jueves, 15 de marzo de 2018

Sergio C. Fanjul


¿Qué cuándo aprendí a leer? No lo recuerdo, y eso me da pánico, por aquello de que la vida es un vacío: uno mira atrás en el calendario y no sabe qué demonios ha hecho el 5 octubre de 2004 o el 14 de noviembre 2013. Vamos viviendo y vamos dejando la nada. No recuerdo lo que hice la mayoría de las Nocheviejas, se supone que fechas especialmente señaladas. Así que ni siquiera sé por qué vivimos este día a día que se disolverá en la nada dentro de unas pocas jornadas.
Pero, aunque esté mal decirlo, porque se supone que hay que leer mucho para saber escribir, puedo decir que prácticamente empecé a hacer las dos cosas al mismo tiempo. En mi muy pequeña pequeñez me encantaban esos libros misceláneos de una leyenda para cada día, la historia mundial ilustrada, los mejores inventos, los grandes descubrimientos científicos, etc, de hecho, todavía los compro cuando los encuentro en mercadillos y los almaceno en inamovibles columnas sobre el parqué del salón de mi casa. Recuerdo que uno de aquellos libros de divulgación científica lo protagonizaba Charlie Brown, el humano de Snoopy.

Lo que pasa es que yo recopilaba información de estas fuentes ilustradas (en todos los sentidos de la palabra) y luego, con una máquina de escribir Olivetti colorada, dedicaba la mañana de los sábados a hacer compendios de ese conocimiento, pequeñas enciclopedias de folios grapados. La cinta de la máquina era bicolor, así que ponía grandes títulos en rojo y profundos textos en negro. Cuando fallaba una letra lo repetía entero, de manera obsesiva, así que aprendía de forma imborrable cuestiones como el proceso para hacer arder un diamante, la historia de los luditas durante la Revolución Industrial, el descubrimiento por parte de Galileo Galilei de las cuatro grandes lunas jovianas, la arquitectura oculta de la tabla periódica de los elementos o los desvelos de Hernán Cortés en su conquista de Tenochtitlan, siempre en su versión más amable e infantil. Me convertí en un sabio de menos de un metro de altura, incluso más joven que aquel tan repelente que años después aparecería en Crónicas Marcianas.

No lo había pensado antes, pero ahora, más de 30 años después, veo ya allí mi actual interés por el ensayo, por la no ficción y por la práctica de periodismo, un interés que, aún así, se vio larvado durante muchos años hasta que emergió como lava de un volcán, como el pus explosivo del acné adolescente.

Después de esta etapa que podría calificarse como mi fase infantil-enciclopédica vino un período de la infancia tardía y primera juventud donde no recuerdo tener demasiado interés por la lectura más allá de los cómics de Marvel (publicados por Cómics Fórum, de los que guardo millares en mi casa materna), los pequeños volúmenes rojos de Elige tu propia aventura (SM) o algunas novelas de aventuras de la Dragonlance y, sobre todo, El Señor de los Anillos, cuando no había ni película ni merchandising. “Cuando no era comercial”, como presumirían un pocos años después los que tenían los primeros dos discos de Green Day. En el cole, a través de los años, nos habían recomendado algunas novelas que no estaban mal: Boy y El Superzorro, de Roald Dahl, Los escarabajos vuelan al atardecer (cuyo argumento no recuerdo pero que me flipó), de María Gripe, Rebeldes de Susan E. Hinton u Otto es un rinoceronte, de Ole Lund Kirkegaard

Lo de la lectura en serio (siendo tan audaz como para insinuar que todo esto no era serio) me llegó tarde, en torno a los 16 o 17 años, cuando, no sé por qué, empecé a interesarme (como todo el mundo) por los cuentos de Borges y Cortázar, y de ahí a Kafka, y a Lovecraft, y a Guy de Maupassant, y a los beats, y a Bukowksi, y a Milan Kundera… Sobre todo, a repasarme con interés la kilométrica colección del Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, que podría señalar como mi alma mater en estos asuntos lectores. Por aquellas fechas mi madre se fue Cuba un par de semanas y yo me compré un pack de seis latas de cerveza, me hice un piercing en la parte superior de la oreja y me leí Rayuela casi de un tirón, espatarrado en la cama.

Ya nada fue lo mismo, no sé si para bien o para mal. Y todo para al final haber dejado la lectura, y la vida en general, por dulce embrujo de las redes sociales. El piercing aquel de cuando Rayuela también me lo quité, pero todavía permanece un extraño bulto en el cartílago que a veces estalla.


Sergio C. Fanjul
Periodista y poeta.


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