domingo, 25 de octubre de 2020

María Toca Cañedo

 

¿Cuándo aprendí a leer?

No lo sé. Muchas veces me lo he preguntado ¿cuándo aprendí a leer? Es triste que una de las cosas más importantes de mi vida, sino la más, y no recuerde cuándo ni cómo empezó. Me entristece porque me gustaría guardar ese recuerdo con fanfarria y fuegos artificiales. Imposible, no lo sé.

A veces pienso que debí nacer sabiendo leer, quizá en el vientre de mi madre, de puro aburrimiento por estar encerrada, visualizara las letritas y las aprendiera a juntar. Es posible, tan solo puedo contar que entre nebulosas que cubren el recuerdo más lejano de mi infancia me visualizo con una cinta blanca en el pelo y dos trenzas que prensaba mi madre por la mañana prontito, sentada en una silla bamboleando mis pies porque les faltaba un palmo para llegar al suelo…y leyendo. Leyendo sin parar. Leyendo todo lo que pasaba delante de mis ojos.

Es algo común a mucha gente y sobre manera a las que tenemos este noble oficio de escribir. Nacemos con un libro en las manos, tan pegado que no concebimos la vida sin lectura.

Recuerdo claramente como me sumergía en los cuentos, revistas de cotilleo (que tenía una tía siempre a mano) para reinventarme la vida y soñar con las damiselas de los cuentos llenas de princesitas amadas por príncipes versallescos y caballerosos, así como las luces de las actrices y aristócratas de la época.

Soy hija única y solitaria ocupante de una casa grande con unos padres muy ocupados, por tanto el tiempo se me estiraba hasta hacerse interminable como son los tiempos infantiles ¡quién pudiera tener esa sensación de parada temporal ahora! Cuando no tenía nada que leer me contaba a mi misma historias que casi siempre versaban con un futuro personal glorioso. Protagonista de historias emocionantes, de romances delicuescentes y románticos que me protegían de la soledad y también del desamparo que se da cuando vives casi sola en una casa grande y aislada.

En mi infancia no hubo rayuela, ni bicicleta, ni patines. No por tacañería paterna sino por falta de interés por mi parte. No tendría más de once años cuando compré mi primera colecciona de libros. Eran de lomo negro, lustroso con letras doradas -aun los conservo con veneración- que pagué religiosamente con mi paga semanal. Novelas clásicas francesas. Balzac, Zola, Flaubert, Sthandal, Guy de Maupasant... Lo juro. No es alardeo, porque como bien dicen mis chicos, debía ser una friky total. De esos vientos las sucesivas tempestades…que no todo fue literatura en mi juventud, ¡voto a Bríos!

Luego llegó el internado con su gran biblioteca. Como era chica formalita y buena estudiante (como dije, friky al cuadrado) me dejaban los sábados por la tarde entrar en la biblioteca principal del colegio. Había un sofá de cuero, orejero y mullido en el que me sumergía, dejando que el rayo tímido de sol vespertino acariciara mi cabeza con Stevenson, Louise May Alcott, Dickens, Verne y tantos más que devoraba como hambrienta en esa isla desierta del recinto sagrado que las dulces monjitas me dejaban disfrutar.

Esas tardes eran un regocijo de gozo tan intenso que pasaba la semana esperando el sábado dichoso donde vivir todas las historia que anhelaba vivir.

Quizá fue entonces que se me retorció la mente hasta hacerse imprescindible llenar mi vida de libros. No sé vivir sin leer, no se vivir sin imaginar historias, sin contarme los cuentos de la vida o de mis ansias vitales. Lo de escribir vino rodado, porque una escribe porque ama leer. Y escribe porque no sabe qué hacer con la imaginación que de otra forma la devoraría con afán destructivo.

Pero no sé cómo aprendí ni quién me enseñó. Y mira que me gustaría poder rememorar la magia de juntar letras hasta formar palabras con sentido que debieron herirme para siempre convirtiéndome en una adicta a la lectura. Y adicta a la escritura. Para bien o para mal, soy porque leo. Soy lo que escribo. Y soy porque escribo y leo.



María Toca Cañedo©

Coordinadora de http://www.lapajareramagazine.com

Escritora.



lunes, 30 de marzo de 2020

Mayti Zea Escudero

Con mi hermana en la época en la que aprendí a leer.

A mi madre, quien al contarme tantas veces cómo había aprendido a leer me permitió conservar en la memoria las sensaciones y emociones de aquellos momentos.

 —Chari, la niña ya sabe leer.
 —Eso es imposible: es muy pequeña. Aún no ha cumplido los cuatro años.
 —Voy a la clase por la cartilla y te lo demuestro.

Todos los jueves por la tarde, mi madre organizaba una merienda para las maestras de Parvulitos, Preparatoria e Ingreso. Tenían libre esa tarde porque los alumnos recibían educación religiosa. Y es que nosotros (mi padre, mi madre, mi hermana y yo) vivíamos en el ala sur del tercer piso del colegio ya que mi padre era el director.

El colegio San José y San Estanislao, coloquialmente conocido como “el colegio de la Pescadería” porque estaba frente al muelle, era un centro seglar pero bajo la dirección espiritual de los padres jesuitas y exclusivamente para alumnos varones.
 
