BENDITAS LETRAS
Una tarde de hace medio siglo mi abuela me enseñó a leer. Veía apenada que siempre llegaba del colegio llorando; adaptarme al molde escolar quebraba mis huesos.
Después de comer y recoger la mesa nos pusimos con la cartilla, guiándome el dedo sobre las letras mientras las iba pronunciando. Luego me trajo cuentos que habían sido de mi madre y me leyó uno.
Cuando terminó le pedí otro y me lo negó.
—Aprende a leer pá no dependé de nadie y que no te engañen.
Recuerdo que seguimos hasta que tuvimos que encender el flexo. (¿Dónde iría a parar esa luz concentrada con cuello de jirafa dócil?)
No miento si digo que al tercer día fui capaz de leer y comprender lo leído, yendo al colegio más entusiasmada que Champollion con la piedra Rosetta.
Cuando la señorita Encarnación me llamó a la palestra se quedó asombrada. Incluso me cambió la página que me tocaba pensando que la había memorizado.
—Vaya, W, hoy no estás tan lerda. Espero que sigas así, aprovechando mis lecciones.
— Me ha enseñáo mi abuelita con loz cuentoz donde aprendió mi mamá.
Estrelló por sorpresa sus nudillos en mi frente de cinco años, sacándome lágrimas, arrebatándome el triunfo.
—W corrige ese acento. Ya que sabes leer no hables como una pueblerina. Puedes sentarte dos filas más cerca de la pizarra, has salido del pelotón de los torpes.
Me fui, sorbiéndome los mocos, a mi nuevo sitio entre las risas de mis compañeras. Una niña rubia a la que peinaban con tirabuzones, anacrónicos ya en aquel entonces, me recibió soplando la lengua entre los dientes:
—“Zzzzz!”
Con los años suavicé el ceceo pero jamás perdí mi deje. Soy andaluza, reconocible en cualquier lugar por mi habla; los acentos de cada tierra son patrimonio de la misma y preciada herencia.
Tanto la señorita añosa como las monjas eran creyentes acérrimas de que la letra con sangre entra. Mi abuela usó el señuelo de mostrarme el paraíso que se encuentra en ellas. Y su poder.
Bendita sea.
Dela Uvedoble
Cuentista autodidacta
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