Bucear en la memoria no es un ejercicio fácil cuando se quiere llegar con precisión a unos recuerdos concretos. Mi introspección no me aclara cuándo y cómo empecé a leer. Los recuerdos más cercanos y significativos de mi acercamiento al mundo de las letras se encierran en un triángulo de experiencias que por diferentes razones tuvieron un gran significado en mi historia vital.
El primero hace referencias a muchas tardes, sobre todo de invierno, lluviosas y desapacibles, en las que mi padre y yo coincidíamos en torno a la mesa camilla. Una de las ventajas de ser el primogénito fue haber recibido la atención especial que todo padre dispensa a su primer hijo. Las imágenes que me llegan de los almacenes del tiempo son bromas, juegos y enseñanzas con un lápiz de mina dura sobre papeles, que frecuentemente envolvieron alimentos pocas horas antes. En ellos y en cuadernos de dos rayas, bajo su guía, escribí letras, nombres y, especialmente, por lo que supuso en mi historial académico posterior, números y cuentas muy por encima de lo que sabían los niños de la misma edad en mi barrio.
El segundo recuerdo son algunas secuencias deshilvanadas de mi primera escuela. Era una “miga” a la que asistíamos los niños y niñas menores de cinco años de mi barrio. La tutelaba una mujer, doña Elisa, delgada, adusta y muy religiosa. Estaba justo enfrente de mi casa y la maestra sentía por mí un cariño especia;, así fue como entré antes que los demás niños, tal vez con tres años. Era tan pequeño que no podía llevar la sillita que todos los demás transportaban todos los días desde su casa por lo que me la llevaba mi madre. En invierno también nos llevábamos unas latitas con brasas encendidas para calentarnos. Todo en esta escuela era un ritual: ¡Ave María Purísima! era pedir permiso. ¡Sin pecado concebida! era la autorización para entrar. El día transcurría entre rezos y cantos colectivos (todo se cantaba: canciones, abecedario, números, sumas sencillas,…) Uno de mis recuerdos más vívidos son el enorme ábaco con el que nos hacía cantar los números y lo que me gustaba pasar sus bolas. También rememoro la fila que los niños formábamos junto a su mesa para leer en aquella extraña cartilla amarillenta y llena de letras escritas en muy distintas tipografías. Sólo conservo en mi memoria la secuencia de ir algunas veces (era pequeño y tenía que solicitarlo acercándome a su mesa) a leer las letras una y otra vez, animado por la indulgente voz de doña Elisa que me señalaba las letras en las diferentes grafías.
El tercer lado o vértice de mi memoria lectora se centra en mis primeros años de colegio. Entré con cinco años en la Escuela Nacional; no recuerdo el nombre oficial, nosotros la nombrábamos por el nombre de su ubicación “El Llanete”. En mi pueblo había dos escuelas públicas de niños, una de niñas, dos colegios privados para niñas de monjas y un seminario claretiano. Mi primera clase era muy grande, en forma de rectángulo demasiado alargado; no menos de 40 niños nos repartíamos en torno a mesas redondas grandes y bajitas. Mis recuerdos más significativos tienen que ver con los apuros que pasé allí. Mi prima me había regalado una maleta desproporcionada a lo que yo tenía que llevar en mi primer curso que junto a las pocas que otros alumnos aportaban, se convirtieron en los objetos más apreciados para ser utilizados como proyectiles cuando el maestro se ausentaba, cosa bastante frecuente. Don Fideo, creo que no dije nunca el auténtico nombre de mi primer maestro, nos llamaba por turnos, nos colocaba en semicírculo alrededor de su mesa e íbamos leyendo en nuestra cartilla “Cu Cú”, el trozo que nos tocaba. Ahora me da risa, pero lo pasé muy mal. Antes de mitad de curso, en los continuos vuelos de mi maleta, mi cartilla se había destrozado, sólo me quedaron dos hojas. Yo ya había leído la cartilla con mi padre y me la sabía de memoria. Cuando leía el niño anterior a mí yo recitaba mi parte de memoria. El maestro no se dio cuenta en todo el curso. Tuve que equivocarme algunas veces o, tal vez ni siquiera se percató de mi presencia, porque me dejó repitiendo.