El aula de Parvulitos (si no recuerdo mal eran alumnos de 5 y 6 años) estaba muy cerca de nuestra vivienda. Al principio era mi madre la que me llevaba allí porque en casa me aburría; pero pronto aprendí a cruzar una especie de recibidor decorado con unos muebles tipo castellano de patas torneadas y asientos de cuerda que me encantaban, subir dos peldaños, atravesar la clase hasta el fondo y colocarme junto a la señorita Carmen.

La señorita Carmen era una persona especial. Había sido monja, pero se tuvo que salir para cuidar de una hermana delicada de salud. Era dulce, cariñosa y ¡olía tan bien! El tipo de maestra que deja huella y difícilmente se olvida. A veces me daba algún papel para que dibujara, pero la mayoría de las veces me dedicaba a observar y escuchar mientras iba dando de leer alumno por alumno. Así fue como aprendí a leer. De una manera totalmente natural y espontánea. Sin ningún tipo de imposición ni obligación.

Cuando la señorita Carmen volvió con la cartilla, me puso a leer, e iba saltando de página mientras yo recitaba de corrido. Según mi madre aquello fue todo un acontecimiento y yo estaba deseando que llegara mi padre para poder demostrárselo. Como premio, mis padres me obsequiaron con una bolsita de monedas de chocolate: todo un regalazo por aquel entonces.

De aquella época, pero ya un pelín mayor, cinco o seis años, guardo el recuerdo más emocionante de mi vida relacionado con el aprendizaje lector, concretamente con la comprensión lectora. Fue cuando entendí un pequeño texto que había en la contraportada de una cartilla. La historia de una niña que, asomada al balcón, observa la llegada de las golondrinas como preámbulo de la primavera. Desde entonces he tenido una especial predilección por estas aves. Daría mi reino por poder saber qué cartilla era exactamente; posiblemente alguna de las cartillas Álvarez, pero por mucho que lo he intentado no he podido averiguarlo.

Mis primeras lecturas fueron los cuentos troquelados. Me gustaban especialmente los que llevaban un pequeño juguete relacionado con el personaje o la historia: “La ratita presumida” traía una escoba; “El sastrecillo valiente”, unas tijeras de plástico; “El gatito Mix”, un cascabel, “El doctor Hazo” con su fonendo… A principio de los sesenta, juntaba las estampas y los cuentos troquelados de Ferrándiz, mi ilustrador favorito durante mucho tiempo, hasta que a cierta edad ya me pareció de un cursi redomado.

Hasta los 9 años estuve escolarizada en el “colegio de mi padre”, una única chica en clases de chicos durante muchos cursos. Un poco antes de cumplir los 10 entré en Ingreso en el colegio del Sagrado Corazón de Jesús, solo de niñas y perteneciente a la orden de las Carmelitas. Allí estuve hasta terminar el bachiller superior. Me gustaban los libros; sin embargo, tengo muy poca memoria respecto a lo que leía durante todos esos años. Tal vez porque dedicaba más tiempo a jugar o a hacer la cantidad inmensa de deberes que me mandaban y que tanto aborrecía. Solo recuerdo que me encantaban las lecturas de la Historia Sagrada de las Enciclopedias Álvarez, los chistes, anécdotas, citas y otros escritos breves de la pequeña revista de Selecciones Reader’s Digest que llegaba a mi casa puntualmente, algún libro de Enyd Blyton y, por supuesto, ¡tebeos!

A partir de 4.º de bachiller comenzó mi entusiasmo lector: leía todo lo que caía en mis manos. De los libros “obligatorios” (ya en bachiller superior) me impresionó Pepita Jiménez de Juan Varela. Aquella historia de amor que parecía imposible entre un seminarista y Pepita, que encima se iba a casar con el padre de este, me resultó tremendamente sugerente y moderna para la época. Y ¡además con un final de cuento de hadas! A través de las compañeras descubrí a Martín Vigil. Del novelista jesuita leí Un sexo llamado débil y La edad prohibida. Para nosotras, adolescentes en la época franquista, este escritor, con una narrativa moderna y comprometida para la época aunque teñida de sentimientos religiosos, supuso todo un descubrimiento.

Luego llegaron muchos más libros a través del Círculo de Lectores (mi padre se hizo socio pero me dejaba a mí elegir los títulos), de intercambios con los amigos,  préstamos de las bibliotecas; libros comprados, recibidos como regalos… Hasta hoy.

Como gran apasionada de la lectura y consciente de los muchos beneficios que esta nos aporta (no voy a enumerarlos aquí porque daría para otra entrada al blog), durante mi vida profesional no solo intenté hacer de mis alumnos lectores eficaces con la fluidez adecuada y una buena comprensión; sino que desarrollé estrategias para el tipo de lectura que se realiza con el propósito de estudiar y aprender. Y también para esa otra que no requiere calificación ni está supeditada al servicio utilitario de la enseñanza y cuyo objetivo es que los niños descubran el libro.

Educamos a nuestros niños para prepararlos para la vida y la lectura es un pilar fundamental, pues, como muy bien dice Ángel Gabilondo, “el acto de leer forma parte del acto de vivir” o una de las mejores formas de estar vivos.


Mayti Zea
Maestra jubilada.