Mi sustancia es la lectura. Los libros han sido y son tan importantes en mi vida que he llegado a pensar que nací ya sabiendo leer. Esto, obviamente, no es así, de manera que sitúo mi aprendizaje de la lectura a eso de los tres años, en casa, antes de ir a la escuela. En el colegio, mi primera profesora de parvulitos, a mis cuatro años, fue la señorita March, una anciana (o al menos yo la veía así) que se quedaba dormida en mitad de la clase, así que no sé cuánto en ese aprendizaje le debo a ella.
La
infancia representa ese territorio sagrado que es inicio de todas las
cosas. Es también un territorio de formación, pero con sentido en
sí mismo (no únicamente de transición hacia la edad adulta). La
infancia también es esa etapa de la vida en la que se crece más, a
pasos agigantados. Y en ese crecimiento tiene un papel fundamental la
lectura. Yo no puedo pensar en mi niñez sin libros. Una es producto,
entre otras cosas, de sus lecturas.
Si
una cosa caracteriza la niñez es la curiosidad y no se me ocurre
ninguna manera mejor de saciar la curiosidad que la lectura. Yo era
una niña enormemente curiosa, en el mejor de los sentidos de la
palabra. Los
primeros libros de los que guardo recuerdo fueron algunos cuentos
clásicos (recuerdo haber tenido una edición fantástica de El
castillo de irás y no volverás, así como de otros cuentos, que
ignoro donde fueron a parar, desgraciadamente). Mi
enorme suerte fue que hubiera libros en casa. No tengo gran
conciencia de cómo se formó nuestra pequeña pero estupenda
biblioteca, nutrida con clásicos rusos, franceses, españoles,
anglosajones.
Sí
recuerdo, en cambio, que mi padre me compraba libros de Enid Blyton,
que triunfaba en aquellos primeros años setenta (entre mis seis y
mis diez años, diría). Curiosamente, no eran los libros de Los
cinco -los más famosos de la autora- sino de otra serie, la
protagonizada por Los siete secretos (otro hervidero de misterios y
pasteles de jengibre). En todo caso, se trataba de libros
“apropiados” para mi edad que sin duda fueron el caldo de cultivo
para que con diez años escribiera los primeros capítulos de lo que
tenía que haber sido una novela titulada “Chin y Chon y el
misterio del niño desaparecido”. Creo que nunca la acabé.
Muy
pronto (digamos, entre los diez y los doce), sin embargo, ese
universo de niños jugando a ser detectives se me quedó corto y
empecé a explorar de manera casi clandestina todos aquellos libros
que desde las estanterías de casa me susurraban “léeme”. Creo
que lo hacía sin mucho criterio, casi siguiendo más el orden de
colocación de los volúmenes que otra cosa, en mi ansia por leer,
que era mi ansia por saber. Libros de aventuras como los de Julio
Verne, Viaje al centro de la tierra y otros clásicos del autor
francés, pero sobre todo tuvieron gran importancia en mi formación
lectora Dos años de vacaciones y Miguel Strogoff. También otros
clásicos como Historia de dos ciudades y Oliver Twist, de Dickens o
El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, por decir algún título.
Así
que fui correo del zar en Siberia, náufrago en una isla del
Pacífico, viví “el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos,
la edad de la sabiduría, y también de la locura”, fui huérfana
en Londres y estuve encarcelada en el castillo de If. Aprovechaba los
mediodías, después de comer, para ponerme en esas pieles. Llegaba
al colegio con el tiempo justo.
Mi
padre me había advertido de que algunos libros de los que teníamos
no eran adecuados para mi edad (aquellos diez o doce, tal vez hasta
los catorce, cuando mi padre murió y dejaron de entrar libros en
casa), y eso bastó para que, como en un acto delictivo, leyera el
Decamerón y Las mil y una noches y un volumen
muy grueso de novelas picarescas (La vida del Buscón, el Guzmán de
Alfarache y varias más).
A
partir de los quince, cuando empecé a recibir anualmente mi beca de
huérfana para estudiar bachillerato, me acostumbré a hacer mis
propias compras de libros. Y hasta la fecha. Uno de los primeros
libros que recuerdo haber comprado yo es uno cuyo poso ha quedado
para siempre en la recámara de mi memoria: Rojo y negro, de
Stendhal.
Creo
firmemente que la lectura crea experiencia y que incluso podríamos
definirla como un acto de amor. Un acto de amor también es
recomendar libros a los niños y proporcionarles lectura. Y en parte
creo que tuve una infancia feliz porque pude leer libros. En
definitiva, tanto entonces como ahora,
leo
para vivir otras vidas, para alimentar mi imaginación, para entrenar
el cerebro, porque combate el estrés, ayuda a dormir mejor, porque
amplía tu perspectiva del mundo, porque para escribir hay que
haber leído mucho.
Maite Nuñez
Escritora
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