martes, 25 de julio de 2023

¿Cómo aprendí a leer?

 


Nací y viví hasta la adolescencia en un pequeño pueblo, El Salobral, a 14 km de Albacete, que era una pedanía de esta ciudad.
 
Aprendí a leer con la ayuda de compañeras de aula mayores que yo.
  
Como introducción explicaré cómo era la escuela de aquella época, los primeros años de la década de los 60. En mi pueblo había dos escuelas unitarias, una para chicas y otra para chicos y por tanto había un maestro para los chicos, D. Pedro y en la femenina una maestra, Dña. Isabel. Nuestro patio de recreo era la calle donde jugábamos sin ningún tipo problema durante ese período de tiempo. Para calentarnos teníamos una estufa que se encendía con leña; leña que teníamos que llevar cada uno de los alumnos. Uno de mis recuerdos más vívidos era cuando nos teníamos que tomar (era obligatorio) el vaso de leche enviada por los americanos (leche en polvo que se disolvía con agua). Todavía puedo sentir el olor y recordar el sabor que tenía.
 
En años posteriores, se construyeron escuelas graduadas y las unitarias desaparecieron pero seguimos separados por sexo, incluso en el Instituto.
 
En mi clase había unas treinta niñas de entre 6 y 14 año así que la labor de la maestra era complicada y no podía dedicarse exclusivamente a un grupo. Ponía tarea a las mayores siguiendo la enciclopedia Álvarez y llenaba la pizarra de operaciones matemáticas para las medianas. Mientras tanto, ella siempre tenía en su mesa alguna pequeña leyendo; pero las primeras letras, el sonido de vocales y consonantes juntas nos lo enseñaban las compañeras mayores. Me recuerdo en un banco compartido donde no me llegaban los pies al suelo y siempre con el cuidado de no tirar el tintero colocado en su hueco del banco. Cuando ya éramos capaces de hilvanar sílabas pasábamos a la mesa de doña Isabel y eso era un gran avance. Que yo recuerde, en unos pocos meses fui una de las afortunadas que iba a la mesa de doña Isabel a perfeccionar la lectura.
 
A la vez, en casa, era mi abuelo el que me dedicaba tiempo porque mis padres tenían un negocio que requería pasarse el día trabajando. El abuelo Pepe fue clave en mi infancia porque suplió la falta de atención de mis padres. Recuerdo estar delante de la chimenea, sentada en sus piernas y con él repasando la cartilla casi todas las noches. Le gustaba contarnos historias de su tiempo de juventud, por ejemplo, que en la Segunda República fue cuando más importancia se le dio a la formación de las personas hasta el punto de que, cuando iban a segar, siempre había una persona libre encargada de leer la prensa que tenían a mano, en voz alta, para que los demás se informaran mientras trabajaban. 
 
En casa se le dio más importancia a las matemáticas que a las letras. Por eso, desde muy pequeños, nos enviaban a clases de repaso. Que yo recuerde, allí hacíamos operaciones matemáticas y resolución de problemas aunque también se trabajaba la comprensión lectora. Mis padres nos hacían leer el periódico, que se recibía en casa con un poco de retraso; por eso aprender a leer era tan importante ya que nos facilitaba poder hablar con nuestros hermanos sobre las noticias que no entendías o que te llamaban la atención.
 
En mi recuerdo queda el primer libro de lectura que los Reyes Magos me dejaron cuando tenía 7 u 8 años: “El Quijote para niños”. Doña Isabel me hizo llevarlo a clase y lo fuimos leyendo en voz alta. Me sentí muy orgullosa por poseer un tesoro, así lo consideraba yo, y lo guardé durante muchos años.
Tuve que salir del pueblo para poder seguir estudiando el bachillerato. Cuando volvía en vacaciones mi mayor entretenimiento era la lectura: pasaba horas y horas leyendo todo lo que mi hermano mayor o los hermanos universitarios de mis compañeras me pasaban o sacábamos de la biblioteca. A veces, libros forrados para que no se viera el autor porque estaba prohibido. 
 
La lectura sigue siendo mi mayor afición, mi válvula de escape cuando estoy estresada y mi fuente de reflexión en el día a día.
 
 
Rogelia Córcoles Córcoles
Profesora jubilada de Física Y Química