martes, 13 de mayo de 2014

Meli San Martín



Yo aprendí a leer al tiempo que aprendí a jugar. No sé cuando empecé. Pero sé que a los tres años ya sabía. 

Yo vivía con mi abuela en un ático abuhardillado en un edificio muy enorme y muy antiguo, que había sido un hotel. En el tercer piso había una academia que funcionaba mañana y tarde, a donde acudían los estudiantes retrasados o los que estudiaban por libre. Yo al principio pedía permiso a mi abuela para ir. Y mi abuela me decía que no, que era muy pequeña, que molestaría.

Y después no pedí permiso. Una mañana, mientras ella estaba ocupada en sus múltiples quehaceres (tenía en casa una especie de pensión para estudiantes), yo cogí un libro cualquiera de la estantería, bajé rápidamente la escalera y me colé en una de las aulas. Me senté a un lado, muy quieta, muy callada, hasta que me vio el maestro:
-Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? ¡Una nueva discípula! ¿qué viene a estudiar la señorita?
Yo respondí muy bajito y con mucho miedo, porque no quería molestar, por si me echaban:
-Quiero aprender a leer. Quiero saber lo que pone aquí -y abrí mi libro.

Eso lo recuerdo porque me lo contó después mi abuela, que esa misma tarde fue a comprarme una cartilla para enseñarme las letras. Todas las tardes, antes de llevarme de paseo, me enseñaba una página, que yo repasaba a la mañana siguiente, junto con las anteriores, en la academia, porque el buen maestro que me recibió en su clase el primer día aseguró que yo no molestaba en absoluto (y era cierto, allí estaba yo dos horas todas las mañanas calladita leyendo mi cartilla).

A los cuatro años fui por primera vez a una escuela de verdad y pude aprender también a escribir. Y fui la niña más feliz del mundo.

Meli San Martín
Profesora de lenguas clásicas.


 

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