que fueron mis compañeros
durante años, aquellos a los que no volví a ver... Al mismo tiempo
rememoro los archivadores de nuestras fichas y tareas, cada uno tenía
un dibujo concreto que nos identificaba. El mío era una luna. No sé
si fue casualidad o no pero desde pequeña más de una maestra me decía
_ y no quiero señalar _ que siempre andaba por esos lares.
Aunque no
recuerde con certeza cuándo aprendí a leer sí que recuerdo cuando
empecé a escribir, y también, quién me incentivó: la señorita
Mayti. Ella fue nuestra profesora durante toda la Primaria y nosotros, para siempre, sus enanitos del bosque. Recuerdo que me dio un
cuadernillo más bonito de lo normal para que volcara en él mi
imaginación. Así surgieron mis primeras poesías sobre la luna,
las estrellas, los planetas, las estaciones del año y las flores.
Mayti me ayudaba a pulirlas y a corregir la ortografía y, además,
me animaba a presentarlas a concursos y a recitárselas a los niños
de las otras clases y ¡ahí iba yo! sin tan siquiera plantearme lo
que significaba el miedo escénico. Eso debe de ser una de tantas
cosas inútiles que se adquieren con la edad.
A día de hoy, y
a pesar de haber crecido, aún sigo visitando ese satélite
protagonista de mis relatos infantiles. Mi mente sigue siendo tan
inquieta e inoportuna como cuando era niña, hasta tal punto que
me interrumpe incluso en este momento. Sin previo aviso, viaja
hacia otra época y me advierte de que mi historia no es tan
interesante como la de otras muchas personas, las personas que no
aprendieron a leer.
Precisamente por
recogerse en este blog retales de recuerdos sobre cómo
aprendimos a leer pienso que entre sus páginas merecen un hueco las
personas que por circunstancias de la vida fueron privadas de esta
capacidad tan maravillosa. Aquellos niños que tuvieron que crecer de
golpe y dejar atrás los cuentos de final feliz. Al igual que yo
ellos también tienen grabado un año, 1936.
Cuando estalló
la guerra civil mi abuelo tenía siete años y sólo llevaba un mes en la
escuela. No pudo seguir asistiendo porque tuvo que huir del pueblo
con su familia y posteriormente comenzar a trabajar en el campo. Su maestro era un guardia civil y según él toda la gente de su
edad “que sabe” es porque asistió a sus clases. En ese escaso
mes estudió la Cartilla, el libro para aprender las letras, y el
Catón, el libro de lecturas, pero no tuvo tiempo de llegar al
siguiente nivel, la Raya”.
A pesar de haber
estado tan poco tiempo en la escuela mi abuelo tiene grabado un
fragmento del Catón que me gustaría compartir con vosotros:
“Caminaba una vez un viejo por un sendero a paso lento pero
certero, y al pasar por la orilla del río vio a un niño que braceaba
fuertemente…”
Su segunda toma
de contacto con la lectura no fue hasta trece años después. Poco antes
de irse a la mili estuvo dando clases con un profesor particular
durante tres meses para poder escribir cartas a su familia desde su
destino. Además, aprendió a hacer cuentas y a copiar manuscritos
porque, según él, las letras de antes no eran como las de ahora,
eran más revueltas, bonitas y complicadas. Gracias a esas clases
consiguió desenvolverse por sí solo y hasta hoy en día sigue
practicando por su cuenta.
Mi abuela tampoco
tuvo la suerte de ir a la escuela. A veces se escapaba por las
mañanas para asistir a clase pero al poco la recogía su madre
porque tenía que quedarse al cuidado de sus hermanos y de la casa
mientras ella se iba a trabajar. A ratos interrumpidos aprendió las
letras con la Cartilla y a restar.
Recuerda que
tanto las niñas mayores como las pequeñas estudiaban juntas en la
misma clase pero, sobre todo, la sensación que le invadía cuando
podía ir a la escuela. Aquello le parecía lo mejor que existía, y
lo que más le gustaba era el camino de vuelta a casa con sus amigas.
Guarda un
especial cariño a su maestra Rosario. Era muy buena y sentía
mucha pena al ver la situación en la que se encontraban ella y su
familia. También era su vecina, por eso, a veces se la llevaba de
casa a clase y, además, fue quién confeccionó su vestido de
comunión.
Uno de los
motivos por los que mi abuela ansiaba ir a la escuela era la
preocupación que le asediaba al tener que ir a algún sitio y no
saber lo que estaba escrito en los letreros, no saber por dónde ir.
Por eso, cuando encontraba cualquier papel con texto ella intentaba
juntar las letras con el fin de descifrar sus palabras. También
aprovechaba cuando iba al cementerio el día de Todos los Santos
para leer los nombres de las lápidas. Y así… es como ella
“aprendió” a leer.
En el transcurso de estas líneas se adivina el fuerte contraste
entre mi experiencia y la de mis abuelos. Al mismo tiempo tomo
conciencia de la suerte que he tenido de haber crecido entre libros y
con unos padres, familiares y profesores maravillosos que siempre
me han ayudado. Por eso, me asombran las personas, que como mis
abuelos, han suplido la falta de posibilidades con fuerza de
voluntad. Gracias a esa actitud ante la vida han desarrollado una
mente crítica que no se adquiere con estudios ni se aprende en los
libros y es por todo esto que se han convertido en las personas que más admiro. Me alegra muchísimo poder dedicarles estas palabras.
Julia Mora
Herrera.
Publicista y
diseñadora.
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