Mi madre me contó que se extrañó de que no hubiera pasado con mis vecinos a segundo curso, sabiendo más que ellos por lo que habló con uno de los maestros amigo suyo. Un día apareció el director, me hizo unas preguntas y al cabo de un rato me llevó a otra clase. Era segundo, estaba atiborrada de niños, me colocaron con un chaval muy grande, emigrante retornado de Alemania. Llevaba unas semanas en mi nueva clase cuando un comentario que hice a mi compañero provocó un revuelo. El maestro, era una persona atenta y observadora, estaba explicando los miles, cómo se leían y escribían, yo comenté a mi compañero que sabía los millones. Me escuchó y me sacó a la pizarra, escribió diferentes cantidades desde las centenas de mil a los millones y las leí todas. Me llevó otra vez al director y me subieron a tercero. No había sitio para mí en aquellas bancas, con asientos abatibles y tuve que estar el resto del curso sentándome en los huecos que dejaban libres los alumnos que faltaban. Miserias y grandezas de la escuela pública.
¿Quién influyó más en mi aprendizaje lector? Sí, tengo muy clara la historia de cómo se desarrolló mi gusto por la lectura y el hábito lector voraz que me sigue proporcionando muchos de los grandes momentos de disfrute en mi vida. Leer se convirtió en una de mis pasiones. Los tebeos fueron mi enganche lector, adquirí una capacidad de vivir las aventuras de mis héroes de cómic tal, que pronto se me hicieron imprescindibles. Paralelamente desarrollé mis competencias comerciales, organizando una cadena de trueque en la que cambiaba constantemente los tebeos leídos por otros nuevos. Aprovechaba incluso las enfermedades propias de la edad, así leí la colección entera de Don Z, acompañando a un amigo todos los días que le duraron las paperas. Mi gusto por la historia, la geografía, la antropología, biología, etc., se despertó leyendo El Capitán Trueno, El Jabato, Flecha Roja, La Pantera Negra… En aquellos tiempos yo no era permeable a la ideología subyacente y sí viví y recreé mundos inimaginables en mi imaginación que superaban incluso a las películas que también veía con la misma pasión.
Una lectura intermedia que me acercó al mundo de los adultos la realicé cada verano cuando iba de vacaciones con mis tías modistas. En sus talleres se amontonaban todas las fotonovelas del mercado y en especial las de Corín Tellado. Con ellas y las radionovelas, que también escuchaba, aprendí a comprender todo un mundo de pasiones y tragedias muy alejado de mi edad. Me sorprendo muchas veces cuando me pregunto ¿por qué soy como soy y pienso como pienso?
El salto definitivo a la lectura literaria lo di junto a mi pandilla del instituto, no sé con exactitud el curso. Algunos de ellos se habían hecho socios de la Biblioteca Municipal y empezamos a quedar allí antes de dar una vuelta por “La Carrera”, lugar de paseo habitual dónde buscábamos a las chicas. Por imitación decidí hacerme socio. Seguramente porque lo estábamos estudiando, el primer libro que cogí para llevármelo a casa fue: “La Divina Comedia”. El bibliotecario D. José Arenas, hombre serio y poco amigable con los adolescentes, se resistió a entregármelo pero la razón de necesidad por estudios lo convenció. Cuando fui a devolverlo me preguntó: ¿lo has leído? Le dije que sí y añadí, si he podido leer este libro, no habrá ninguno que se me resista. Él se sonrió, pero conseguí que nunca me dijera que no podía sacar un libro, cosa poco habitual en él. De ste modo pude sacar la colección de Aguilar, encuadernada en piel y papel biblia, sobre Clásicos Universales: La novela picaresca completa, Novelas Ejemplares de Cervantes, Dostoievski, Tolstoi, Lorca… o cualquier libro sin problema y con su beneplácito. Fueron años de lectura frenética en la que probé todos los géneros y estilos desde poesía a teatro, desde la novela negra a la ciencia ficción, desde lo banal a lo más culto. Desde aquellos lejanos tiempos hasta hoy la lectura ha sido mi arma secreta y mi consuelo, mi lugar de recreo y mi herramienta…
Manuel Mellado.
Maestro jubilado.