Aprendí a leer a los dieciséis.
Uno. No fui un lector precoz. Me gustaba mucho la música. Desde que tengo memoria, recuerdo estar pegado a un cassette. A los diez años había decidido que iba a ser una estrella de rock y ninguna otra cosa me interesaba.
Dos. Me gustaba leer cómics. Es el primer género que amé de verdad. Siendo niño no leí a Stevenson, ni a Twain, ni a Enid Blyton. Pasé de Hergé a Gallardo y Mediavilla.
Tres. La escuela puso todo de su parte para hacerme odiar la lectura. No lo consiguió, pero por poco. Recuerdo que me obligaron a leer el “Poema de mío Cid”, la versión original, antes de cumplir los quince años. Tampoco lo consiguieron. Las palabras “lectura” y “obligatoria” nunca deben ir juntas.
Cuatro. A los dieciséis años tuve una revelación. Mi hermano había comprado “El lobo estepario”, de Hermann Hesse, en una edición de bolsillo. Cayó en mis manos y lo leí como si estuviera en trance. Ese verano leí “América”, de Kafka, “El extraño” y “La peste”, de Camus. Descubrí la lectura como un necesidad, como una droga. Me hacía gozar y sufrir. Olvidé todo lo demás. Fue el comienzo de una relación que no tiene fin.
Aprendí a leer a los dieciséis.
Aitor Lázpita.
Profesor de lengua y literatura.
Aitor Lázpita.
Profesor de lengua y literatura.
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