El arte de leer.
Mi primera maestra se llamaba Susana. Evocarla me lleva a sentir un dulce cariño, mientras mi rostro sonríe. Me enseñó —en realidad nos enseñó, pero lo aprecio como si hubiera sido solo para mí— el sonido de cada letra del abecedario. Después dijo que solo hacía falta unirlos y ya se sabía leer. Cuando logré fijarlos, que según recuerdo fue con mucha rapidez, estaba feliz. «Ya no soy analfabeta», pensé.
Mi primera maestra se llamaba Susana. Evocarla me lleva a sentir un dulce cariño, mientras mi rostro sonríe. Me enseñó —en realidad nos enseñó, pero lo aprecio como si hubiera sido solo para mí— el sonido de cada letra del abecedario. Después dijo que solo hacía falta unirlos y ya se sabía leer. Cuando logré fijarlos, que según recuerdo fue con mucha rapidez, estaba feliz. «Ya no soy analfabeta», pensé.
Mi abuelo hablaba mucho sobre los problemas que ocasionaba el analfabetismo. Un día, no sé qué edad tendría, le pregunté qué era eso y él me dijo: «No saber leer ni escribir, hija». Callé, pero en mi mente comenzaron a revolotear unos oscuros pensamientos. Yo pertenecía a esa gente a la que, según decía el abuelo, se la dominaba con facilidad. Entonces me propuse aprender a leer costara lo que costara. Tenía un libro de cuentos «Blancanieves y los siete enanitos» que me gustaba mucho. A la mañana siguiente de enterarme de mi triste condición, lo tomé y comencé a decir todo lo que en él estaba escrito. Mi madre me preguntó qué hacía; yo le contesté que estaba leyendo. Ella se sonrió y me aclaró que eso no era leer, que solo estaba repitiendo de memoria lo que había escuchado. Con mi ilusión desvanecida, comencé a mirar aquellos signos y creo que de tanto hacerlo algo debí aprender o no me hubiera sido tan fácil memorizar sus sonidos, cuando me los dio a conocer Susana.
Llegué a casa pletórica de alegría.
—¡Ya sé leer, mamá! ¡Ya sé leer!
Mi madre estaba cocinando. Los vidrios de la ventana se hallaban empañados por el vapor. Entonces, con su dedo índice escribió sobre uno de ellos y me pidió que leyera. Yo vi que era una sola palabra muy larga. Debía responder bien; lo sentía como un examen. Miré la primera de las letras y pronuncié el sonido de la f y así seguí con el de la l, o, r, e, n, t, i, n, o. Cuando terminé me preguntó que decía; me costó, me costó mucho, pero contesté: «¡Florentino!», que era el nombre de mi abuelo. Entonces ella sonrió y me aclaró que aquello era apenas el comienzo, que faltaba mucho aún. Me dolieron sus palabras, pero sabía que tenía razón.
Con el transcurso de los días empecé a llenar mis cuadernos con oraciones como:
El oso se asea.
La osa se casa…
Más adelante pintaba frutillas, peras, uvas, hojas… y tenía que escribir enunciados sobre aquellos dibujos.
«Blancanieves y los siete enanitos» lo degustaba sola y con la boca cerrada. Mi madre no volvió a decirme que no sabía leer.
Pero, el camino recién había comenzado.
De manos de las maestras llegaron a mí: «El cántaro fresco» y «Chico Carlo» de Juana de Ibarbourou, «Perico» de Juan José Morosoli, «Cuentos de la selva» de Horacio Quiroga, entre otros.
En la escuela, para conmemorar el Día del Libro —creo que por entonces ya estaba en quinto grado— nos dieron uno a cada niño. Lo debíamos leer en voz baja y estar concentrados. No puedo recordar el nombre del que me tocó; es una pena. Hablaba de cómo comenzaron las primeras historias, de cómo se transmitían en forma oral, de la aparición de la imprenta, del trabajo que daba que un ejemplar llegara a nuestras manos… Lo que más llamó mi atención es que decía que un libro siempre estaba para quien lo quisiera. Nunca se enojaba, no te abandonaba, te contaba historias que lograban divertirte, hacerte razonar o educarte y que era el mejor amigo que se podía tener. Esas palabras me calaron profundamente y me convertí en una lectora apasionada.
A mis doce años de edad leía clásicos como «Crimen y castigo» de Dostoyevski, «Ana Karenina» de Tolstói, y más, muchos más. No es que hubiera elegido aquel tipo de literatura, no; esos eran los libros que había en mi casa.
Cuando ya me dieron la oportunidad de ir a librerías y escoger lo que deseaba comencé con «Cuentos de amor de locura y de muerte» de Horacio Quiroga, «La tregua» de Mario Benedetti, «Cien años de soledad» de Gabriel García Márquez, entre muchos otros.
El camino de aprender a leer sigue comenzando cada día. Se trata de un arte en el que siempre somos novatos. Cada libro nos plantea un nuevo reto: ¿comprenderemos en realidad lo que su autor nos quiere transmitir? Ese es el dilema.
Marina Cruz Gracia.
Escritora.
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