Cuenta mi madre que aprendí a leer sin que me enseñaran. Dice que teniendo yo unos cuatro o cinco años íbamos por una calle de Málaga y, al pasar bajo el cartel de una sastrería, leí en voz alta: “Mateo”. Mi madre se medio asustó: “¿Quién ha enseñado a este niño a leer?”. Seguro que el “milagro” se produjo porque el susodicho cartel estaba en el camino a casa de mi abuela, a la que íbamos casi todos los días desde la nuestra, situada en la periferia de desarrollismo tardofranquista. Imagino a los mayores diciéndome “ahí pone Mateo, Ma-te-o, Ma-te-o”. Mis tiernas neuronas irían remachando la letanía hasta que ultimaron sus sinapsis y… leí.
Y así empezó todo.
Luego fui a una escuela particular que en Andalucía llaman “amiga”. Era una mujer mayor, muy agradable, que llenaba de niños las pequeñas habitaciones de su casa. Recuerdo que me usaban como señuelo publicitario de lo bien que aprendían los niños en su negocio. Me ponían delante de las visitas y leía fragmentos de la cartilla. El típico niño repelente.
Al poco abrieron en el “famoso” barrio de La Palma un colegio de verdad, nacional, patrio, público, estatal... e ingresé en “parvulitos”, o educación infantil. Probablemente era el único que sabía leer. Allí “progresé adecuadamente” y entré en primaria, donde se hacían muchos dictados, sin duda por la dictadura que vivíamos gozosa e inconscientemente.
En cierta ocasión, por motivos administrativos que desconozco, llegaron unos inspectores, miraron nuestras libretas y nos pasaron a unos cuantos repelentes a un curso superior, aunque apenas había pasado un mes desde septiembre. De esta anómala manera incrementé mi nivel de repelencia. Dos años más tardes rectificaron y me hicieron repetir con todo sobresaliente. Cosas de las dictaduras.
Pero mi repelencia lectora no tenía límites y creció en paralelo cuando inicié mi fugaz carrera como lector en público en las misas de los domingos. Leía las epístolas a los Corintios o a los Tesalonicenses, un trabalenguas cruel que resolvía como podía. Algo quedó del estilo testamentario en ciertos textos que he escrito después.
A partir de ahí la cosa se normalizó y no llegué a ser ningún voraz lector en la infancia. Mis padres me compraron una colección de literatura juvenil con títulos de Verne, Salgari y demás. Mi tía Inés nos mandó desde Canarias a mis hermanos y a mí una enciclopedia juvenil Oxford que devoramos mil veces. Para la comunión me regalaron La Biblia de los niños, un magnífico libro muy bien ilustrado, del que aprendí un montón de cosas (literarias e históricas), ya que mi supuesta fe se fue diluyendo al ritmo de los estertores del régimen y viré hacia el mundo juvenil del inconformismo, el cine y la música. Este nuevo medio de comunicación me llevó posteriormente a la poesía y de ahí, años más tarde, volví a la música. Y en esa dialéctica me encuentro. Por eso me alegré tanto del Nobel que le dieron a Dylan.
Ya en el instituto aprendí a leer, de nuevo, el alfabeto griego. Y en la universidad, el árabe. Y muchos años más tarde, ayer como quien dice, aprendí a leer en japonés y ahora doy clases de escritura en los recreos a unos cuantos jóvenes muchísimo menos repelentes que lo que yo fui en mi momento. Por supuesto.
Ángel L. Montilla Martos.
Escritor y profesor en Educación Secundaria, Bachillerato, B.U.P. y C.O.U.
No hay comentarios:
Publicar un comentario