miércoles, 2 de mayo de 2018

Maite Nuñez


Mi sustancia es la lectura. Los libros han sido y son tan importantes en mi vida que he llegado a pensar que nací ya sabiendo leer. Esto, obviamente, no es así, de manera que sitúo mi aprendizaje de la lectura a eso de los tres años, en casa, antes de ir a la escuela. En el colegio, mi primera profesora de parvulitos, a mis cuatro años, fue la señorita March, una anciana (o al menos yo la veía así) que se quedaba dormida en mitad de la clase, así que no sé cuánto en ese aprendizaje le debo a ella.
La infancia representa ese territorio sagrado que es inicio de todas las cosas. Es también un territorio de formación, pero con sentido en sí mismo (no únicamente de transición hacia la edad adulta). La infancia también es esa etapa de la vida en la que se crece más, a pasos agigantados. Y en ese crecimiento tiene un papel fundamental la lectura. Yo no puedo pensar en mi niñez sin libros. Una es producto, entre otras cosas, de sus lecturas.
Si una cosa caracteriza la niñez es la curiosidad y no se me ocurre ninguna manera mejor de saciar la curiosidad que la lectura. Yo era una niña enormemente curiosa, en el mejor de los sentidos de la palabra. Los primeros libros de los que guardo recuerdo fueron algunos cuentos clásicos (recuerdo haber tenido una edición fantástica de El castillo de irás y no volverás, así como de otros cuentos, que ignoro donde fueron a parar, desgraciadamente). Mi enorme suerte fue que hubiera libros en casa. No tengo gran conciencia de cómo se formó nuestra pequeña pero estupenda biblioteca, nutrida con clásicos rusos, franceses, españoles, anglosajones.
Sí recuerdo, en cambio, que mi padre me compraba libros de Enid Blyton, que triunfaba en aquellos primeros años setenta (entre mis seis y mis diez años, diría). Curiosamente, no eran los libros de Los cinco -los más famosos de la autora- sino de otra serie, la protagonizada por Los siete secretos (otro hervidero de misterios y pasteles de jengibre). En todo caso, se trataba de libros “apropiados” para mi edad que sin duda fueron el caldo de cultivo para que con diez años escribiera los primeros capítulos de lo que tenía que haber sido una novela titulada “Chin y Chon y el misterio del niño desaparecido”. Creo que nunca la acabé.
Muy pronto (digamos, entre los diez y los doce), sin embargo, ese universo de niños jugando a ser detectives se me quedó corto y empecé a explorar de manera casi clandestina todos aquellos libros que desde las estanterías de casa me susurraban “léeme”. Creo que lo hacía sin mucho criterio, casi siguiendo más el orden de colocación de los volúmenes que otra cosa, en mi ansia por leer, que era mi ansia por saber. Libros de aventuras como los de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra y otros clásicos del autor francés, pero sobre todo tuvieron gran importancia en mi formación lectora Dos años de vacaciones y Miguel Strogoff. También otros clásicos como Historia de dos ciudades y Oliver Twist, de Dickens o El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, por decir algún título.
Así que fui correo del zar en Siberia, náufrago en una isla del Pacífico, viví “el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura”, fui huérfana en Londres y estuve encarcelada en el castillo de If. Aprovechaba los mediodías, después de comer, para ponerme en esas pieles. Llegaba al colegio con el tiempo justo.
Mi padre me había advertido de que algunos libros de los que teníamos no eran adecuados para mi edad (aquellos diez o doce, tal vez hasta los catorce, cuando mi padre murió y dejaron de entrar libros en casa), y eso bastó para que, como en un acto delictivo, leyera el Decamerón y Las mil y una noches y un volumen muy grueso de novelas picarescas (La vida del Buscón, el Guzmán de Alfarache y varias más).
A partir de los quince, cuando empecé a recibir anualmente mi beca de huérfana para estudiar bachillerato, me acostumbré a hacer mis propias compras de libros. Y hasta la fecha. Uno de los primeros libros que recuerdo haber comprado yo es uno cuyo poso ha quedado para siempre en la recámara de mi memoria: Rojo y negro, de Stendhal.
Creo firmemente que la lectura crea experiencia y que incluso podríamos definirla como un acto de amor. Un acto de amor también es recomendar libros a los niños y proporcionarles lectura. Y en parte creo que tuve una infancia feliz porque pude leer libros. En definitiva, tanto entonces como ahora, leo para vivir otras vidas, para alimentar mi imaginación, para entrenar el cerebro, porque combate el estrés, ayuda a dormir mejor, porque amplía tu perspectiva del mundo, porque para escribir hay que haber leído mucho.

Maite Nuñez
Escritora




martes, 1 de mayo de 2018

Diana Marina Gamarnik


Estoy convencida de que a lo largo de la vida se pueden cambiar muchas cosas de la personalidad. Suavizarlas, mejorarlas o transformarlas por completo. Aunque hay algunas que, por lo menos en mi caso, nunca logré modificar ni un ápice. Soy muy curiosa y ávida de todo. Y además me aburro muy rápido. Excepto… 

En septiembre de 1966 yo tenía cinco años y el jardín de infantes me aburría. Mi mamá me había enseñado los números, y con ellos jugaba a sumar y restar. Los escribía acostados porque no sabía cómo hacerlo bien, pero recuerdo que me encantaba hacer cuentas. Hasta que quise saber más. Entonces mi mamá comenzó a enseñarme las letras y me mostraba los titulares del diario (en mi casa siempre se compró el diario) para ver si las reconocía.

