Estoy
convencida de que a lo largo de la vida se pueden cambiar muchas cosas
de la personalidad. Suavizarlas, mejorarlas o transformarlas por
completo. Aunque hay algunas que, por lo menos en mi caso, nunca logré
modificar ni un ápice. Soy muy curiosa y ávida de todo. Y además me
aburro muy rápido. Excepto…
En
septiembre de 1966 yo tenía cinco años y el jardín de infantes me
aburría. Mi mamá me había enseñado los números, y con ellos jugaba a
sumar y restar. Los escribía acostados porque no sabía cómo hacerlo
bien, pero recuerdo que me encantaba hacer cuentas. Hasta que quise
saber más. Entonces mi mamá comenzó a enseñarme las letras y me mostraba
los titulares del diario (en mi casa siempre se compró el diario) para
ver si las reconocía.
A la
vuelta de casa, en la calle Villegas (muchas cosas sucedieron en mi vida
en esa calle), vivía una maestra particular. Era muy joven y se llamaba
Mabel. Mi mamá le preguntó cómo podía hacer para que yo aprendiera a
leer y ella le recomendó un libro de lectura del que nadie recuerda el
nombre. Me lo compraron en el mes de octubre y cuando lo tuve en mis
manos, mi felicidad fue infinita. Mi mamá me contó que el primer día leí
sola hasta la página 21. Tal era mi avidez.
Después
decidieron mandarme con Mabel para practicar (y para que no me
aburriera). Las dos nos sentábamos en una mesita que estaba al lado de
una puerta que daba a la cocina y nos pasábamos el rato leyendo juntas
libros de cuentos para niños con muchos dibujos y pocas palabras.
En
noviembre de ese año, al cumplir los seis, ya sabía leer y hacer
cuentas. Lo que no sabía era escribir o, mejor dicho, lo hacía con mis
propias reglas, y dibujaba garabatos incomprensibles, absolutamente
convencida de que decían lo que quería que dijeran.
Justo
en esa época se había establecido que, por la falta de matrícula, se
podía inscribir a los chicos de cinco años en primer grado. Mi papá y mi
mamá pensaron que era una pena que yo no pudiera aprovechar esa
posibilidad y que, como ya sabía lo que se enseñaba en primer grado,
quizás convendría que entrara directamente en segundo grado. (Lo que no
sabían es que no solo se aprende a escribir, a leer y hacer cuentas en
primer grado, se aprenden muchas cosas más que yo no supe, pero esa es
otra historia).
En marzo de
1967 encontraron una escuela nacional en Lanús, la Nº 69, cuyo director
(recuerdo que se llamaba Daniel Olmedo y que era muy simpático) aceptó
que empezara segundo grado directamente después de que me tomaran un
examen que aprobé a pesar de mi letra horrible.
En
agosto de 1967, para el Día del Niño me regalaron la colección completa
de los libros de Monteiro Lobato. Eran veinticuatro tomos encuadernados
en una especie de cuerina roja con las letras de los títulos doradas y
las caras de los protagonistas, Naricita y Perucho, también en dorado.
Si se compraba la colección en un solo pago, venía de regalo además un
bibliotequita de madera.
Ese
recuerdo no necesité que me lo contaran. Todavía siento la emoción que
me atravesó el cuerpo esa tarde en la que llegué de la escuela y
descubrí que todos esos libros ordenados estaban esperándome. La avidez
me hizo agua la boca y sentí mucho placer, algo que mantengo hasta el
día de la fecha ante un libro nuevo.
–¿Es para mí? ¿Es toda para mí?
–Sí. Para que no te aburras.
Esa
misma noche mi mamá empezó a leernos a mí y a mi hermano menor el
primer tomo de la colección, Las aventuras de Naricita y Perucho. A la
semana le dije que quería probar leerlo sola. Y así empezó una tradición
que nunca me abandonó: leer en la cama antes de dormirme. Incluso, a
veces lo hacía con el velador escondido debajo de las sábanas para que
no se dieran cuenta de que me quedaba leyendo hasta tarde.
En
noviembre de 1967, cuando cumplí los siete años, lo terminé. Había
terminado de leer mi primer libro, esta vez con muchas palabras y pocos
dibujos.
Y
supe, sí, a mi manera infantil y como podía, que al leer me había
convertido en la dueña de un tesoro y que no me aburriría nunca más.
Luego
a los nueve, apareció en mi vida Mujercitas, de Louise May Alcott, y
con ella, la colección Robin Hood, con sus entrañables tapas amarillas.
Mis preferidos eran los libros en los cuales las chicas eran las
protagonistas, no importaba en qué época transcurrían, pero debía haber
chicas. Sin saberlo, empezaba a sentirme parte de esos libros, a creer
que eran solo para mí y a descubrir gozosamente que, luego, podía
compartirlos. De estas dos experiencias fundacionales, me quedó una
especial atracción por las colecciones: saber que sus historias no
terminaban, que había otro libro esperándome, me generaba una sensación
especial: más tarde supe que era la voluptuosidad de esperar algo que
estaba a mi alcance, que ya iba a llegar.
Después
a los once años, durante una tarde en la que estaba muy aburrida y
había terminado todos los libros infantiles que estaban a mi
disposición, encontré un libro sin tapas en la biblioteca de mi casa.
Pude descubrir que era de la colección El Séptimo Círculo, pero nunca
supe su nombre, además de la tapa también le faltaban algunas hojas,
empezaba en la página 17. Era una novela policial de la cual recuerdo
que descubrieron al asesino porque era un ciego que había “mirado” hacia
abajo desde lo alto de una escalera, por lo tanto no era un ciego y sí
el asesino. A partir de este libro, se abrió en mí una pasión de
coleccionista de novelas y cuentos policiales, de todas las épocas y
estilos, que continúa hasta la actualidad.
El
cuarto acontecimiento sucedió a los doce con La Adorable Revoltosa, de
Enid Blyton, que no solo incrementó mi avidez por las colecciones, sino
que también me regaló algo para siempre. Reconozco que las veces que
pude ponerlo en práctica fueron muchas menos de las que hubiera querido,
pero de todos modos sigo insistiendo… No recuerdo la frase con
exactitud, pero decía algo así como que ser valiente no es no tener
miedo, sino enfrentar la vida con todos los errores que uno puede
cometer, que ser orgulloso no implica mantener una posición para
siempre; si uno está equivocado, es posible cambiar o al menos
intentarlo. La protagonista del libro llega a esta conclusión mientras
se está hamacando en el parque de su escuela y también, desde entonces,
las hamacas pasaron a tener un papel muy importante en algunas
circunstancias de mi vida. Amo hamacarme muy alto, tan alto como me
siguen llevando los libros.
Diana Marina Gamarnik
Correctora, editora y redactora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario