martes, 20 de diciembre de 2016

Justo Serna


Por qué leo

Hay en cada uno de nosotros inclinaciones, gustos o preferencias que son prenda o baldón, que son virtud o defecto, eso que nos singulariza, esos rasgos de carácter o inercias de la conducta que nos hacen irrepetibles. Para bien o para mal. De ellos difícilmente podemos quitarnos.

Desde niño me gusta leer. ¿Qué cosa? ¿Libros, novelas? ¿Acaso tratados doctrinales? No, por supuesto, yo no soy John Stuart Mill ni su remedo más remoto. Vamos, ni por asomo. El autor de 'Sobre la libertad' tuvo una instrucción sistemática y sus primeras lecturas ya presagiaban al sutil pensador que llegaría a ser.

Cuenta el filósofo en su 'Autobiografía' la formación tan elevada que le facilitó su señor padre, John Mill. Cuenta también el cuidado con que el progenitor le seleccionaba lecturas y otros nutrientes para el espíritu.

Por ejemplo, con poca edad, Stuart Mill ya sabía desenvolverse hablando y escribiendo idiomas vivos y muertos, con un francés obligatorio y con un griego nada elemental. Cada vez que he leído su 'Autobiografía', tan apasionante y tan llena de autenticidad, me he sentido como ese enano que jamás ha logrado auparse a la espalda de un gigante.

Lo mío es otra cosa: como más ordinaria, ¿no? En la España de principios de los sesenta, mis primeros preceptores infantiles fueron maestros nacionales muy maleados y ya hartos de la progenie. Para aquellos docentes aburridos, nuestro pésimo ejemplo confirmaba  el fuste torcido del Hombre.

No queríamos leer ni trabajar y apenas mostrábamos reverencia a las cosas de Dios. Por pereza, vaya. Éramos como bestias y apenas se apreciaba en nosotros algún rasgo de humanidad. Tanto es así que nos castigaban con saña. Nos hundían a base de capones y bofetadas o nos arreaban con palos finos y sangrantes.

Nos enseñaban las primeras letras, nos atemorizaban con la lectura, nos amenazaban con la vara verde. Difícilmente, los libros podían procurarnos dicha alguna. La escuela de mi infancia y de mi primera adolescencia era confesional, levítica. Y era un recinto de rufianes y rutinas, un lugar tedioso y ocasionalmente terrible que sólo aligeraban los recreos.

Dicho así suena tremebundo y hasta novelesco. Pero no. Aquello no tenía nada de fantástico. Era una realidad basta sin apenas incentivos; era un mundo de crueldades habituales, con niños que ejercían de matones, con curas untuosos y con profesores frecuentemente violentos. No todos los maestros eran tan odiosos, por supuesto: cuando de repente te tropezabas con un hombre bueno, diligente, pensabas que el Magisterio no estaba perdido.

¿Qué función desempeñaban los libros, qué necesidad satisfacían? La lectura difícilmente aliviaba el trato hostil o amenazante del entorno. Podría haber sido un escape,  cierto, pero no: para mí sólo lo sería tiempo después, a los trece años, justo cuando con extrañeza y hasta estupor descubrí que mi señor padre se alimentaba de libros. El verbo sólo es un poco exagerado.

Hasta ese momento, yo había ignorado dicho hábito, tan saludable. Vamos, que desconocía todo o casi todo de él, de ese señor que era mi papá. Por alguna razón que nunca averigüé, mi padre sólo empezó en 1973 a hacer ostentación de sus volúmenes, a mostrar físicamente los libros que consumía, a declararse un gran lector.

Tal vez, yo mismo he tomado ejemplo de él, aunque no siempre su conducta era lo que quería reproducir ni tampoco sus aficiones literarias eran aquellas que más apreciaba. Eso sí, un día, no sé cuándo, me descubrí leyendo tebeos, prospectos farmacéuticos, encartes publicitarios, catálogos de editoriales y rótulos callejeros. Todo lo impreso era un reclamo. Y de eso tan simple pasé a los libros.

En ello no soy muy distinto de lo que era mi padre, también Justo Serna Ibáñez, que en vida acumuló miles de libros (aparte de los que regularmente le prestaban en las bibliotecas públicas): sí, miles de libros leídos y fichados. Su vida alicorta de jubilado temprano se multiplicó con las novelas, de las que llevaba fiel registro y voluntariosa anotación. O apuntación, que decía mi abuela materna Ana María. Apuntación: retengamos esa palabra...