A la vuelta de casa, en la calle Villegas (muchas cosas sucedieron en mi vida en esa calle), vivía una maestra particular. Era muy joven y se llamaba Mabel. Mi mamá le preguntó cómo podía hacer para que yo aprendiera a leer y ella le recomendó un libro de lectura del que nadie recuerda el nombre. Me lo compraron en el mes de octubre y cuando lo tuve en mis manos, mi felicidad fue infinita. Mi mamá me contó que el primer día leí sola hasta la página 21. Tal era mi avidez.

Después decidieron mandarme con Mabel para practicar (y para que no me aburriera). Las dos nos sentábamos en una mesita que estaba al lado de una puerta que daba a la cocina y nos pasábamos el rato leyendo juntas libros de cuentos para niños con muchos dibujos y pocas palabras. 

En noviembre de ese año, al cumplir los seis, ya sabía leer y hacer cuentas. Lo que no sabía era escribir o, mejor dicho, lo hacía con mis propias reglas, y dibujaba garabatos incomprensibles, absolutamente convencida de que decían lo que quería que dijeran.

Justo en esa época se había establecido que, por la falta de matrícula, se podía inscribir a los chicos de cinco años en primer grado. Mi papá y mi mamá pensaron que era una pena que yo no pudiera aprovechar esa posibilidad y que, como ya sabía lo que se enseñaba en primer grado, quizás convendría que entrara directamente en segundo grado. (Lo que no sabían es que no solo se aprende a escribir, a leer y hacer cuentas en primer grado, se aprenden muchas cosas más que yo no supe, pero esa es otra historia). 

En marzo de 1967 encontraron una escuela nacional en Lanús, la Nº 69, cuyo director (recuerdo que se llamaba Daniel Olmedo y que era muy simpático) aceptó que empezara segundo grado directamente después de que me tomaran un examen que aprobé a pesar de mi letra horrible.

En agosto de 1967, para el Día del Niño me regalaron la colección completa de los libros de Monteiro Lobato. Eran veinticuatro tomos encuadernados en una especie de cuerina roja con las letras de los títulos doradas y las caras de los protagonistas, Naricita y Perucho, también en dorado. Si se compraba la colección en un solo pago, venía de regalo además un bibliotequita de madera.

Ese recuerdo no necesité que me lo contaran. Todavía siento la emoción que me atravesó el cuerpo esa tarde en la que llegué de la escuela y descubrí que todos esos libros ordenados estaban esperándome. La avidez me hizo agua la boca y sentí mucho placer, algo que mantengo hasta el día de la fecha ante un libro nuevo.

 –¿Es para mí? ¿Es toda para mí?

 –Sí. Para que no te aburras. 

Esa misma noche mi mamá empezó a leernos a mí y a mi hermano menor el primer tomo de la colección, Las aventuras de Naricita y Perucho. A la semana le dije que quería probar leerlo sola. Y así empezó una tradición que nunca me abandonó: leer en la cama antes de dormirme. Incluso, a veces lo hacía con el velador escondido debajo de las sábanas para que no se dieran cuenta de que me quedaba leyendo hasta tarde.

En noviembre de 1967, cuando cumplí los siete años, lo terminé. Había terminado de leer mi primer libro, esta vez con muchas palabras y pocos dibujos. 

Y supe, sí, a mi manera infantil y como podía, que al leer me había convertido en la dueña de un tesoro y que no me aburriría nunca más. 

Luego a los nueve, apareció en mi vida Mujercitas, de Louise May Alcott, y con ella, la colección Robin Hood, con sus entrañables tapas amarillas. Mis preferidos eran los libros en los cuales las chicas eran las protagonistas, no importaba en qué época transcurrían, pero debía haber chicas. Sin saberlo, empezaba a sentirme parte de esos libros, a creer que eran solo para mí y a descubrir gozosamente que, luego, podía compartirlos. De estas dos experiencias fundacionales, me quedó una especial atracción por las colecciones: saber que sus historias no terminaban, que había otro libro esperándome, me generaba una sensación especial: más tarde supe que era la voluptuosidad de esperar algo que estaba a mi alcance, que ya iba a llegar. 

Después a los once años, durante una tarde en la que estaba muy aburrida y había terminado todos los libros infantiles que estaban a mi disposición, encontré un libro sin tapas en la biblioteca de mi casa. Pude descubrir que era de la colección El Séptimo Círculo, pero nunca supe su nombre, además de la tapa también le faltaban algunas hojas, empezaba en la página 17. Era una novela policial de la cual recuerdo que descubrieron al asesino porque era un ciego que había “mirado” hacia abajo desde lo alto de una escalera, por lo tanto no era un ciego y sí el asesino. A partir de este libro, se abrió en mí una pasión de coleccionista de novelas y cuentos policiales, de todas las épocas y estilos, que continúa hasta la actualidad. 

El cuarto acontecimiento sucedió a los doce con La Adorable Revoltosa, de Enid Blyton, que no solo incrementó mi avidez por las colecciones, sino que también me regaló algo para siempre. Reconozco que las veces que pude ponerlo en práctica fueron muchas menos de las que hubiera querido, pero de todos modos sigo insistiendo… No recuerdo la frase con exactitud, pero decía algo así como que ser valiente no es no tener miedo, sino enfrentar la vida con todos los errores que uno puede cometer, que ser orgulloso no implica mantener una posición para siempre; si uno está equivocado, es posible cambiar o al menos intentarlo. La protagonista del libro llega a esta conclusión mientras se está hamacando en el parque de su escuela y también, desde entonces, las hamacas pasaron a tener un papel muy importante en algunas circunstancias de mi vida. Amo hamacarme muy alto, tan alto como me siguen llevando los libros.


Diana Marina Gamarnik
Correctora, editora y redactora.