martes, 14 de agosto de 2018

Reyes García Doncel

 

Mi padre era de la vieja escuela —ideas que algunos reivindican ahora como modernas—, y opinaba que cuanto más tardaran los niños en ir al colegio, mejor pues lo que debían hacer era jugar, que ya tendrían tiempo de obligaciones. Así que yo no conocí ninguno de los niveles educativos anteriores al obligatorio y, no sin cierta envidia, veía como las otras niñas asistían al colegio con sus babis en las categorías de párvulos pequeños, párvulos medianos y párvulos mayores que así era como en esos años —muy largo me fiáis la fecha—se le llamaba al preescolar.

Por lo tanto mi infancia transcurrió entre palomas, palmeras y estatuas de señores importantes en el parque; dunas, conchas, olas y pinos en la playa; cocina, telas y máquina de coser de mi abuela en mi casa. Aprendí pronto a rastrear las lagartijas en la arena; a descubrir madrigueras de conejos —cuando todavía había conejos en el matorral del bosque—; a asistir a las estaciones en los árboles; y a hilvanar con hilo doble y aguja gorda los retales que caían alrededor de la máquina de coser. Pero lo que mi padre pretendía se cumplió solo en parte, porque siendo la más pequeña de la familia, era una candidata perfecta para que mis hermanos jugaran al colegio, cuando volvían del suyo, y en un cuaderno con rayas azules me enseñaron las letras, las sílabas, a leer algunas palabras sencillas, y por supuesto los números.

Con este escaso bagaje académico, y una absoluta falta de saber comportarme en clase — tengo en mi retina la imagen de aquella primera seño chillándome porque no me sentaba nunca en mi sitio—, entré en primero. Las notas entonces eran mensuales, y el primer mes solo me calificaron dos materias: Lengua con un 2 y Matemáticas con 1. En el resto aparecían en blanco, por lo visto no tenían suficientes datos, o yo estaba todavía demasiado salvaje para encuadrarme en los casilleros. Esas dos notas destacaban aún más por lo solitarias, mientras yo miraba con envidia el boletín completo de mis compañeras.

Pero esta situación cambió rápidamente: las letras se agruparon en palabras y éstas en frases con significado. El segundo mes mis notas ya fueron completas, y desde entonces el mundo de los tebeos primero, y el de los cuentos después, se abrió ante mí. Todos los domingos después de misa mi madre me compraba un ejemplar de una colección de tebeos —que ahora no recuerdo el nombre— donde las niñas tenían ojos grandes, abundante pelo largo, se vestían de hadas o princesas, incluso lo eran, en un mundo rosado y luminoso. Sí, absolutamente sexista. Muy incorrecto. Imagino que algo de eso se me habrá quedado en el subconsciente y por eso me gusta dormitar con las imágenes de películas románticas alemanas de fondo… Después pasé a los cuentos étnicos, de los que recuerdo especialmente los rusos por lo exótico de los paisajes y las vestimentas; tras ellos vinieron los de autor: Andersen, Perrault, Grimm… que mis familiares me regalaban en cada festividad escogidos del folleto del Círculo de Lectores; más tarde, me devoré todos los Julio Verne —recuerdo especialmente “Viaje al centro de la Tierra”, que he utilizado incluso en mis clases del instituto para explicar Geología—; y los del gamberrísimo Guillermo Brown, siempre presente en la biblioteca de mis hermanos. Ya entonces la lectura conseguía absorberme tanto que leía hasta la madrugada, con la consabida riña de mi madre desde su habitación para que apagara la luz, y empezaba mis primeros pasos como escritora con cuentos de sirenas, que vivían en islas escondidas, que tenían un castillo mágico, al que llegaba en su nave un apuesto marinero.

Metidos ya en la pre adolescencia, mi mundo literario lo ocupó hegemónicamente Enid Blyton en su vertiente más dinámica con las aventuras y misterios de Los Cinco y el Club de los Siete Secretos, y en la faceta de intimidad femenina con la vida de las colegialas en Torres de Malory. Cumplieron su función durante unos años, pero pronto fueron sustituidos por Pearl S Buck, Mika Waltari y Agatha Christie; y en cuanto empecé a platearme ¿qué hago yo aquí?, ¿por qué todos tenemos que seguir las mismas órdenes? y demás preguntas intrínsecas a la adolescencia, por autores de carácter más filosófico como Herman Hesse —“Sidharta” y “El lobo estepario” fueron mis libros de cabecera durante un tiempo—, y otros que pretendían serlo: “La muerte está en el camino”, “Cierto olor a podrido” del cura vasco Martín Vigil, o el “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach. La poesía de Rabindranath Tagore, García Lorca, Miguel Hernández y Pablo Neruda ocuparon por derecho propio mis estanterías y mis pensamientos durante aquellos años.
   
Desde mi juventud he leído casi todo lo que caía en mis manos —en una época mucha literatura femenina, en otra sudamericana—, y ahora también escribo intentando imitar, lo mejor que puedo, a mis ídolos, porque una es el resultado de  las personas que ha conocido, las ciudades que ha visitado, y también los libros que ha leído.

Los libros me enseñan, me acompañan, me consuelan, me emocionan. Si por una situación extraña tuviera que elegir entre no poder escribir o no poder leer, escogería con mucho dolor lo primero. Los libros fueron, son y seguirán siendo, compañeros imprescindibles en este viaje que se llama vivir.


Reyes García Doncel 
Profesora y escritora.