Que hable de mis primeros encuentros con las letras. ¡Queda tan lejos…! Sin embargo, el sonido de la lluvia en los cristales del aula; la figura regordeta de la señorita Maribel (el babi de cuadritos abotonado y la sombra de ojos verde) colocando las sillas en círculo para que todas compartiéramos el despacioso deletreo; los dibujos de la araña, el elefante, la iglesia, el ojo y el racimo de uvas con que aprendimos las vocales; las primeras sílabas que nos convertían en los amos del mundo y en seres cariñosísimos («mi mama me mima, mimo a mi mamá»), son recuerdos imborrables que ahora mezclo sin querer (esa nostalgia que siempre me acompaña) con los cuadernillos de Pecosete de mis hijas, sus iniciales palotes y la resistencia común a asimilar las sílabas trabadas.
Aprendí
pronto a leer, aunque en aquellos tiempos eso no tenía mérito.
Entonces, cuando apenas se veía la televisión y las casas de los
abuelos eran grandes, de techos altos y escaleras interminables en
las que soñábamos persecuciones y escondites secretos, la mayoría
teníamos prisa por conocer de primera mano los cuentos que nos
recitaban en la sala, todos los primos haciendo ruido y disputándonos
la atención y los libros de hojas finísimas que el abuelo nos
dejaba mirar, como si fueran tesoros porque lo eran, los dibujos a
plumilla y las esquinas quebradas por el roce, los títulos en rojo y
los sellos historiados de las editoriales antiguas.
A
eso hay que añadir que, en el colegio, la señorita Maribel nos
regalaba collares de papel cada vez que avanzábamos (y también
cariñosos pellizcos en los mofletes hasta dejarlos colorados y
relucientes, aunque eso no me gustaba tanto) y nos concedía una
tarde entera de dibujo, coloreando naranjas y castañas mientras
fuera seguía cayendo la lluvia tan mansa como aquellos angelitos que
éramos, cansados de jugar por la mañana en el patio de chinitas,
dando vuelta a la palmera y a los nísperos y volviendo a entrar
atropelladas a repasar las consonantes con fruición para llegar por
fin al nivel de las mayores, siempre presumiendo con los libros de
Senda bajo el brazo, forrados en papel de colores para que se
conservaran y pudieran pasar de hermano en hermano hasta que las
páginas se desprendieran en su otoño particular y tristísimo.
Yo
deseaba conocer por fin la increíble historia del cartón que quería
ser cometa, que escuchaba a mi hermana y su amiga Mari Paz
subrayándola con el dedo mientras yo solo podía mirar los dibujos;
y escuchar la voz de Moncho (la cara redonda y blanquísima) y el
grueso ronroneo de Darío; recitar los poemas de Gloria Fuertes y
llorar con el lagarto de Federico; y cabalgar sobre el famoso caballo
Clavileño, que durante años confundí con el mismísimo Rocinante
porque mi abuelo adoraba a don Miguel y me dejaba bajo vigilancia,
cuando aún no leía con fluidez, una Galatea que costó, según
decía, una peseta y media.
Pero
mis primeras lecturas, o al menos las que mejor recuerdo, fueron los
cuentos de Mari Pepa de mi madre, a quien quería parecerme porque
era bastante gamberra (Mari Pepa, no mi madre) y yo solo era una niña
de pelo lacio y pies grandes que se reía por lo bajini (ahora me da
vergüenza) con infantil crueldad de quienes vacilaban y
tartamudeaban al leer las frases más largas.
Es
una lástima que esos momentos tan importantes para una vida queden
borrosos por el paso del tiempo. Sin embargo, la agradable sensación
de bienestar no se desvanece, y la certeza de que aquellos signos
intrincados, con sus respectivas mayúsculas envaradas y sus dibujos
amigables para facilitarnos el aprendizaje, podían ser mis mejores
amigos se confirma cada día cuando, al caer de la tarde, la lluvia
golpeando los cristales, me entrego mansamente a la lectura.
Elena Marqués Núñez
Correctora de textos y escritora.
Elena Marqués Núñez
Correctora de textos y escritora.
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