Yo aprendí a leer al tiempo que
aprendí a jugar. No sé cuando empecé. Pero sé que a los tres años
ya sabía.
Yo vivía con mi abuela en un ático
abuhardillado en un edificio muy enorme y muy antiguo, que había sido
un hotel. En el tercer piso había una academia que funcionaba mañana
y tarde, a donde acudían los estudiantes retrasados o los que
estudiaban por libre. Yo al principio pedía permiso a mi abuela para
ir. Y mi abuela me decía que no, que era muy pequeña, que
molestaría.
Y después no pedí permiso. Una
mañana, mientras ella estaba ocupada en sus múltiples quehaceres
(tenía en casa una especie de pensión para estudiantes), yo cogí
un libro cualquiera de la estantería, bajé rápidamente la escalera
y me colé en una de las aulas. Me senté a un lado, muy quieta, muy
callada, hasta que me vio el maestro:
-Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí?
¡Una nueva discípula! ¿qué viene a estudiar la señorita?
Yo respondí muy bajito y con mucho
miedo, porque no quería molestar, por si me echaban:
-Quiero aprender a leer. Quiero saber
lo que pone aquí -y abrí mi libro.
Eso lo recuerdo porque me lo contó
después mi abuela, que esa misma tarde fue a comprarme una cartilla
para enseñarme las letras. Todas las tardes, antes de llevarme de
paseo, me enseñaba una página, que yo repasaba a la mañana
siguiente, junto con las anteriores, en la academia, porque el buen
maestro que me recibió en su clase el primer día aseguró que yo no
molestaba en absoluto (y era cierto, allí estaba yo dos horas todas
las mañanas calladita leyendo mi cartilla).
A los cuatro años fui por primera vez
a una escuela de verdad y pude aprender también a escribir. Y fui la
niña más feliz del mundo.
Meli San Martín
Profesora de lenguas clásicas.
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