No
recuerdo en que momento aprendí a leer. Para ser sincera ni siquiera
me acuerdo de haber aprendido o de las cartillas que utilizábamos
para tal fin… Pero puedo asegurar que crecí leyendo.
De
niña y adolescente leía todo lo que caía en mis manos, de “Las
aventuras de los cinco” saltaba a las novelas que había heredado
de mi madre: los cuentos de la Condesa de Segur o las novelas de
Louise Marie Alcott; de las obras completas de Lope de Vega pasaba a
las biografías -que me apasionaban- de Madame Curie, Marco Polo o
Isabel la Católica; de los tebeos del Pato Donald y los golfos
“apandadores” a los cómics del Jabato o del Capitán Trueno de
mi hermano mayor…
Sin
embargo hay dos acontecimientos mágicos relacionados con la lectura
que no tienen que ver con todo lo leído pero que supusieron un antes
y un después en mi corta vida:
El
primero, un día que, con siete años, me colé en el despacho de mi
padre y desobedeciendo todas las recomendaciones recibidas me puse
sus gafas. Unas gafas de montura dorada, bastante delicada, que me
parecían una joya maravillosa y que teníamos prohibido tocar. Lo
que descubrí me termino de convencer de lo extraordinarias que eran:
¡Con ellas de lejos se podían leer los lomos de los libros! Aguanté
el chaparrón que me cayó cuando mi madre me vio aparecer en la
cocina luciendo las dichosas gafas, aunque la evidencia de que su
hija pequeña era miope perdida (cosa que corroboró el oftalmólogo
unos días después) contribuyó a que me librara del castigo.
El
segundo, también por aquel entonces, el momento en que me di cuenta
que el texto escrito dentro de los “bocadillos” que aparecían en
las viñetas de los cómics o tebeos se correspondía con lo que
hablaban los personajes. Hasta ese instante yo primero examinaba los
dibujos y después leía los textos. Y ese día, en un segundo…
¡todo cambió! y la magia estalló delante de mis ojos, uniendo
palabras e imágenes en un ballet acompasado y revelador.
En
ambas ocasiones recuerdo haberme quedado sin habla, pasmada ante las
posibilidades que ambos hallazgos suponían para mi pequeño e
incipiente universo.
Ana
Medrano.
Escritora.
Escritora.
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