miércoles, 24 de mayo de 2017

Inma Blanco




Mi vida era demasiado inquieta como para perderla leyendo, bueno eso era más o menos lo que sentía cuando corría a trompicones por Membrilla mi pequeño pueblo manchego.

Recuerdo la mano amorosa de doña Marce acompañando a la mía mientras entre las dos juntábamos unos palotes de los que de forma mágica salía algo parecido a las letras. Muchos días, la profe repartía equitativamente la pizarra, que rodeaba toda el aula de las niñas en la escuela de San León, y entonces comenzaba lo divertido. En aquel pequeño espacio de pared, podía dar rienda a mi fantasía, dejar que mis manos escupieran lunas, soles o estrellas: sí, porque mis primeras palabras eran dibujos inconexos, como los de casi todos los niños a los que permiten soñar despiertos.

Un día, a escondidas de mi madre, me llevé al parvulario un precioso libro de cuentos que alguien acababa de regalarme. Aún hoy imagino los dibujos preciosos de sus láminas y siento, tan claramente como aquel día, el dolor que me produjo verlo todo roto en una especie de alcantarilla situada en el patio de recreo. Los juguetes y los libros eran un bien preciado e inusual en los niños del pueblo, solo aquellos que teníamos familia fuera de allí solíamos tenerlos. No sé si fue la envidia o la rabia de alguna de mis compañeras, yo solo recuerdo mi propia rabia y  dolor. Un libro es un tesoro demasiado valioso para sacarlo de casa, al menos eso es lo que pensé aquel día.

El libro preferido de mi hermana era el de Heidi de Johanna Spyri. Cuando cumplí los nueve años descubrí que también era el mío. Fue el primer libro que fui capaz de leer entero (hasta entonces solo leía comics) y aquel verano, en el que yo estaba por fin en casa convaleciente de mis dos operaciones, fui consciente de que todo el sufrimiento de la niña de los Alpes en la ciudad de Frankfurk era similar al mío en aquel hospital de Madrid. Heidi abrió para mí una puerta que nunca más se cerró.

Mi hermano, a diferencia de mí, devoraba libros desde una edad temprana. Este hecho facilitaba que yo tuviera un buen surtido de libros para elegir. Él tenía casi todos los libros de Julio Verne, un escritor que a mí no me hacía mucha gracia, pero gracias a mi hermano, pude vivir aventuras sin fin. Recuerdo con mucho cariño libros como: "La isla del tesoro" de Robinson Crusoe, "Los viajes de Gulliver"... etc. Se suponía que eran libros para chicos pero a mí me encantaban. En mi adolescencia descubrí a Charles Dickens y leí todo lo que de este escritor caía en mis manos; me pasaba los días ahorrando para comprarme libros ya que mi hermano no los tenía todos. Con trece años leí "Los Miserables" de Víctor Hugo en dos tomos enormes; también por aquella época más o menos cayó en mis manos "El Decamerón" un libro que me dejo alucinando y que me abrió la parte más oculta del ser humano: la del sexo. Yo ni imaginaba que pudiera haber libros que hablaran abiertamente de todo lo que yo creía sucio y oscuro.

Me encantaba leer y a la vez intentaba escribir y vivía un mundo paralelo lleno de fantasía. No me gustaba mi mundo real, había pasado dos años de mi infancia en un hospital y tenía grandes problemas para volver a sentirme parte de mi familia. Mi refugio, mi mundo estaba en todas aquellas historias que leía o que imaginaba. Pero el tiempo todo lo cura o al menos poco a poco va poniendo todo en su sitio. Con los años, he visto como mis hijos aprendían a leer, como de un día para otro aquellos signos incomprensibles tomaban forma en sus pequeñas cabecitas y como daban forma a sus sueños a través de dibujos y más tarde de palabras. Y he visto también a mis nietos y como alguno de ellos ha heredado de mí un gran amor a la lectura. Ahora escribo, sueño, imagino pero sobre todo indago y busco en mis raíces que para mí lo son todo. Creo a pie juntillas que las mejores historias casi siempre surgen de la realidad por muy dura que esta haya sido porque siempre hay rayitos de luz que la hacen brillar. 

Inma Blanco.
Educadora Social, Criminóloga y Escritora (o al menos intento serlo).

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