Para mi nieta, Camila
Aprendí a leer y escribir cuando tenía cinco años y eso me marcó la
vida, la familiar, la profesional, la de todos los días. Ahora viene la
investigación a explicar con razones científicas algo que he sabido
siempre.
No aprendí en un pre-escolar o con maestra. Aprendí con mi papá. En casa
y con cariño. No me pregunten qué 'método' usó o cómo lo hizo. Recuerdo
que me sentaba en sus piernas, en su oficina, en cualquier lugar de la
casa, en el jardín; me leía en voz alta, me contaba historias y me pedía
que se las contara de vuelta, colgaba carteles en los árboles de mango,
jugábamos juegos con letras o números, me rodeaba de rompecabezas, de
libros, cuadernos, libretas, hojas en blanco, lápices de colores,
borradores, sacapuntas, crayones, pequeñas pizarras. Podía usar y
combinar todo eso como se me antojara: para dibujar, colorear, pintar,
leer, escribir, recortar, pegar. Ese era para mí uno de los momentos más
preciados del día. Era como jugar. Era jugar.
Fui una niña privilegiada que, a diferencia de la espeluznante mayoría
de niños en el mundo, no vivió la lectura y la escritura como imposición
o como tortura. Soy hija de una extraordinaria experiencia de homeschooling temprano. Total libertad, mucha improvisación, mucho juego.
Mi papá era un hombre de negocios, un trabajador básicamente
autodidacta, de origen humilde y con poca escolaridad, que empezó desde
abajo y llegó lejos. Se levantaba temprano, se vestía de blanco entero y
con sombrero. Leía mucho, disfrutaba la lectura y cultivaba la
caligrafía como un arte. Un papá mayor - podría haber sido mi abuelo -
que decidió enseñar a su hija a leer y escribir y flecharla con la
lectura y la escritura. Me habría gustado preguntarle por qué y cómo lo
hizo, pero no tuve oportunidad. Murió cuando yo tenía 12 años. Así me
salió esta dedicatoria en uno de mis primeros libros, El nombre de Ramona Cuji, relatos de visitas a círculos de alfabetización durante la Campaña Nacional de Alfabetización "Monseñor Leonidas Proaño" que dirigí en el Ecuador a fines de los 1980s:
"A la memoria de mi padre
quien me enseñó a leer y escribir
para que un día yo enseñara a otros
y le escribiera esta larga carta".
Cuando, cumplidos los 6 años, entré a primer grado en el Colegio Alemán
de Quito, yo no solo sabía leer y escribir sino que leía y escribía. Lo
que me daba gana de escribir. Lo que encontraba para leer. Las revistas y
los libros que me compraba semanalmente mi mamá y que conservo en mi
biblioteca. La enciclopedia de tapa roja que me regaló mi papá y que
también conservo. Las cartas que empecé a escribirle a raíz de que él y
mi mamá se separaron y las que me escribía él, con su letra pulcra y su
redacción esmerada.
Mientras mis compañeros hacían garabatos y coreaban sílabas, yo me
aburría y me sentía fuera de lugar. Y así habría sido el resto del año -
y habría aprendido ahí mismo a odiar la escuela - de no ser porque mi
profesora Hildegard Dania decidió tomarse el asunto a pecho y diseñarme
un programa a medida: pequeñas redacciones ilustradas, un diario de
clase, excursiones a la biblioteca, tiempo libre de premio para hacer
las cosas que me gustaban.
Al final del primer grado el colegio me regaló un hermoso libro de fotos de Alemania, con tapa dura y fotos a todo color, separadas con papel de cera, que decía en la primera página: "Por su absoluta superioridad frente a sus demás compañeros". Conservo aquel libro como la reliquia que era para mi mamá. Ella lo mostraba orgullosa, por años, a cuanto amigo, pariente o visitante asomaba por nuestra casa en Quito.
Al final del primer grado el colegio me regaló un hermoso libro de fotos de Alemania, con tapa dura y fotos a todo color, separadas con papel de cera, que decía en la primera página: "Por su absoluta superioridad frente a sus demás compañeros". Conservo aquel libro como la reliquia que era para mi mamá. Ella lo mostraba orgullosa, por años, a cuanto amigo, pariente o visitante asomaba por nuestra casa en Quito.