Tampoco soy muy diferente de mi abuelo paterno, Fernando Serna Salvador, que reunía los pocos volúmenes que la familia poseía al tiempo que devoraba al menos un periódico cada día ('El Debate'). Escribo "devoraba" porque, al decir de mi progenitor, su señor padre no daba por concluida la lectura hasta que el diario estaba rozado, roto y la tinta desleída.

Mi abuelo era de ideas conservadoras, un hombre de orden que, además, alcanzó la alcaldía de su pueblo, Salinas del Manzano, con gran respaldo del vecindario. Eso me decía mi señor padre, que apenas podía reprimir el orgullo filial.

Fernando Serna Salvador era un hombre de la Serranía de Cuenca, el abuelo grandioso al que no yo conocí y cuya celebridad me resultaba desconcertante: sus convecinos lo llamaban Canalejas, como el viejo político liberal tan pronto asesinado. ¿Canalejas? Sí, por esa propensión suya, tan suya, a perorar con ciertas dotes intelectuales, con energía visionaria.

Él tenía ideas porque leía, me aseguraba mi padre. En cambio, frente a ese abuelo algo fantasioso, mi abuela paterna, Valentina, encarnaba el coraje, la razón y la sensatez familiares: hacía las cuentas con mucho esmero y, al parecer, llevaba el libro de contabilidad del negocio familiar con letra muy primorosa.

Aún la veo lejana y anciana, completamente enlutada, pequeñita, encorvada  y con apenas un hilillo de voz. Murió hace muchas décadas, pero su imagen perdura. Según me confesó mi padre años después del fallecimiento de la abuela Valentina, ella sólo leía libros prácticos. Nunca pregunté a qué se refería eso, lo de libros prácticos...

Me recuerdo a los diez años leyendo también cosas prácticas: las cubiertas de la prensa y de las revistas en el quiosco más cercano a mi casa. Me recuerdo informándome sobre minucias o irrelevancias del día, con una voracidad incluso malsana, conectando una cosa y la otra, sin criterio. ¿Por qué hacía esto?

Tal vez porque me pensaba sobrante o no justificado, un hijo que había venido después de otro hijo… muerto: un hijo al que, para más inri, bautizaban con el mismo nombre, lastre que he debido acarrear desde el primer día de mi vida. El muerto reencarnado en un hermano que no es tal. Al menos, propiamente.
En la guerra y en la vida, la muerte convierte en héroe al fiambre, incluso en un cadáver exquisito: en cambio, la supervivencia de este o aquel soldado no es heroica. En efecto, ese superviviente arrastra un sentimiento culpable y a la vez dañado. ¿Por qué murió él? ¿Por qué sobreviví yo?

Hay, insisto, un sentimiento de culpa y hay una desconfianza hacia el mundo, la preocupación, quizá morbosa, por un entorno que se juzga peligroso, hostil, y del que uno no se puede fiar. Ese sentimiento suspicaz, en parte superado, me obligaba a sondear lo que pasaba para estar prevenido. Prevenido…, ¿frente a qué?

Frente a los ataques reales o potenciales, la mejor defensa es prepararse, informarse. Si sabes o crees saber de qué va esto, si te documentas, tal vez frenes o contengas la agresión. Si lees, quizá te salves.

Para mí, la historia y las historias ficticias son justamente eso. Saber de qué va esto, para tomar ejemplo o para evitar horrores ya pasados; saber cuál es el origen de lo que tengo o carezco: una circunstancia que, por un lado, me acoge y, por otro, me hostiga.

Pero, como ese presente histórico es copioso y desordenado, me gusta leer también desordenadamente, a partir de sugestiones, de impresiones, de intuiciones. Me gusta tratar muchas cosas, abundantes, innumerables, que aparentemente nada tienen que ver entre sí, pero a las que quiero hallarles algún parentesco, algún hilo o alguna resonancia.

No sé, al nieto de Canalejas también le gusta perorar. Así soy, pero mi natural timidez, de origen materno, me hace ser prudente, tal vez sensato o timorato. En fin, ustedes sabrán, ustedes sabrán perdonarme tanta disculpa, tan justificación, este discursito.


Justo Serna
Catedrático de Universidad.


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