La culpa fue de mi madre. Sí, su culpa, nada la justifica más que sus ganas de presumir con la familia y amigos que sus hijos son “muy inteligentes”. Por esa culpa es que aprendí a leer antes de los cuatro años. Leíste bien, a los cuatro años ya sabía leer y es la edad en la que entré a estudiar la primaria. En México, la edad reglamentaria para empezar la educación primaria es de seis años cumplidos.
El proceso de aprendizaje fue sencillo, todas las paredes de la casa estaban tapizadas con carteles que contenían sílabas en todas las combinaciones de una consonante y las vocales. Cada paso que daba por la casa estaba escoltado por sílabas y mi madre se encargaba de hacerme identificar y repetir cada una sin que tuviera escapatoria.
Claro, tampoco es que hubiera mucho por hacer en una casa enclavada en la zona pantanosa del Estado de Tabasco, donde el patio de juegos era un río que en la temporada de lluvias se invitaba solito a pasar por las casas como un miembro más de la familia. Recuerdo las tardes de juego en los árboles a la orilla del río; recuerdo las raíces del sauce donde nos poníamos a pescar mojarras y el “biche” que siempre nos regalaba sus frutos dulces; esas tardes de juegos que se veían interrumpidas justo cuando la luz natural ya no era suficiente y los aullidos de los monos al otro lado del río se hacían más fuertes.
Desde los cuatro años, regresando al tema de la lectura, comencé a leer los clásicos cuentos para niños, de los que recuerdo el de Pulgarcito y Los viajes de Gulliver, aunque, este último quizá no sea para tan niños. De ahí, quizá en este experimento de mis padres, lo que más recuerdo haber leído son las enciclopedias de la casa como las famosas Salvat, la Larousse y la de Historia Natural. Aun no entiendo por qué poner a un niño a leer enciclopedias y no cuentos. Bueno, también leí una colección de historias llamada El Libro de Oro de los Niños (¿fue de Editorial Bruguera?), de la que únicamente recuerdo que la moneda común era la Libra.
Mi primer libro fue un regalo de mi padre y se llamaba “Curiosidades Matemáticas”, me lo regaló cuando tenía diez años y también ese fue un parteaguas en mi vida, ahora soy profesor de Matemáticas. Esto me hace reforzar esa idea de que los hijos son experimentos macabros de los padres y terminan siendo y haciendo lo que ellos desean, aún sin que sea una orden explícita. Por lo que haya sido, ahora soy Profesor de Matemáticas.
Otras lecturas importantes en mi vida fue la revista Selecciones del Reader’s Digest, a la que teníamos suscripción y a la que accedíamos todos los miembros de la familia. Desde luego que algunos artículos estuvieron lejos de mi entendimiento hasta pasados varios años, pero me divertía mucho con las secciones “La risa, remedio infalible” y “Enriquezca su vocabulario”.
Desde ese entonces he leído infinidad de libros, prefiriendo la poesía pero sin dejar de disfrutar de un buen cuento o novela. Y vaya que soy lector, que hasta los folletos de ofertas, las recetas de cocina, los instructivos de uso, periódicos viejos, todo lo que caiga en mis manos es devorado por mis ojos. Incluso, pero no le digas a nadie, los periódicos viejos que suelen poner en los pisos de los baños.
Roberto Cardozo.
Profesor de matemáticas y artista.
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