Soy pues testimonio vivo de que aprender a leer y escribir a temprana
edad es quizás el mejor predictor de éxito escolar, un potente
dispositivo de autoestima y felicidad, un disparador de habilidades
cognitivas importantísimas como el razonamiento, la reflexión, el
espíritu crítico, la creatividad, la imaginación, la fantasía. Tengo
claro que esa mentada "superioridad" no tenía que ver con el cociente
intelectual sino con las alas que crecen en el roce íntimo con la lengua
escrita, con las palabras y con las ideas que ella transmite y suscita.
No obstante, soy muy cauta al plantear mi historia personal como una
ruta a seguir. En conferencias o en consultas, cuando me preguntan si
los niños deben
iniciarse en la lectura y la escritura antes de entrar a la escuela,
necesito tiempo y mucho tino para explicar. Porque tengo clara la
complejidad y excepcionalidad de esa iniciación y las mil cosas que
pueden salir mal.
No todo papá o mamá, no toda persona adulta, quiere y puede hacer lo que hizo mi papá. No toda escuela o maestro están dispuestos o habilitados para hacerse cargo de la diversidad y para atender a itinerarios individuales de los alumnos. Lo cierto es que, en la infancia y a cualquier edad, hacen falta ciertas condiciones subjetivas y objetivas para que florezca y se desarrolle la necesidad vital de leer y escribir.
He visto, a través de mi propios hijos, de mi nieta y de cientos de niños, la torpeza alfabetizadora de una escuela que a menudo violenta la infancia, abruma a los niños con tareas y obligaciones, y termina enseñándoles en poco tiempo a odiar la lectura y la escritura antes que a apreciarlas.
No todo papá o mamá, no toda persona adulta, quiere y puede hacer lo que hizo mi papá. No toda escuela o maestro están dispuestos o habilitados para hacerse cargo de la diversidad y para atender a itinerarios individuales de los alumnos. Lo cierto es que, en la infancia y a cualquier edad, hacen falta ciertas condiciones subjetivas y objetivas para que florezca y se desarrolle la necesidad vital de leer y escribir.
He visto, a través de mi propios hijos, de mi nieta y de cientos de niños, la torpeza alfabetizadora de una escuela que a menudo violenta la infancia, abruma a los niños con tareas y obligaciones, y termina enseñándoles en poco tiempo a odiar la lectura y la escritura antes que a apreciarlas.
Si me preguntan, a partir de mi experiencia infantil, digo: la lectura y
la escritura son mundos maravillosos que todo niño y niña deben tener
derecho a disfrutar desde la infancia. Si me preguntan como mamá, digo:
ofrezcan a sus hijos situaciones, actos y materiales de lectura y
escritura, de dibujo, de pintura, y dejen que ellos vayan
entusiasmándose y descubriendo las posibilidades. Como pedagoga y
especialista, digo: huyan de pre-escolares y escuelas apurados,
obsesionados con escolarizar a ritmos forzados; prefieran siempre a los
que valoran y alientan el juego y respetan los ritmos y gustos de los
niños.
La mejor estrategia para ayudar a los niños a leer y escribir es no forzar, no apresurar, ofrecerles las condiciones para que sean ellos quienes decidan qué, cuándo y cómo. El objetivo no es que los niños aprendan a leer y escribir lo antes posible, sino que aprendan a amar la lectura y la escritura.
La mejor estrategia para ayudar a los niños a leer y escribir es no forzar, no apresurar, ofrecerles las condiciones para que sean ellos quienes decidan qué, cuándo y cómo. El objetivo no es que los niños aprendan a leer y escribir lo antes posible, sino que aprendan a amar la lectura y la escritura.
Rosa María Torres del Castillo.
Pedagoga, lingüista, periodista educativa y activista social.
La autora escribió esta entrada en su blog OTRAƎDUCACION y me ha dado permiso para trascribirlo aquí. Muchísimas gracias.
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