Conocer
la O por lo redondo
Llegar
a conocer “la O por lo redondo” es un alumbramiento intelectual
que para muchos era traumático y doloroso dado que en mis tiempos
todavía “la letra entraba con sangre”, y de este modo, se
justificaba el maltrato por un derecho inalienable. Para otros,
aprender a conocer esa “O” del saber fue un momento de magia, que
de tanto intentar relacionar una grafía, junto a un sonido,
resultaba un significado. En muchos de los casos, también esa magia
era reforzada por un premio, traducido en la ganancia de un
beneficio: el aprendizaje, o un bien material, como un juguete o la
camiseta que deseabas, o un par de zapatos de cual carecías.
En
ambos casos se trataba de aprender a leer y aprender a escribir,
enfrentarse a un mundo de saberes a los que teníamos derecho,
tendríamos que asumir por madurez en cuanto a edad, y la escuela,
como institución, que reclamaba tu presencia. En mis recuerdos están
presente las dos vertientes, aprender por métodos de castigos y
recompensa, y el de llegar a aprender por descubrimiento de un
significado.
Corrían
los años 70, había una urgencia de conocimientos pues en 1969 el
hombre había llegado a la luna, habíamos descubierto que el
satélite no era de queso como en los cuentos que contaba mi abuela,
y dicho sea de paso, la luna era una ladrona, robaba la luz del sol
para brillar en el firmamento. Y lo más tremendo para los saberes de
un niño, comprender que la luna no te persigue a cada paso, como
creías. Esa “O” en el cielo me habría desilusionado tanto como
saber que los Reyes Magos, San Nicolás o el niño Jesús, no te
traían los regalos, detrás de esos mitos estaba algún adulto, que
con trabajo, ganaba dinero para regalarte felicidad.
En
el pueblo donde nací siempre hubo la señorita solterona que no
teniendo compromisos enseñaba a los niños en la antesala de la edad
escolar. Las madres ya sea por ganar tiempo libre o porque era muy
cómodo que otro se ocupara, nos dejaban en las casas de dichas
maestras, así que cuando ibas al primer año de la escuela formal,
ya eras un dechado de virtudes. Con la llegada del progreso esto
cambió, ya “la seño” no era una solterona “que vestía santos
en la iglesia”, también era una futura ama de casa que esperaba a
que su príncipe encantado pidiera su mano, y las clases
representaban un modo de producción de bienes para comprar el
ajuar, además que decidían quiénes les cantarían serenatas a la
luz de la luna, y sin miedo a la soledad, con ideales fijos, se
convertían en emancipadas feministas. No tenía importancia cuál
tipo de maestra te tocaba en suerte, lo imprescindible era que el
método diera frutos, y entre los 4 y 5 años un niño venezolano ya
sabría leer y escribir.
El
procedimiento comenzaba con recitar en voz alta las letras del
abecedario, una vez que ya tenías grabado en la memoria el alfabeto,
proseguía la unión de consonantes y vocales, el fatigoso silabeo:
la Pe con la A suena PA y la EME con la A suena MA... Un arduo adagio
de sonidos que componían las palabras: mamá, papá, mío, luna,
paloma. Y de ahí se pasaba a las frases, que como en oraciones
religiosas se repetían una y otra vez, hasta que ocurriera el
milagro de poder identificarlas o por la buena memoria o por la
comprensión: “Mi mamá me ama”, “Papá lima la pala”.
Te
sorprendías a tí mismo que lograras seguir adelante en la páginas
de los manuales, mientras más páginas más reunías sabiduría. Si
en caso contrario no se avanzaba significaba que eras un “un
borriquito como tú, que no sabe ni la U”, y comenzaban los métodos
de tortura: reglazos en las palmas de mano por cada olvido, castigos
en el rincón sin mirar hacia los lados por no haber repetido tu
lección, arrodillados en el patio sobre las tapas de coca-cola, por
reincidente; tiradas del pelo en el punto justo cerca de la sien, y
así por el dolor te acordabas, golpes en la cabeza con los nudillos
para abrirte un “hueco” virtual por donde colar el saber en tu
cabeza. Estos eran los castigos físicos, también los había
psicológicos: “ se lo diré a tu madre o padre que no estudias o
que te comportas mal”, “si no te aprendes eso, te meteré en el
cuarto de la calavera”, “eres un tarado o un estúpido”, “
qué burro que eres, no conoces la “o por lo redondo”.
