¿Qué cuándo
aprendí a leer? No lo recuerdo, y eso me da pánico, por aquello de
que la vida es un vacío: uno mira atrás en el calendario y no sabe
qué demonios ha hecho el 5 octubre de 2004 o el 14 de noviembre
2013. Vamos viviendo y vamos dejando la nada. No recuerdo lo que hice
la mayoría de las Nocheviejas, se supone que fechas especialmente
señaladas. Así que ni siquiera sé por qué vivimos este día a día
que se disolverá en la nada dentro de unas pocas jornadas.
Pero, aunque esté mal decirlo, porque se supone que hay que leer
mucho para saber escribir, puedo decir que prácticamente empecé a
hacer las dos cosas al mismo tiempo. En mi muy pequeña pequeñez me
encantaban esos libros misceláneos de una leyenda para cada día, la
historia mundial ilustrada, los mejores inventos, los grandes
descubrimientos científicos, etc, de hecho, todavía los compro
cuando los encuentro en mercadillos y los almaceno en inamovibles
columnas sobre el parqué del salón de mi casa. Recuerdo que uno de
aquellos libros de divulgación científica lo protagonizaba Charlie
Brown, el humano de Snoopy.
Lo que pasa es
que yo recopilaba información de estas fuentes ilustradas (en todos
los sentidos de la palabra) y luego, con una máquina de escribir
Olivetti colorada, dedicaba la mañana de los sábados a hacer
compendios de ese conocimiento, pequeñas enciclopedias de folios
grapados. La cinta de la máquina era bicolor, así que ponía
grandes títulos en rojo y profundos textos en negro. Cuando fallaba
una letra lo repetía entero, de manera obsesiva, así que aprendía
de forma imborrable cuestiones como el proceso para hacer arder un
diamante, la historia de los luditas durante la Revolución
Industrial, el descubrimiento por parte de Galileo Galilei de las
cuatro grandes lunas jovianas, la arquitectura oculta de la tabla
periódica de los elementos o los desvelos de Hernán Cortés en su
conquista de Tenochtitlan, siempre en su versión más amable e
infantil. Me convertí en un sabio de menos de un metro de altura,
incluso más joven que aquel tan repelente que años después
aparecería en Crónicas Marcianas.
No lo había
pensado antes, pero ahora, más de 30 años después, veo ya allí mi
actual interés por el ensayo, por la no ficción y por la práctica
de periodismo, un interés que, aún así, se vio larvado durante
muchos años hasta que emergió como lava de un volcán, como el pus
explosivo del acné adolescente.
Después de esta
etapa que podría calificarse como mi fase infantil-enciclopédica
vino un período de la infancia tardía y primera juventud donde no
recuerdo tener demasiado interés por la lectura más allá de los
cómics de Marvel (publicados por Cómics Fórum, de los que guardo
millares en mi casa materna), los pequeños volúmenes rojos de Elige
tu propia aventura (SM) o algunas novelas de aventuras de la
Dragonlance y, sobre todo, El Señor de los Anillos, cuando no
había ni película ni merchandising. “Cuando no era
comercial”, como presumirían un pocos años después los que
tenían los primeros dos discos de Green Day. En el cole, a través
de los años, nos habían recomendado algunas novelas que no estaban
mal: Boy y El Superzorro, de Roald Dahl, Los
escarabajos vuelan al atardecer (cuyo argumento no recuerdo pero
que me flipó), de María Gripe, Rebeldes de Susan E. Hinton u
Otto es un rinoceronte, de Ole Lund Kirkegaard
Lo de la lectura
en serio (siendo tan audaz como para insinuar que todo esto no era
serio) me llegó tarde, en torno a los 16 o 17 años, cuando, no sé
por qué, empecé a interesarme (como todo el mundo) por los cuentos
de Borges y Cortázar, y de ahí a Kafka, y a Lovecraft, y a Guy de
Maupassant, y a los beats, y a Bukowksi, y a Milan Kundera… Sobre
todo, a repasarme con interés la kilométrica colección del Libro
de Bolsillo de Alianza Editorial, que podría señalar como mi alma
mater en estos asuntos lectores. Por aquellas fechas mi madre se fue
Cuba un par de semanas y yo me compré un pack de seis latas de
cerveza, me hice un piercing en la parte superior de la oreja y me
leí Rayuela casi de un tirón, espatarrado en la cama.
Ya nada fue lo
mismo, no sé si para bien o para mal. Y todo para al final haber
dejado la lectura, y la vida en general, por dulce embrujo de las
redes sociales. El piercing aquel de cuando Rayuela también me lo
quité, pero todavía permanece un extraño bulto en el cartílago
que a veces estalla.
Sergio C. Fanjul
Periodista y poeta.
Sergio C. Fanjul
Periodista y poeta.
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