Por
poseer una memoria de elefante, no recibí mucho maltrato, pero si
los vi padecer a mis compañeritos, cada día, y me hacía sentir una
terrible pena por ellos. Yo aprendí de memoria, lo repito, y mi
astucia, hacía creer a la maestra que yo lo sabía, es decir, que
comprendía, que llegaba a mi el significado de cada sonido, cada
palabra y cada frase; hasta que un buen día, por arte de magia, me
di cuenta que podía leer no sólo mi libro, sino los carteles de
publicidad: “Comparte su suavidad”, titulares del periódico:
“Alto costo de precios en los alimentos de primera necesidad ”, y
los soportes con los nombres de las tiendas. Este último
descubrimiento me llevaba a repetir todos los carteles cuando andaba
por la calle, y a los que estaban cerca me mandaba a hacer silencio.
¡Qué enfado!
Con
el proceso de escritura me fue fácil, ya en muy temprana edad, antes
de las escuelitas privadas de las señoritas, mis hermanas mayores
me daban viejos cuadernos para hacer círculos, los que más tarde
descubrí que era la decimosexta letra del abecedario. También con
ésta práctica supe cómo se componía mi nombre, tan corto, tan
extraño por ser extranjero, tan mío, porque me pertenecía...y que
no podía intercambiarse sus letras como en algunas palabras creando
otras, con significados distintos o iguales como: coco- oso-Ana,
Pepe; en casos como: sopa- paso-sapo, to-ma-te= tomate- Tómate
/te-mato. Cómo entró en mi cabeza ese mecanismo, no tengo idea, es
una magia que entra sin varitas, te apropias del significado y ya, al
parecer es la edad, es la intervención repetitiva con un
entrenamiento constante. Tal vez, el miedo a que te duela en
cualquier parte de tu cuerpo o con el susto de que entre con “sangre,
o se te aparezca una calavera en el cuarto del aseo o trastero, el
miedo al abandono en el cuarto oscuro”, el encasillarte en ser “un
burro”, con todo respeto por el animal, la ofensa de siempre.
Recuerdo las gratificaciones una vez adquirida la capacidad de leer,
un merecido viaje de vacaciones, algún bonito regalo, pero nada
comparable con el sentirme apreciada y admirada por mis semejantes,
por mis seres queridos. Fue un todo.
El tiempo es inexorable y con ellos vamos creciendo de muchas
maneras, adquiriendo hábitos que se quedarán en ti para siempre.
Descubrir lo que dicen los libros se expande más allá del manual.
Cuando tenía como 8 o 9 años me acerqué a un manual de literatura,
pertenecía a mi hermana mayor, —el libro- que estaba abierto
encima de la mesa, esperaba por ser leído...Fue entonces que estuve
de frente a un hallazgo: la magia de las letras, también pueden
hacerte volar, sufrir y vivir. Nunca me había pasado, ni con los
cuentos, por muy tristes o trágicos que fueran, ni con las fábulas,
con la ternura de los animales. No, no. Fue la “La I Latina”, un
cuento que me produjo tal conmoción, y en plena tragedia lagrimosa
mi hermana me rescató. No le importó el por qué del llanto, sólo
que yo hubiera entendido una historia que no era para niños. Y fui
literalmente una ladrona de libros, me he enfrentado a los obstáculos
de las lecturas calibradas según la edad...no les he hecho caso, he
ido a por los libros... El inicio de un enamoramiento que sigue
conmigo, destinó la carrera que iba a ejercer en el futuro...y hoy
por hoy me acompaña en los círculos de la vida, como un alianza,
redonda, redonda, sin fin.
Alix Elena Rosales.
Profesora y escritora.
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